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“EL AFFAIRE GRÜNINGER”, NOTABLE DOCUMENTAL DE RICHARD DINDO
Cuando la desobediencia es debida

El director de �Ernesto �Che� Guevara: diario de Bolivia� entrega otro film ejemplar, en el que recupera la figura de un ciudadano suizo que en 1940 fue condenado en su país por ayudar a emigrados judíos. Por su parte, el chino Zhang Yimou vuelve a demostrar su talento en �El camino a casa�.

Por Luciano Monteagudo

t.gif (862 bytes)  El affaire Grüninger permite el reencuentro del público local con el extraordinario documentalista suizo Richard Dindo, el recordado realizador de Ernesto “Che” Guevara: diario de Bolivia (1994). Continuando con su modo arqueológico de trabajo, que consiste en rastrear las huellas de un personaje en los mismos lugares donde vivió momentos determinantes de su vida personal –como lo hizo con el Che y con Arthur Rimbaud (1991) y lo haría luego con Génet à Chatila (1999)–, aquí Dindo vuelve a la misma sala del tribunal suizo de St. Gall donde un hombre llamado Paul Grüninger fue condenado por salvar a centenares de judíos austríacos, ayudándolos a escapar de la persecución nazi.
A comienzos de la Segunda Guerra Mundial, Grüninger, que había tenido formación como docente, se desempeñaba como jefe de policía de su ciudad, St. Gall, en la frontera con Austria, recién anexada al Tercer Reich. Contrariando disposiciones expresas de Berna, que impedían el ingreso de extranjeros de origen judío, el capitán Grüninger hizo atravesar la frontera a casi trescientos hombres, mujeres y niños, a quienes incluso les llegó a falsificar documentos para que pudieran permanecer en Suiza. Hacia 1940, sus superiores descubrieron los movimientos de Grüninger y lo llevaron a juicio, donde fue condenado por violación de los deberes de funcionario público y falsificación. Perdió su trabajo y sufrió todo tipo de infundios y calumnias, como que habría cobrado su acción en “favores” de las jóvenes muchachas judías. En 1972, a los 80 años, Grüninger murió pobre y olvidado en la misma ciudad que lo vio nacer, con el único consuelo moral de haber sido nombrado por Israel como uno de los “justos”, un honor reservado sólo a aquellos que durante los años de la Shoah hicieron todo lo posible por salvar las vidas de judíos en peligro. La rehabilitación legal de la Justicia suiza llegó recién en 1995, 23 años después de la muerte de Grüninger y más de medio siglo después de los acontecimientos que provocaron su proceso.
Para su film, Dindo convocó, en la misma sala del tribunal donde Grüninger fue condenado, a su hija y a un grupo de ex refugiados y emigrados, provenientes de Estados Unidos, Francia, Alemania, Austria e incluso Argentina, para que brindaran testimonio del hombre que les salvó la vida y que por ello perdió su trabajo y su honor. Esta gente, que en la mayoría de los casos ni siquiera estuvo al tanto del proceso por el que atravesó Grüninger, se convierte frente a cámara no sólo en su mejor defensa sino también en feroz testigo de cargo de una época siniestra, donde cumplir con la ley significaba colaborar con el exterminio de un pueblo. En este sentido, lo que más impresiona de la película de Dindo es su gesto, su determinación de convertir el film en una reparación histórica, de colocar las cosas en su verdadero sitio, en el mismo lugar de los hechos.
Lo que consigue Dindo es que en el espacio físico del tribunal vuelva a resonar un acontecimiento que parecía olvidado y que adquiera un poderoso valor simbólico a partir de objetos muy concretos, como pueden ser los viejos bancos de los testimoniantes. Allí es donde ahora se ven rostros y se escuchan voces que en su momento fueron silenciados y que dan cuenta de un hombre de un coraje cívico ejemplar, un servidor público que en tiemposde oscuridad fue capaz de seguir la voz de su conciencia y de oponer a la implacable máquina del Holocausto la debida desobediencia.

