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LA PRIMERA EDICION COMPLETA DEL
 GRAN LIBRO DE JACOBO TIMERMAN SOBRE LA DICTADURA
Desde el costado absurdo de la humanidad

Timerman escribió en el exilio �Preso sin nombre, celda sin número�, el relato sobre su cautiverio durante la dictadura. El libro fue leído aquí primero en fotocopias que llegaron clandestinamente y luego en una versión pirata. Ediciones De la Flor acaba de publicarlo con otros dos textos notables: los que escribieron Arthur Miller y Ariel Dorfman cuando Timerman murió hace casi un año. A continuación, ambos prólogos y varios fragmentos del libro.

Jacobo Timerman, secuestrado en 1977, pasó treinta meses en un cautiverio que luego contó entre reflexiones autobiográficas.


Por Jacobo Timerman

t.gif (862 bytes) Me ordenan colocarme de espaldas a la puerta. Me vendan los ojos. Estoy �tabicado�, según la jerga policial. Me han colocado un �tabique� sobre los ojos. Me sacan de la celda. Recorro un largo trecho empujado por atrás y dirigido por alguien que cada tanto me toma por los hombros y coloca en la dirección que debo caminar. Doy muchas vueltas, pero mucho tiempo después, cuando estaba en arresto domiciliario, un policía comenta que seguramente el trecho que recorría era muy breve y que me hacían dar vueltas por un mismo lugar.
Oigo un rumor de voces, y tengo la impresión de que estoy en alguna habitación grande. Supongo que me harán desvestirme para una sesión de tortura. Me sientan vestido, sin embargo, en una silla, y atan los brazos al respaldo. Comienzan a aplicarme descargas eléctricas que me llegan a la piel a través de las ropas. Es muy doloroso, pero no tanto como cuando me acuestan desnudo y rocían con agua. Sin embargo, al sentir la descarga sobre la cabeza, pego unos grandes saltos y aúllo.
No hacen preguntas. Simplemente es una catarata de insultos de todo calibre, que sube de tono a medida que pasan los minutos. De pronto una voz histérica comienza a gritar una sola palabra: �Judío, judío... judío�. Los demás se le unen y forman un coro batiendo palmas, como cuando éramos niños y en el cine la película de Tom Mix salía de cuadro. Batíamos palmas y gritábamos �Cuadro... Cuadro�.
Están muy divertidos ahora, y se ríen a carcajadas. Alguien intenta una variante, mientras siguen batiendo palmas: �Pito cortado... Pito cortado�. Entonces van alternando mientras siguen batiendo palmas: �Judío... Pito cortado... Judío... Pito cortado�. Creo que ya no están enojados; se divierten.
Doy saltos en la silla, y aúllo mientras las descargas eléctricas continúan llegando a través de las ropas. En uno de los estremecimientos caigo al suelo arrastrando la silla. Se enojan como niños a quienes se les ha interrumpido un juego, y vuelven a insultarme. La voz histérica se impone sobre todas las demás: �Judío... Judío...�.

