Por Miguel Bonasso
El próximo 9 de octubre comenzará en esta ciudad un juicio oral de trascendencia internacional que se ha venido demorando durante 26 años: el proceso por el asesinato del ex comandante del ejército chileno Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert, perpetrado en Buenos Aires el 29 de setiembre de 1974. En el debate oral sólo habrá un acusado: el ex espía de la DINA chilena (Dirección Nacional de Inteligencia) Enrique Lautaro Arancibia Clavel, que participó en otras acciones terroristas de la extrema derecha como el asesinato del antecesor de Prats, el general legalista René Schneider. No lo acompañará �como se pensaba� el pistolero de la Alianza Anticomunista Argentina y agente del 601, Juan Martín �Cristo� Ciga Correa, sobreseído por falta de mérito en la etapa de instrucción que conduce la jueza María Romilda Servini de Cubría. Pero en la sala del Tribunal Oral Número 6 de esta capital se escucharán testimonios que vincularán con el crimen a la DINA, la CIA y la Triple A de José López Rega.
En la querella, participará el estado chileno y las tenaces hijas del matrimonio dinamitado con un coche�bomba: Sofía, María Angélica y Cecilia Prats Cuthbert. Chile estará representado por un abogado de fuste, el penalista argentino Alejandro Carrió. Las hijas del general por Luis Moreno Ocampo. Entre los numerosos testigos citados hay agentes de la CIA, la DINA y el FBI, y un policía argentino denunciado por Rodolfo Walsh como posible partícipe del atentado: el comisario retirado Juan Carlos Gattei. Otro dato de interés será la determinación de una posible asociación ilícita, materia en la que hay distintas opiniones de los miembros del tribunal. Paralelamente, la jueza Servini de Cubría continuará con una instrucción en la que están imputados, entre otros, el ex jefe de la DINA general Manuel Contreras y el propio Augusto Pinochet.
Crimen en setiembre negro
El asesinato del general Prats y su esposa vino a rematar un verdadero setiembre negro en el que la Alianza Anticomunista Argentina, la célebre Triple A, asesinó a decenas de personalidades de la izquierda peronista y no peronista. Aun en ese contexto de sangre y terror, el hecho se distinguió por su significación política internacional y su atroz espectacularidad: ambos cónyuges fueron destrozados por una bomba colocada en su auto cuando se aprestaban a ingresar en la cochera de su domicilio, en Malabia 3351 de esta capital. El poder del explosivo fue tal que el techo del Fiat voló hasta la terraza de un edificio vecino de ocho pisos de altura. Lo que no impidió al perito de la Federal Ricardo Gabriel Pezzani diagnosticar que era una �bomba de fabricación casera� y descartar que hubiera sido operada �a distancia�. No sería la primera ni la última falsedad de una investigación policial y judicial, determinada por la coyuntura política: el copamiento del poder en Argentina y Chile por parte de la ultraderecha fascista.
En ese marco, el ex comandante del ejército chileno durante el gobierno de Salvador Allende representaba un serio riesgo para la ofensiva reaccionaria que se iba imponiendo en el Cono Sur. Prats gozaba de prestigio en ciertos sectores civiles y militares, porque había sido un oficial legalista y moderado, que había buscado siempre la buena relación entre el Chicho y la oposición demócrata cristiana. Y algunos dirigentes que lo conocían bien, como el actual presidente de Chile, el socialista Ricardo Lagos, opinaban que podía ser una carta de recambio para oponer al sueño franquista de Pinochet, que empezaba a recortar el poder de sus socios de la Junta Militar.
�Pinocho� odiaba a ese general republicano, reservado y transparente, al que había adulado cuando era su segundo, hasta llegar al extremo de intentar colgarle �en una ceremonia íntima� una banda presidencial.Prats había subestimado la perversidad del adulador y no supo parar la conspiración que montaron contra él �las generalas�, las esposas de los protogolpistas, aun más feroces que sus maridos. Allende, por su parte, había cometido el error de escuchar en una cena a Pinochet y a los generales conspiradores, provocando el alejamiento del único que lo defendía con verdadera lealtad.