“U-571, LA BATALLA DEL ATLANTICO”, ESCRITA Y DIRIGIDA POR JONATHAN MOSTOW
La misión imposible de no irse a pique

Por Horacio Bernades

Durante media película, U-571 responde al esquema de una de esas típicas “películas de misiones imposibles”, tan frecuentes en el cine bélico de los años 50 y 60. Durante la Segunda Guerra, un grupo comando deberá infiltrarse en territorio enemigo (reducido aquí a la superficie de un submarino) y dar un golpe mortífero para la maquinaria de guerra rival. Logrado el objetivo, es como si el U-571 se quedara flotando un poco a la deriva, sin mayor motivación dramática que la de llevar a su tripulación sana y salva de vuelta a casa. Lo cual no resulta particularmente excitante, y va en desmedro de una película modesta, pero no por ello descartable.
Escrita y dirigida por Jonathan Mostow, verdadero especialista en eficaces reincursiones en géneros menores (la aventura en El vuelo del ángel negro, el thriller de caminos en Sin rastro), en un comienzo U-571 podría parecer una remake del film alemán El barco, con una primera secuencia dentro de un submarino germano y la siguiente dedicada a un baile, antes de que la tripulación zarpe. De allí en más, la cosa recuerda más bien a Doce del patíbulo. Corre el año 1942, y la flotilla enemiga está haciendo estragos en el Atlántico, gracias a un sistema de encriptación de mensajes que los aliados no logran decodificar, y que es conocido como Enigma. Es ahora o nunca: el submarino U-571, portador de ese sistema, resultó seriamente averiado y espera ayuda. Nuestros héroes deberán hacerse pasar por tripulación alemana, abordar la nave enemiga a tiro limpio, destruir el Enigma y hundir luego la nave. Para ello, se les sumará un oficial que habla fluidamente el alemán, además de un miembro de los servicios de seguridad, cuya tarea es coordinar la misión.
Como en sus películas anteriores, Mostow no aspira a nada que no sea la pura mecánica de los hechos, la acción física, no entendida como pasaje a la gloria sino como mero profesionalismo. El credo del Hollywood clásico, el de Howard Hawks, Sam Fuller o Don Siegel. Esto funciona, con sus limitaciones (que Harvey Keitel se luzca aquí tan poco como Jon Bon Jovi demuestra que Mostow no es un gran director de actores) hasta que la misión se cumple. Mostow sabe sostener el suspenso y sabe crear tensión y descargarla, como lo demuestra la excelente secuencia del abordaje. Por otra parte, nunca pretende otra cosa que la máxima eficacia narrativa, renunciando sabiamente a toda inflación heroica.
Lamentablemente, el realizador no resulta tan bueno a la hora de escribir el guión, y a media película parece haber disparado ya todos sus cohetes. De allí en más, todo es un estirarse en el que las limitaciones quedan más expuestas. Véase, sin ir más lejos, el “revoleo de lengua” alla Ramón Ortega, al que acude el protagonista, Matthew McConaughey, como modo de “actuar” desesperación. Aún así, siempre será preferible una película como U-571, que al menos tiene la virtud de una total falta depretensiones, ante todos esos superinflados Armaggedones o Godzillas que andan dando vueltas por ahí.