Le pregunto a mi madre por qué nos odian tanto. Tengo diez años. Vivimos en uno de los barrios pobres de Buenos Aires, en una habitación, mis padres, mi hermano, y yo. Hay dos camas, una mesa y un armario. Es un gran inquilinato y mi madre está preocupada porque somos los únicos judíos. Discute constantemente con mi padre, pero el alquiler de una habitación en el barrio judío ��la ciudad�, como dice mi padre� es mucho más costoso. Mi madre estima que es peligroso no tener amigos judíos.
Estamos en el patio, donde a cada habitación le corresponde un lugar para colocar su cocina. Las cocinas son una especie de estufas a carbón, a la intemperie, con espacio para colocar dos ollas. Cuando llueve se cocina dentro de la habitación, en un �Primus�. Acabo de regresar de la carbonería, coloco unos carbones sobre unos papeles. Mi madre prende fuego a los papeles porque un niño no debe jugar con fuego, pero soy yo el que trata de que el carbón se encienda con la ayuda de un cuaderno que utilizo para darle aire.
Hay una gran excitación en el inquilinato, porque este fin de semana comienzan los festejos del Carnaval. Pregunto a mi madre si puedo disfrazarme. No tenemos dinero para comprar un disfraz, ya lo sé, pero mi madre es una buena costurera. Toda la ropa que vestimos mi hermano y yo es cosida por mi madre, pantalones, camisa, ropa interior. Nos compran solamente las medias, porque los zapatos generalmente son regalo de mis primos ricos. Quizá mi madre pudiera confeccionarme un traje de payaso, de tela blanca. Podría utilizar una sábana vieja, de esas que coloca sobre la mesa, para planchar. También podría ser una capa de pirata, y luego pintarme el rostro con un corcho quemado. Es el año 1933, y hace cinco años que hemos llegado desde Rusia. Mi madre dice que somos nuevos en la Argentina, �verdes�, pero yo no me siento nuevo. Me habla en ídish, y yo le enseño español. Aprende, pero sigue hablándome en ídish y me llama �Iánkele�. Me avergüenza en todos lados. Pero la traducción al español también despierta sonrisas en la gente: Jacobo es muy judío. Un familiar le había aconsejado que me inscribiera con el nombre de Alejandro, cuando llegamos al país, pero mi padre se opuso.
No tendré disfraz de Carnaval, ni me permitirán jugar y festejar en la calle, porque según mi madre el Carnaval es una fiesta antisemita. La gente se disfraza para demostrar que los judíos no tienen patria, y que están dispersos en todas las naciones, y que visten con la ropa de los demás pueblos. Pero, dice mi madre, si me quiero disfrazar, una linda fiesta para hacerlo y divertirse como gente honesta es Purim.
�¿Y de qué me voy a disfrazar en Purim?
�Te voy a disfrazar de Herzl o Tolstoy, que fueron dos grandes hombres. Irás con una hermosa barba, y mirarás con seriedad a todo el mundo. Y dirás algunas palabras de algunos de los libros que escribieron.
�Pero todos se van a reír de mí.
�Sólo los goim se van a reír. Los judíos no se ríen de la gente inteligente y estudiosa.
�Madre, ¿por qué nos odian?
�Porque no entienden.

Estamos en la cárcel militar de Magdalena, en la provincia de Buenos Aires. Me someterán a un Consejo de Guerra presidido por un coronel del Ejército, e integrado por dos oficiales de cada una de las tres armas. Por lo tanto, antes de comparecer, debo permanecer en un penal militar.
En la hora del baño, como estamos incomunicados, nos dejan llegar hasta las duchas solamente de a uno. Pero a veces la guardia se fatiga de tanto control: abrir una celda, llevar al preso hasta la ducha, esperar hasta que se bañe, volver a llevarlo hasta la celda, cerrar la celda, abrir otra celda... Entonces el guardia pasa por la galería, abre todas las celdas, nos indica que nos quedemos aguardando desnudos junto a las puertas, y nos organicemos para ir a las duchas de a uno.
Cuando hace esto, el guardia pasa frente a un anciano judío y le hace una broma sobre su pene circunciso, su pito cortado. El judío sonríe también, y se sonroja. Pareciera pedir perdón. O por lo menos al guardia le parece eso, y le hace un gesto de que no tiene tanta importancia. El viejo me mira, vuelve a sonrojarse, y me parece que trata de explicarme.
Son dos miradas sucesivas, en el mismo instante casi. El guardia supone que le pide perdón. Yo supongo que me pide comprensión. El guardia lo perdona, yo lo comprendo.