Cuando se produjo el golpe, Prats abandonó el país rumbo a la Argentina recibiendo el inmediato amparo del entonces comandante del Ejército local, el teniente general Jorge Calcagno, un oficial que había desafiado la doctrina contrainsurgente impuesta por Washington en la Junta Interamericana de Defensa. Una vez en Buenos Aires se instaló en un departamento en Palermo, en ese edificio de la calle Malabia donde hallaría la muerte y a través del ministro de Economía de Perón José Gelbard consiguió un trabajo en la empresa Gomalex. El anciano presidente lo recibió en audiencia durante hora y media, generando la apariencia de que la Argentina podía ser un refugio seguro. Sin embargo, el propio líder justicialista, en breves esquelas que le remitió más tarde, le sugirió que abandonara el país porque ni su autoridad podría servirle �de escudo�. Juan Perón debía saber de qué hablaba porque poco después los hombres que él había puesto al frente de la Policía Federal comenzaron a perseguir exiliados chilenos en directa complicidad con la DINA. El progresista Carcagno fue relevado por Perón y reemplazado por el conservador general Leandro Anaya. La protección de Prats fue derivada a la SIDE y al Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal que estaba a cargo de los comisarios Juan Carlos Gattei y Antonio Gettor. El encargado de protegerlo, por parte del Ejército, era el entonces coronel Reinaldo Bignone, futuro presidente de facto en la última etapa del Proceso. Bignone ha sido citado como testigo para la audiencia del 11 de octubre próximo, en la que coincidirá con dos comisarios de policía: Vicente Andres Brizio y el citado Gattei.
Cuando Perón murió arreciaron los seguimientos y las amenazas sobre el matrimonio que pensó seriamente en aceptar dos invitaciones para España e Inglaterra. Pero la embajada chilena les demoraba perversamente la entrega de sus pasaportes, sin negárselos frontalmente para no poner en evidencia lo que la dictadura pretendía: que Prats siguiera allí, en Buenos Aires, al alcance de la mano. A la embajada le dijeron �para despistar� que pensaban viajar a Brasil y, curiosamente, en una de las amenazas telefónicas que precedieron al atentado una voz chilena (que pretendía hacerse pasar por Argentina) le recomendó al general que �antes de viajar a Brasil� diera una conferencia de prensa anunciando que desistía de encabezar una rebelión contra Pinochet.
Calvario en dos ciudades
Para las hijas de Prats, que habían quedado en Chile, comenzó entonces un largo calvario en ambos lados de la cordillera. Por el lado chileno debieron resignarse a un funeral oscuro y cargado de hipocresías oficiales, muy distante de los honores que esperaban para un antiguo comandante del Ejército; por el lado argentino vieron cómo la policía y la Justicia actuaban con una lentitud y una torpeza que sólo podían servir para cubrir las huellas de los asesinos. El único consuelo que les restaba en la tragedia eran esas �Memorias� que el general estaba redactando y las hijas lograron rescatar en el departamento del crimen.
El primer juez del caso Prats fue Alfredo Nocetti Fasolino que en noviembre de 1975 archivó el expediente con el sello �Sumario sobreseído temporalmente�. En su excelente libro Bomba en una calle de Palermo (Editorial Emisión. Santiago de Chile 1987), los periodistas chilenos Edwin Harrington y Mónica González acercan un lapidario juicio de valor sobre la actuación de la Justicia argentina que vertió Eduardo AguirreObarrio, el primer abogado de las hijas de Prats: �Fue una vergüenza desde el primer momento�, empezando por la carátula �intimidación pública y daños�, que ocultaba el doble homicidio. El juez no citó a declarar al comisario Gattei que misteriosamente llegó a la escena del crimen cinco minutos después de la explosión ni dio importancia al testimonio de la vecina María Rufina Leyes de Trucco, que vio autos y personajes raros rondando la escena del asesinato y atestiguó sobre un estratégico apagón ocurrido antes del atentado que la dirección de alumbrado público admitió pero señalando que se había producido después, como consecuencia de la explosión.
