Por
Fernando DAddario
Ismael Serrano nació en la zona sur de Madrid, más precisamente
en Vallecas, un barrio proletario con tradición combativa. Padre
periodista, madre funcionaria pública, estudios de astrofísica
(es lo más romántico de las ciencias físicas,
porque permite ahondar en los límites de la realidad, dice,
aunque reconoce un par de minutos más tarde, en la entrevista con
Página/12: aprendí más en la cafetería
que en el aula) dieron como resultado un artista difícil
de definir, un poco progre, un poco ingenuo, a veces racionalista y otras,
sujeto fervorosamente a los sueños. Y siempre setentista,
pero atado a la paradoja de generar más adhesiones entre adolescentes
románticas que entre jóvenes afines a su ideario político.
Ismael tuvo un hit hace tres años, Papá cuéntame
otra vez, grabado en su primer disco, Atrapados en azul, y desde
entonces quedó instalado como un cantautor sensible, que deja convivir
en su mundo la admiración por la iconografía progresista
(subcomandante Marcos, las Madres, Cortázar, los Mapuches, etc.)
y la realidad de estar jaqueado por un mercado discográfico voraz.
Un artista no tiene porqué ser un idiota, aunque te tratan
de una manera en que tranquilamente puedes llegar a serlo, reconoce
el cantante.
Serrano estuvo en Buenos Aires presentando su último CD, Los paraísos
desiertos, un trabajo en el que, además de revisitar la tradición
cantautora mediterránea (con obvias referencias a Serrat), se anima
a ensayar algunos acercamientos a lo afro (en la canción La
mujer más vieja del mundo), a lo latino (La casa encantada),
y hasta un levísimo toque jazzero (Una historia de Alvite).
Pero más allá de las mezclas, de los cambios y del inevitable
sabor confesional, Serrano asegura que canta sólo como terapia,
porque le tengo un miedo patológico a la soledad. No canto para
cambiar el mundo, porque no soy tan vanidoso ni tan pretencioso como para
pensar que una canción mía ni de otro músico puede
llegar a hacer una revolución. Pero si puedo conseguir que del
otro lado del océano, en Buenos Aires, haya un chaval que escuche
un tema y sienta que comparte mis ilusiones, mis dudas, mis temores, con
eso ya estoy hecho.
¿Siguen reivindicando el término cantautor?
No me desagrada que digan que soy un cantautor. Si Serrat, Aute,
Silvio, Woody Woothrie y Tracy Chapman lo son, cómo me va a molestar
a mí que me pongan allí.
Usted representa un ideario que tuvo mucha fuerza en los 70. ¿Qué
lo diferencia de los cantautores característicos de esos tiempos,
como Serrat y Silvio Rodríguez?
A nuestra generación, que también puede englobar a
Pablo Guerra, a Rosana, a la gente que escribe sus canciones, la diferencia
el desencanto. Pero también, después del desencanto, trabajamos
sobre una forma diferente de la esperanza. El fenómeno de los okupas,
por ejemplo, no viene solo: trae aparejado la necesidad de crear centros
culturales, y de generar modelos de autogestión. Además,
nosotros hemos crecido escuchando a U2 y, en mi caso, a El Ultimo de la
Fila y Radio Futura, y todo eso nos nutre sin que hayamos perdido el compromiso.
De todos modos, su caso parece una rareza en estos tiempos en que
se habla de una juventud desmovilizada...
Estoy hasta los cojones de que los sociólogos que dicen entender
la realidad actual hablen de una juventud idiotizada, responsabilizándola
de la frivolidad y del pasatismo que gobierna a la sociedad. La juventud
es muy heterogénea, no hay que olvidarse de las marchas anticapitalistas
en Seattle y en Washington, llenas de jóvenes que no creen ni en
los partidos políticos ni en las instituciones y que sin embargo
tampoco creen esa mentira del pensamiento único o de que la historia
ha terminado. Claro que también, así como hay jóvenes
que tienen inquietudes, tienes enfrente a mucha gente que pasa de todo,
individualista, a la que no le importa nada.
¿No lo asusta que quizás muchos de los que consumen
sus discos por algún hit aislado, pertenezcan a esa raza
de los individualistas?
Me sorprendería, pero de cualquier modo uno no puede hablar
de su público como de un patrimonio. No tengo claro quién
me escucha, y muchas veces uno canta para el que no lo escucha. Igual,
comprar un disco de un cantautor denota también algún tipo
de sensibilidad, aunque no haya absoluta concordancia ideológica.
El chaval que se pone la remera del Che sin saber bien porqué,
también está mostrando algo, que lo diferencia de la sensibilidad
del que se pone la remera con la svástica aún sin haber
leído Mein Kampf.
La naturalidad con la que usted aborda ahora otros ritmos, africanos,
o latinos, ¿no es una consecuencia positiva de la globalización
musical?
Claro, es lo mejor que nos deja este fenómeno que parece
borrar todas las fronteras. En la música está bien superar
las fronteras, porque ayuda al mestizaje cultural.
¿Se corre el riesgo de que, como en otros órdenes,
se uniformice la oferta musical y ese mestizaje se convierta en una hibridación?
El riesgo existe, por supuesto, porque el mercado facilita determinadas
pautas de consumo. El antídoto contra eso depende en este caso
del artista, que es quien debe abrirse a otras culturas sin perder la
propia, sin olvidarse de dónde viene. Ni la hibridación
ni el purismo absoluto conducen a algo positivo.
Con diferentes matices, tanto Sabina como usted en este disco, tienen
predilección por los perdedores. ¿Esos personajes son artísticamente
más interesantes?
De lo que se trata es de dignificar al perdedor, que, como decía
Benedetti, tiene una dignidad que el vencedor nunca podría alcanzar.
De todos modos, en este disco tengo una visión menos épica
de la derrota. Preferí bucear en luchas más anónimas,
domésticas, derrotas cotidianas, batallas que terminan convirtiendo
a los perdedores en especie de héroes, porque la derrota siempre
es relativa.
|