Un mundo de tribunales. Y un mundo de acusados. Tribunales civiles, militares, religiosos, todo ha sido juzgado, es juzgado y será juzgado. Y siempre, a través de la historia y del presente, he estado entre los acusados. Nunca juzgué a nadie, y nunca juzgaré.
¿En qué momento he asumido tanta culpa? ¿O quizás no la he asumido más que cuando me han señalado que era culpable? Entonces, ¿es un rol que me ha sido adjudicado, y mi orgullo me ha hecho asumir ese rol de pecador, o criminal, o simplemente culpable, para convertirlo en una virtud? ¿He asumido la culpa solo por la posibilidad o la vocación de convertirla en una virtud? ¿Es omnipotencia? ¿Es pecado de vanidad? ¿O es la tentación del delirio, el convertir el Mal en la dinámica que lleva al Bien, la exacerbación del Mal como la posibilidad más inmediata del Bien?
Sumar todas las víctimas y todos los victimarios da un porcentaje muy pequeño de la población mundial. ¿A qué se dedican los otros? Las víctimas y los victimarios, somos parte de una misma humanidad, colegas en un mismo esfuerzo por demostrar la existencia de las ideologías, los sentimientos,los heroísmos, las religiones, las obsesiones. Y el resto de la humanidad, la gran mayoría, ¿a qué se dedica?
En ese día de setiembre de 1977, ¿cuántos estamos sentados en todo el mundo en algún banquillo de acusados? ¿Cuántos son juzgados por lo que hicieron? ¿Cuántos son juzgados por haber nacido? Hace treinta y dos años y cuatro meses que ha concluido la guerra contra el nazismo, los criminales nazis han sido juzgados y condenados, el antisemitismo ha sido definido, explicitado, ubicado y maldecido. Y sin embargo, en esos mismos treinta y dos años y cuatro meses después, en la ciudad de Buenos Aires, sigo siendo un ciudadano bajo toda sospecha; queda evidenciado que he nacido en el costado inadecuado y absurdo de la humanidad.

 

 

EL PROLOGO DE ARIEL DORFMAN,
Mi primer encuentro, mi perpetuo encuentro

Cuando hablamos en público de Jacobo Timerman, las palabras que enseguida vienen a la mente, una y otra vez, son valentía, inteligencia feroz, honestidad y dignidad a toda prueba, y nuevamente valentía, siempre valentía, no sólo para confrontar a los opresores y poderosos de este mundo sino para enfrentar sus propios demonios interiores, una tarea que a menudo intimida más.
Para mí, sin embargo, Jacobo estará siempre identificado con otro tipo de virtud: la generosidad. Había en él una áspera amabilidad, que se filtraba por detrás de su rudeza, casi como si le creara cierto embarazo mostrar un rasgo que, en el mundo duro y desordenado que lo rodeaba, pudiera ser interpretado como debilidad. Pero era un hombre bueno y no podía evitar el ejercicio incesante de esa bondad. Me di cuenta de esto desde el comienzo, aquel día de diciembre de 1973 en el que entré a su oficina en La Opinión, el gran diario que dirigía en Buenos Aires. Yo acababa de llegar a la Argentina, huyendo a duras penas de Chile, con mi vida intacta, pero enloquecido de dolor por la destrucción de mi país. Enloquecido de dolor y menesteroso también: sin un hogar, una casa, un empleo, una tierra que pudiera llamar míos. Jacobo me había llamado pocas horas después del aterrizaje de mi avión y me había pedido que lo fuera a ver. Unos días después, en su oficina, dijo que quería ofrecerme un trabajo.
¿Podría yo escribir una serie de cuatro artículos sobre mi experiencia en la embajada argentina en Santiago, donde había buscado asilo pocas semanas después del golpe? �Un millar de refugiados de toda América latina apiñados en la residencia del embajador�, dijo Jacobo, �deben haber sucedido muchas cosas interesantes�.
Tenía razón, como habitualmente la tenía en materia de periodismo. Habría constituido una desgarradora crónica de una revolución derrotada y su resaca triste, sus héroes, su desesperación. Pero luego de una larga pausa dije que prefería no hacerla, que sentía que sólo podría escribir lo que había sucedido dentro de esa embajada si contaba toda la verdad, para loa cual no era el momento: estaría exponiendo un costado sucio y desdoroso de nuestra agobiada identidad a los ojos del mundo, y creía que eso distraería de la lucha contra Pinochet y su Junta. �Respeto su decisión�, contestó, �pero opino que siempre es necesario contar toda la verdad, y que eso es necesario ahora mismo: nunca debemos subordinar esa necesidad a ninguna causa, por noble que fuere�. Recordaría sus palabras pocos años después, cuando él publicaba los nombres de los desaparecidos en la primera plana de su diario; y muchos años después, cuando escribió su libro sobre Israel, una y otra vez recordaría sus palabras.
Pero estoy hablando de su amabilidad. Cuando me levanté para irme, me detuvo. �Ya que estamos, Ariel�, dijo, �ese premio que obtuvo aquí� �se refería a una novela que había salido finalista en el Concurso Internacional que La Opinión había organizado con Sudamericana pocos meses antes�, �quiero que sepa que nunca pensé que la recompensa fuera suficiente�. O puede ser que haya utilizado la palabra �justa� o �adecuada�. Lo que tiene importancia es lo que agregó, de modo bastante informal y como si fuera insignificante: �Sólo quería hacerle saber que tiene un cheque por 500 dólares en la Administración. Puede pasar y retirarlo ahora�.
Así era Jacobo. Había encontrado la forma de aliviar mi incomodidad financiera inmediata, ayudándome a salir del apuro por los próximos meses, con una cantidad de dinero que en la Argentina de esa época era considerable, y lo había hecho de un modo que no me humillara. Y había retenido la información hasta el final de la charla, de modo que no me sintiera presionado a aceptar su propuesta periodística, así no tenía que escribir lo que me pedía cumpliendo una deuda de agradecimiento. El cheque estaría allí, cualquiera que fuere mi respuesta habría que dársela yo desde una posición de libertad e igualdad. De manera que ese primer encuentro con Jacobo Timerman no solamente me reveló la compasión y benevolencia de un hombre, sino que contiene la clave de algo que tuvo consecuencias de largo alcance en la historia de América latina. Su deferencia hacia mí, su confianza en mi opinión e independencia, sin importarle la medida en que pudiera discrepar él de mis conclusiones, me revela hoy, tantas décadas después, cómo se manejaba Jacobo para formar a mujeres y hombres jóvenes que habrían de convertirse en los mejores periodistas de la Argentina; aquellos que, en los últimos diez años, forjaron la columna vertebral del país, al investigar los horrores del pasado y denunciar la corrupción del presente. Ese es su perdurable legado.
Una nota final. La vez siguiente que nos encontramos, le agradecí su solidaridad. Hizo un gesto de impaciencia. �Nunca vuelva a mencionarme eso en mi vida�, dijo, y su voz sonaba casi enojada.
Hice lo que me pidió. En todos nuestros años de amistad, aunque les mencioné el episodio a muchos otros, nunca volví a hablar con él directamente acerca de ese acto de generosidad.
Ahora, creo, ha llegado el momento de desobedecerle.
Ahora puedo decirle, llegando a él más allá de la muerte: Jacobo, gracias, no sabes cuánto te agradezco lo que hiciste por mí, por todos nosotros.

