Los
Viajes de Calwaro
Por Juan
Sasturain
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De regreso, Gulliver comprende que si la sociedad natural puede
ser alcanzada, ello sólo será posible por alguna especie
de animal como el houyhnhnm, que posee una genuina razón y no necesita
disciplina del Estado o de la Iglesia.
Northrop Frye
Habituados al maltrato, la idealización o la condescendencia, pocos
nos han visto con la justeza del viejo, excesivo Jonathan Swift; así
lo comentábamos con algunos ocasionales compañeros de salto
y caballeriza en Sydney. Es bueno encontrar interlocutores válidos
y debo reconocer que suelo no tenerlos. El viaje ha sido en este sentido
como los de Swift revelador. He podido ver hasta dónde
llega la tontería, la locura, la impunidad, el egoísmo y
la grandeza, incluso de los humanos puestos a competir. También,
reconocido por una vez como Calwaro, el caballo del jinete argentino
Martín Dopazo he sentido, más allá del decimooctavo
puesto que puede hacer sonreír a los irónicos de siempre,
que he alcanzado una meta personal. No el bronce que muchos caballos
de estatua han conseguido en pedestales múltiples sino el
desarrollo de la plena equidad, esa palabra que nos define en todos los
sentidos.
Sé de dónde vengo. Y a dónde tengo que volver. Por
eso, sinceramente, puedo confesar que nunca pensé, cuando nací
en un oscura caballeriza de Palermo, que el azar y cierta destreza saltarina
cultivada por disciplinadas y sistemáticas rutinas, es cierto
me llevarían un día a conocer tan lejanas latitudes, a trotar
sobre arenas y céspedes rodeado de multitudes fervorosas, parajes
y ámbitos tan lejanos y diferentes de los acotados, íntimos
bosques porteños.
Porque acá donde me ven, lo mío no ha sido siempre la avena
tierna en la boca, el agüita fresca con vitaminas, el balanceado
importado, el colchón de plumas de esta Villa Olímpica equina
en el otro lado del mundo, un lujo que ni Bucéfalo en su mejor
momento. Por eso, oír relinchar a mi alrededor en todos los idiomas
cultos del globo, sentir sobre el lomo las sedas más sutiles y
en los ijares el estímulo incitante de una fusta de cuero de Rusia
no me afloja las herraduras ni me almidona las orejas. Nada de eso. Sé
cuál es mi lugar. Hay quienes eligieron en su momento otra vida
no hago nombres, los respeto y, ya retirados, se llenan la
boca y se les erizan las crines recordando cómo una tarde de domingo
en la tercera de San Isidro, y de regreso tras una atropellada triunfal,
sintieron como un baño de gloria el grito agradecido de la multitud,
la caricia de una mano femenina en el cuello, el beso cerca de la comisura
de la boca, Y dicen- que no hay nada como esa sensación.
No lo sé. Yo elegí otra cosa. Desde potrillo me resistí
siempre a la tentación del profesionalismo y sus colorines, del
espectáculo y el perverso juego de apuestas disfrazado de competencia,
de los riesgos de una vida siempre al límite en la que para uno
que accede a la fama se hace y hace millonarios centenares
pasan sin pena ni gloria, terminan en la más terrible oscuridad
cuando no en el matadero.
Si al estruendo de las multitudes y la histeria desaforada de la competencia
por dinero preferí la sobriedad de los torneos casi íntimos
endiscretos ámbitos de silencio ritual fue porque siempre mantuve
una línea de conducta, una convicción firme: nadie me cambió
el paso ni me sacó de la huella; y supe corcovear cuando fue necesario.
No gana el que llega más rápido sino que llega más
alto, fue mi lema. Y Dopazo si se bajara del caballo (es un decir)
sabría reconocer que siempre he dado todo sin pedir nada. Y nunca
lo dejé de a pie.
Por eso, desde ya que no voy a salir a repartir coces porque no
es de estilo a este nivel, pero espero que se me reconozca que hay
que tener los estribos bien puestos para no perderlos ante tanta bajeza:
lo de las yegüitas samoanas de trasnoche es un infundio. Nadie podría
saltar ni un banco de plaza sin una vida ordenada. Y en cuanto al suplemento
estimulante que se habría entreverado en eventuales terrones de
azúcar con que se nos premia entre vuelta y vuelta, no cabe ni
una contestación. Es confundir la competencia olímpica con
el circo. Y yo salto, compito; no actúo ni divierto... Mi ámbito
es un estadio, no una carpa.
Dopazo mismo, que aunque se la lleva de arriba literalmente, tiene la
decencia de acordarse de que no pasa solo sobre las vallas, ha sido el
primero en salir al cruce de esos rumores: A Calwaro lo conozco
bien; pondría las herraduras en el fuego por él me
han dicho que dijo. Aunque ante la prensa se haya limitado a hablar de
mí refiriéndose a el caballo como si no tuviera
nombre mientras me dice Calwy y otras cosas en la intimidad.
Por eso, pese a todo, creo que mi destino no será anónimo,
que la equidad se impondrá y mi nombre perdurará junto al
suyo, no como sucedió con el teniente Moratorio, del que no se
sabe si corrió sobre un caballo de verdad o un anónimo monigote
malpintado de calesita.
Pero desde ya cabe advertir a los simplistas que, si no ha sido fácil
lo que pasó, menos será lo que vendrá. Porque ya
me imagino lo que sucederá cuando en unos días de
regreso y sin periodistas en Ezeiza para mí, desaparecidos los
Juegos de las primeras planas de los diarios estemos otra vez en
casa y toda esta locura de los flashes, las ovaciones, el relumbrón
y las apariciones en la prensa y la televisión sean sólo
recuerdos. Sé lo que pasará. Ya me imagino las voces de
los establos habituales, los bufidos, la bosta dejada caer al pasar, las
breves coces a espaldas, el resentimiento mal digerido de los desconocidos
de siempre: Ahí va ese matungo que fue a hacer el ridículo
a Australia, ¿Qué te tocó en el avión,
ventanilla?, Che, Calwaro, ¿cómo hiciste para
zafar del antidoping con un Dopazo encima?... y los
relinchos vulgares, las pedorretas.
En la batalla por la plena equidad empieza por creer en nosotros mismos.
Y arriba los de abajo.
REP
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