Un regreso a las fuentes del viejo melodrama chino

Por Luciano Monteagudo

Es curioso comprobar de qué manera la obra del director chino Zhang Yimou, de quien hace apenas un par de meses se pudo ver su film inmediatamente anterior, Ni uno menos, ha venido oscilando estilísticamente, como si quisiera encontrar un rumbo que –a pesar de la ristra de premios que nunca dejó de cosechar en los principales festivales internacionales– da la impresión de haber perdido. En este sentido, El camino a casa, tal como indica su título, pareciera un regreso de Yimou a sus comienzos, a un tema simple y emotivo como el de su primer largometraje, Sorgo rojo (1989), desarrollado con la grandiosidad visual que le es habitual. Aquí se trata, como en aquella recordada ópera prima, de una historia de amor, un amor que debe sobreponerse a las contingencias de su época. Corren los últimos años de la década del ‘50: a un pequeño pueblo aislado del mundo llega el nuevo maestro de escuela y una de las muchachas del pueblo se enamora perdidamente de él. Pero el romance –apenas en ciernes– es interrumpido cuando el maestro es reenviado a la ciudad por oscuros motivos políticos. Cuando después de dos años de ausencia el maestro vuelve al pueblo, la pareja ya no se volverá a separar.
La historia está contada a la manera de un gran flash back por el hijo del matrimonio, que llega al pueblo para asistir al entierro de su padre y acompañar a su madre, que exige que el féretro –a pesar de la nieve y la distancia– sea cargado a pulso hasta la tumba, respetando unas tradiciones de las que ya nadie se acuerda. Ese enfrentamiento entre lo arcaico y lo moderno, entre tradición y actualidad, que suele ser una constante en la obra de Yimou, vuelve a estar en el centro de su nueva película. Significativamente, Yimou filma el presente en un triste, agobiante blanco y negro, y la historia de amor del pasado en una deslumbrante fotografía en color, una paleta que se despliega todo a lo largo y a lo ancho de la pantalla cinemascope, como si quisiera sugerir no tanto que todo pasado fue mejor, sino en todo caso que la memoria suele embellecer y magnificar aquellos momentos de intensidad de una vida.
Es claro que El camino a casa es un film lírico y romántico de una manera muy simple y hasta convencional, como si el director hubiese querido encontrar con esta película un público más amplio que aquel que pudo haber apreciado Ni uno menos, su película inmediatamente anterior. Allí como aquí, la enseñanza en remotas zonas rurales vuelve a ser una inquietud crucial en el film. Para Yimou, gran parte de la población china de hoy está preocupada por problemas materiales, por ganar dinero, por hacer negocios, y le da prioridad a lo superficial por encima de lo esencial. Si antes la Revolución Cultural –que Yimou sufrió en carne propia– desvalorizó la tarea intelectual, ahora esa devaluación corre por cuenta de las reformas políticas y económicas que corren el riesgo de entronizar al mercado como una nueva deidad, tal como Yimou ya lo planteó también en otro de sus films más recientes, Keep Cool (1997), no estrenado en Argentina.
La diferencia entre estos films y El camino a casa pasa en todo caso por una cuestión de estilo. Mientras Keep Cool utilizaba una dinámica claramente inspirada en el cine hiperkinético de Wong Kar Wai y Ni uno menos acusaba una deuda de honor con los modos de apresar la realidad que introdujo el cine del iraní Abbas Kiarostami, en El camino a casa Yimou parecería retomar la tradición del viejo melodrama. En todo caso, lo que nunca cambia en la obra de Yimou es su determinación por hacer de la mujer –que hasta La reina de Shanghai siempre tuvo un único rostro, el de Gong Li– el núcleo dramático de sus films. Históricamente relegada de su sociedad, pareciera que a la mujer china todo siempre le ha resultado mucho más difícil. Pero, como lo vuelve a señalar El camino a casa, de esas dificultades supo sacar una energía y una voluntad que la convirtieron en una fuerza social extraordinaria, de la que Yimou no cesa de dar cuenta.

“LOS QUE ME AMAN TOMARAN EL TREN”
Misterio en tres actos

Por Martín Pérez

Un viaje en tren, un entierro y una noche en vela en una casa de campo. Esos son los tres actos de Los que me aman tomarán el tren, un film cuyo seductor título resume todo lo que tiene para ofrecer el ampuloso director francés Patrice Chereau en este dogma sin dogma, si se tiene en cuenta que se trata –al menos durante el brillante primer tercio de su rodaje– de un film realizado cámara al hombro en un tren París-Limoges, y que su trama es un endiablado laberinto de amores y odios, un melodrama familiar que resultó ser el género por antonomasia de los daneses dogmáticos anti-género.
Responsable de la tan orgullosamente francesa La reina Margot y dedicado a adaptar el libro Intimidad –del británico Hanif Kureishi– como siguiente paso fílmico, Chereau es un director que apuesta por la forma antes que por el fondo. Y su film termina cayendo en su trampa, dado que en el momento de desplegar todos sus misterios –durante el viaje en tren que explica su título y presenta a los personajes– la forma permite disfrutar de tanta información escamoteada entre el vértigo de una seductora cámara en mano y una impactante banda de sonido que incluye a Jeff Buckley y Massive Attack y anuncia el nivel de emoción que el film necesita para funcionar como tal.
Tan tramposo y manipulador como el desaparecido protagonista –un “baconiano” pintor bisexual interpretado por Jean Louis Trintignant–, Los que me aman... apunta a la emoción de ir descubriendo trama y sentimientos. Y por eso mismo es que funciona en tanto y en cuanto Chereau se instala en un ámbito que no le es propio –la cámara en mano– para comenzar a (des)enredar su pasado. Una historia de revelaciones íntimas que recuerda al más reciente cine francés –el del último Oliver Assayas, por ejemplo–, que juega a la sensibilidad al límite, pero que se detiene justo cuando el tren llega a su destino, y llega el momento de completar el rompecabezas sentimental que sedujo cuando había piezas faltantes pero que se termina mucho antes de que lleguen los títulos.

 

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