EXCITACIONES
Cada día asoma una nueva punta en la pústula de la corrupción política. La indignación moral ante las primeras evidencias, debido a las sospechas de impunidad y a la acumulación de pruebas, se vuelve, simplemente, asco. El Senado nacional heredó el emblema del desprestigio público que mereció hasta su clausura el Concejo Deliberante porteño. Dado que los senadores actuales terminarán su mandato en un año más y que la mayoría no podrá regresar si los que hoy los repudian mañana no los votan, bastaría con sentarse a esperar para que el problema desaparezca, pero no es el único cuerpo infectado de la República. Ni siquiera es una restringida cuestión de moral, como si se tratara de asuntos de religión o de vidas privadas.
La trama del delito y la política, cuando adquiere este espesor, prostituye el sistema de representaciones y enajena el sentido del voto ciudadano, porque la soberanía popular queda subordinada al monto de la coima (también la que se ofrece a los votantes).
Así como hubo corruptos en todos los regímenes conocidos, también la sociedad siempre necesitó ponerles límites para mantener la funcionalidad esencial del sistema. La megacorrupción nacional ya no es funcional a nada útil, entre otros motivos principales porque actúa como una traba objetiva, material, a la estabilidad política, al ejercicio del comercio y al progreso social. Esta frase puede parecer una abstracción, hasta que se confronta con la reacción corporativa de los bloques mayoritarios del Senado, que no han vacilado en usar con desfachatez cualquier método, incluidas las amenazas y el chantaje, que los provea de inmunidad y detenga toda investigación. Una advertencia para indiferentes y escépticos: en las condiciones de Argentina, la degradación insoportable que no se detiene a tiempo provoca enormes costos, equivalentes a un desastre natural.
¿Acaso es imposible llegar �hasta las últimas consecuencias�? Depende, antes que nada de dónde se coloque el sitio de �las últimas consecuencias�. Ese límite no depende de ningún �liderazgo moral�, más propicio para fundar una secta confesional que para gobernar la democracia capitalista, sino del ancho y la profundidad del acuerdo nacional alrededor de un programa compartido. Este plan incluye pero no se agota en la transparencia administrativa, puesto que hasta los cementerios pueden gestionarse con cuentas limpias y ordenadas. Ese plan de coincidencias básicas debería reflejar, en trazos definitorios, cuál es el país que pueden construir los argentinos, para que cada uno sepa discernir un posible espacio propio en la tarea colectiva. La definición primera corresponde al Gobierno, ya que para eso fue elegido y porque, a esas metas, corresponderán los aliados que convoque. La indefinición vigente sólo produce más confusión, porque en el vacío todo es posible, hasta el retorno de Cavallo al gobierno. Nada en limpio puede emerger de un diálogo pensado como gimnasia física, en el que un día está Menem y al siguiente Martínez de Hoz, mezclados con representaciones obreras como la CTA. Si alguien puede obtener un promedio válido de ese arco, que dé un paso adelante para conocer al nuevo Mesías.
La incertidumbre y la desesperanza que desarraiga y atormenta a los ciudadanos no es una cuestión de prontuarios sino de expectativas. Para decirlo sin tantas vueltas: nadie se desvela porque los senadores vayan presos, pero hay millones sin dormir porque no saben si mañana conseguirán trabajo o podrán alimentar a sus familias. Más claro: los corruptos deben ir presos y sus bienes confiscados, pero aun así no terminará el drama de los catorce millones de compatriotas que viven por debajo de la línea de pobreza. En el �Contrato con la sociedad� que rubricaron Fernando de la Rúa y Carlos Alvarez antes de asumir, se obligaron a procurar seis objetivos, uno de los cuales, el quinto, era �Un Estado sin corrupción�. Los otros cinco eran éstos: �pleno empleo�, �igualdad de oportunidades�, �la mejor educación�, �la salud como un derecho� y �una comunidad sin miedos�. Estas seis metas podrían ser �las últimas consecuencias� y ya es hora que el Gobierno le diga al país, aunque sea a sus votantes, cómo hará para llegar hasta ellas.
