Por S. M. Desde Beijing, China Los chinos miraban como miran los chinos, con ojos inescrutables. A veces reían, otras se sorprendían ante la presencia de un grupo de occidentales que se metieron en los barrios abigarrados de trabajadores, barrios ancestrales en peligro de extinción inminente. Aníbal Ibarra y su comitiva, impulsado por los periodistas que cubren la gira �este cronista entre otros�, se internaron en el hutongs de Beijing, una serie de laberintos de material que serpentea detrás de los monumentales edificios de las avenidas, muestra de desarrollo, crecimiento y dinero del capitalismo, a escasos metros. Mejor dicho, a escasos pasos. Siguiendo los consejos intencionados, el jefe de Gobierno se lanzó a las calles internas de Beijing, tras romper el protocolo que por la tarde lo llevaría a la Gran Muralla y, luego, a cenar en el corazón del Palacio de Verano de los últimos emperadores. Nueve occidentales caminaban por las callejas estrechas, tanto que extendiendo los brazos se tocaban con facilidad ambas paredes. Pequeños comederos donde el menú tiene precios de centavos y la limpieza no es prioridad, peluquerías de tres metros cuadrados en las que, antes del corte, las coiffeurs hacen masajes en el cuello a la concurrencia masculina, patos muertos colgados, para macerarse con el aire, listos para ser laqueados, carros llenos de carbón que traban los giros, autos que se aventuran a quedar varados y chinos, muchos chinos, vestidos de todas las formas, atraviesan las callejas formadas por paredones grises, desde donde se asoman los zaguanes que dan a patios internos que estallan como racimos para dar lugar a puertas de las casitas, mínimas, donde vive la población. Va a durar poco. Ya los están demoliendo y mudando a sus integrantes a modernos edificios en otra parte de la ciudad. Los hutongs se van. Resistieron durante siglos, como todo en China, pero les llegó su hora. Volviendo sobre sus pasos, Ibarra y sus acompañantes presenciaron cómo, en pocos metros, cambia el paisaje: la China profunda a un lado, la China capitalista conducida por un puñado de hombres que toman todas (todas) las decisiones, de otro, a veinte metros. Al mediodía, la Gran Muralla. Cinco mil kilómetros de pared de roca construida durante 2000 años. El primer emperador la comenzó en el 200 antes de Cristo. El último, hace doscientos años puso la última piedra. En el medio, destrucciones, reconstrucciones, invasiones de los mongoles y los unos, y contingentes de 100.000 hombres que cada tres meses eran repuestos, los que quedaban de ellos, para seguir construyendo una de las grandes maravillas del mundo. Los chinos no tienen paciencia. La globalización los ha cambiado y perdieron esa característica que los hizo más famosos. No tienen paciencia, menos aún cuando deben ajustarse al protocolo. Las delegaciones de alcaldes debían partir y fueron literalmente arreados a las combis para llegar a la próxima cita, el Palacio de Verano. Los hombres que conducen este país son de soluciones rápidas. Ya que no se admiten retrasos, ya que ellos son poderosos, todas las autopistas de la ciudad y la larga que conduce por 70 kilómetros a la Gran Muralla, fueron cortadas para que pase la larga caravana de camionetas que llevó a los alcaldes y sus comitivas. Imagínese el lector que, para favorecer los traslados de una visita, las autoridades argentinas cortasen la 9 de Julio, las autopistas internas de la ciudad, y la Panamericana hasta Zárate en hora pico. Pues bien, los chinos lo hicieron ayer, seguramente lo han hecho antes y no hay dudas de que lo harán cuantas veces consideren que un huésped debe llegar a horario, según fija el protocolo. La comitiva llegó a horario al Palacio de Verano, obviamente. Un lugar con palacios diseminados en 290 hectáreas, con lago propio que ocupa el 70por ciento de esa superficie, con embarcaciones para trasladar a las visitas a los templos budistas. Una exageración. Una exquisitez. Un capricho imperial (otro más). Cuando todo terminó, la cena, el show de magia, equilibristas, música y baile, en segundos los huéspedes estaban nuevamente en sus combis. Todo el trazado urbano hasta el Hotel Beijing, en el centro de la ciudad, estaba tomado por uniformados. Una vez más, la comitiva llegó a tiempo. Pero esta vez, no era hora pico.
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