Un atentado muy parecido
En 1976, cuando la propia Argentina cayó como Chile bajo el terror militar, se hacía cuesta arriba reabrir la causa. Pero el 21 de setiembre de ese año una noticia volvió a colocar a las hijas del general asesinado en el centro de la tragedia, al tiempo que les instalaba una intuición certera en la conciencia: una poderosa bomba, operada a distancia, había destrozado el automóvil en que viajaban por el Sheridan Circle de Washington el ex canciller de Allende Orlando Letelier, su asistente norteamericana Ronni Karpen Moffit y el marido de esta joven de 25 años, Michael P. Moffit. Letelier y Ronni habían muerto como el matrimonio Prats, pero Michael había resultado milagrosamente ileso, lo cual sugería la idea de una direccionalidad de la onda expansiva, prevista por los terroristas. Ellas, que no entendían nada de explosivos, supieron mejor que jueces y policías que se había utilizado un artefacto de características muy similares al empleado en el barrio de Palermo y empezaron a pensar, cuando aún no había datos oficiales, que podía tratarse de los mismos autores.
A fines de ese mismo año hubo un relevo en la Casa Blanca, adonde llegó el demócrata George Carter, con una política de derechos humanos que lo diferenciaba de sus antecesores republicanos, que habían patrocinado el derrocamiento de Salvador Allende. Era lógico que prestara atención a un atentado temerario, perpetrado en la avenida de las embajadas de Washington, que también le había costado la vida a una súbdita estadounidense. Dos hombres comenzaron a trabajar intensamente en el tema: el asesor jurídico del FBI en la embajada de Buenos Aires Robert Scherrer y el fiscal del caso Letelier, Eugene Propper. Las investigaciones producen resultados. Se descubre que en el atentado hay cubanos anticastristas vinculados con la CIA y un hombre que ha sido formado por la propia �Compañía� en el tema explosivos: Michael Vernon Townley, hijo de un agente de la Central que se desempeñó en Chile como gerente de la Ford. Michael y su mujer Mariana Callejas (con quien integró el grupo terrorista Patria y Libertad, que asesinó al general Schneider) han sido reclutados por la DINA �el 9 de junio de 1974� con los alias de Andrés Wilson Silva y Ana Luisa Pizarro Avilés. ¿Es un doble agente? ¿Trabaja con igual lealtad para Langley y para el general Manuel Contreras? El misterio persiste y habla de una sociedad que hoy niegan los protagonistas enfrentados. En el mismo barco de Townley hay otro agente de la DINA, el capitán Armando Fernández Larios. La Justicia norteamericana pide sus respectivas extradiciones, incluyendo la del poderoso �Mamo�, ese general Contreras que ha creado la DINA como una Gestapo que debe cimentar el poder absoluto de Pinochet. El dictador �apretado por Washington y por la conspiración de los �aperturistas� que lidera el jefe de la aviación Gustavo Leigh� cambia la sigla DINA por CNI y deja caer a Contreras, aunque no al punto de conceder su extradición. Sí, en cambio, se ve forzado a expulsar a Townley que viaja a Estados Unidos escoltado por el agente Scherrer. Allí se tejerá un acuerdo entre ambos gobiernos para que Townley destape lo que sabe del caso Letelier, a cambio de que deje en lasombra otros asuntos que conoce bien: como el atentado en Roma contra Bernardo Leighton y su mujer (que logran salvar la vida) y el asesinato del matrimonio Prats. Ese acuerdo es duradero: Townley tendrá una pena reducida y seguirá, hasta hoy, como testigo protegido. De nada le servirá a la Justicia argentina solicitar su extradición; Estados Unidos la negará a pesar de que habría sido quien preparó y colocó el explosivo en el auto de Prats. A pesar de que habría sido su mujer, Mariana Callejas, la que lo hizo detonar.