A medida que pasa el tiempo, más gente comprende que el Presidente es lo que aparenta, ni más ni menos, pero aquel �Contrato� lo firmó sin más coacción que su propia voluntad de ganar las elecciones. Ahora tiene dos caminos posibles: cumplirlo o decirle al país, como hizo Menem, que era mentira porque �si decía lo que iba a hacer nadie me hubiera votado�. Si sus colaboradores dejaran de juzgar la conducta del vicepresidente o de intrigar para hacerlo a un lado, como si su sombra fuera el motivo de la opacidad presidencial, y dedicaran los talentos que pudieran tener a facilitar el cumplimiento de la palabra empeñada, la democracia no estaría tan sofocada por todas las porquerías que no termina de vomitar. ¿Por qué será que cuando las encuestas daban bien, el coro de adulones alababa las virtudes del favorecido y sus propios ingenios, pero cuando dan mal, como sucede ahora, la culpa siempre es de otro?
Alvarez, por supuesto, es un político: vigoroso, testarudo, desconfiado, astuto, con inteligencia y sentido popular y un puñado de premisas personales que le otorgan sentido a sus conductas. Es decir, no está en el sitio que ocupa porque alguien se lo haya regalado. No es Teresa de Calcuta, claro, pero este año fue más leal a De la Rúa que a muchos de sus partidarios, ni tampoco es Alejandro Gómez, el vicepresidente de Frondizi, al que tumbaron de mala manera acusándolo de conspirar contra el Presidente para dejarlo en soledad, aislado de sus verdaderos amigos. Si alguien se siente tentado a repetir historias, deberían repasar los hechos, porque toda esa maniobra terminó en más debilidad para Frondizi. Sólo la ceguera de los conservadores puede hacerles pensar que el problema del gobierno es Alvarez, cuando el problema es el país sumido en la injusticia más flagrante. Tampoco los progresistas pueden esperar que Chacho reclute a Fernando para las ideas del Frepaso, salvo que crean que un camello puede pasar por el ojo de una aguja. Esto es una alianza, como su nombre lo indica, que supone acuerdos y tensiones permanentes, con ambigüedades siempre latentes, incluso la posibilidad de la ruptura.
Lo que inclina a la nave hacia un lado o hacia otro es el peso de la carga sobre el timón, o sea la capacidad que tenga la sociedad de presionar en un sentido o en otro y la relación de fuerzas entre los conservadores y los progresistas. Esas condiciones son siempre dinámicas, en movimiento constante, pero eso no significa necesariamente que el país no pueda tener rumbo o que navegue a oscuras y sin brújulas, improvisando un destino a cada rato, a veces dos o tres por día. Si estas definiciones estuvieran claras y firmes, todo lo demás sería más interesante y hasta más entretenido. Argentina no es Nepal, como bien le dijo la CTA al Presidente: el ingreso per cápita anual es de poco más de ocho mil dólares, de modo que no hay razón para tanta pobreza si no fuera porque esa riqueza está mal distribuida. El INdEC, voz oficial de las estadísticas, sostiene que con 2640 pesos al año una persona puede comprar una adecuada canasta de consumo y le quedaría resto para invitar a otras dos si recibiera el ingreso anual promedio. Hay bibliotecas enteras que podrían citarse en apoyo de la distribución progresiva del ingreso, con ricos menos ricos y pobres menos pobres, hasta equilibrar como se debe. Pensar en esa posibilidad, y hacer fuerza por ella, la verdad, es más excitante que hablar todo el día de la cueva de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones (aunque ahora sean algunos más). Como decía el médico que imaginó Albert Camus en La Peste: �Uno se cansa hasta de la piedad, cuando la piedad es inútil�.
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