EL PROLOGO DE ARTHUR MILLER ,
Jacobo Timerman

Nunca conocí a nadie como Timerman. He conocido cierto número de rebeldes y revolucionarios, y hacia algunos de ellos profesé profundo respeto y un afecto personal. Y también hacia todo hombre o mujer que se hubieran comprometido con la verdad y la justicia. Pero en mayor o menor grado esas personas adherían más profundamente a un partido, a un credo o, al menos, a un grupo que pensaba de modo similar y creía que haría mejor al conjunto de la humanidad si, simplemente, pudiera tomar el poder. Daban por sentado que el poder era la clave para la redención de la Humanidad: específicamente, el poder de la gente buena sobre la mala.
Nunca traté este tema directamente con Timerman, pero creo que refleja su pensamiento decir que precisamente el poder era aquello de lo que más desconfiaba. No se trataba de que se hubiera apartado de él: en realidad, como hombre exudaba poder, sus certezas y su coraje. Más bien trataría de imponer cláusulas estrictas en extremo a cualquiera que ejerciera el poder sobre otros; la más importante de ellas: que no mintieran. Timerman tenía problemas con todo el mundo y por la misma única razón: no podía tolerar la mendacidad en los poderosos. 
Esto no era una pose, una actitud, una preferencia: para él, constituía el oxígeno de la política humana, sin el cual todas las buenas intenciones imaginables no eran sino ramas muertas en el árbol de la vida. Una consecuencia de esto era que en su presencia uno tendía a reexaminar sus propias presunciones y creencias. Era un recordatorio vivo de que los profetas reales son irritantes y no mensajeros de confianza. Decía las cosas como eran, ya fuera en la Argentina, Israel, Europa o los Estados Unidos. Tenía un estándar de ética que nadie ha sobrepasado y que pocos alcanzaron. Timerman fue un don para el mundo, que sólo raramente supo cómo aceptarlo con gratitud. Este fue un hombre justo

 

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