El espía de la DINA
El de 1978 es un año clave en el caso Prats, no sólo por las revelaciones acotadas de Townley sino por otro hecho relacionado estrechamente con el juicio oral que comenzará el 9 de octubre: la primera detención en la Argentina del acusado Enrique Lautaro Arancibia Clavel.
El conflicto del Beagle ha ido escalando, ambos países parecen al borde de la guerra y los servicios argentinos arrestan a un grupo de espías chilenos, que trabajan con distintas coberturas, la empresa de aviación chilena (LAN) o el Banco del Estado de Chile donde simula trabajar el agente de la DINA Arancibia Clavel. Los hombres del 601 y de la SIDE conocen bien a este espía que ha sido aliado en el Plan Cóndor y ha organizado uno de los operativos de despiste e intoxicación más repugnantes de la guerra sucia: la Operación Colombo. El blanqueo de 119 desapariciones ocurridas en Chile, que se hicieron pasar como �ajustes de cuentas entre subversivos� al otro lado de la cordillera. Los interrogatorios muestran su vinculación estrecha con Townley, con el que ha operado en Patria y Libertad. El gringo, incluso, le ha fabricado una credencial con su nombre de fantasía: Luis Felipe Alemparte. Ambos trabajan a las órdenes del Mamo Contreras y sus lugartenientes: el brigadier Pedro espinoza, el jefe del Departamento Exterior, el entonces mayor y hoy general Raúl Iturriaga Neumann (alias �don Elías�) y el representante en Buenos Aires coronel Víctor Barría Barría. (Otro testigo del juicio oral al que probablemente resulte difícil llegar a verle la cara.)
Sin embargo, la valiosa información no es aprovechada por el nuevo juez del caso, Eduardo Francisco Marquardt, que comete extraños errores como ordenar la venta en subasta pública de una prueba clave, el destrozado Fiat 125. Al regresar la democracia, el caso Prats recala en el Juzgado Penal Número 1, a cargo del doctor Juan Eduardo Fégoli, quien tampoco logra llevar la investigación a buen puerto.
En 1990, la jueza federal María Romilda Servini de Cubría se hace cargo del Juzgado Nº 1 y del caso Prats. Simultáneamente, en Chile y en Italia aparecen revelaciones sobre los grandes atentados perpetrados en el exterior por la DINA: Prats, Letelier, Leighton. Con suficientes testimonios en la mano �la acusación que conducen los fiscales Jorge F. Di Lello y Jorge L. Alvarez Berlanda� acusan a Arancibia Clavel por homicidio agravado y por integrar una asociación ilícita; cargo este último que generará una polémica que continúa hasta hoy. La jueza Servini de Cubría ordena la captura del antiguo espía y tras un período en que permanece �en rebeldía� es apresado en 1996.
Con base en numerosos testimonios acusatorios y en el naufragio de su única coartada (que estaba en Chile cuando ocurrió el asesinato), el juzgado de instrucción eleva el caso a juicio, que estará a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal Número 6 de esta capital, integrado por José Valentín Martínez Sobrino, María del Carmen Roqueta y Horacio Alberto Vaccare. Los jueces Martínez Sobrino y Vaccare rechazaron inicialmente la acusación de asociación ilícita formulada por los fiscales de instrucción, pero la doctora Roqueta la apoyó y votó en disidencia. El tribunal superior (de Casación) le dio la razón. Esto abre interrogantes muyinteresantes: ¿fue la DINA una asociación ilícita?, ¿puede un tribunal argentino juzgarla pese al principio de territorialidad, basándose en que perpetró crímenes de lesa humanidad que son imprescriptibles?. ¿O la asociación ilícita fue más amplia e involucra a fuerzas argentinas y norteamericanas?
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