Por
Roque Casciero
Cuando uno veía jugar a Diego Maradona, tenía la impresión
de que el fútbol era fácil. El Diez hinchaba el pecho, mataba
la pelota, la acariciaba con el botín zurdo y la ponía ahí,
donde él quería. Podía quebrar la cintura y dejar
pagando a tres rivales con ese sólo movimiento, arrancar detrás
de la mitad de la cancha y esquivar ingleses como si fueran obstáculos
inanimados, o dejar solito a un compañero después de una
estupenda rabona. Cuando uno ve y escucha tocar la guitarra a Juanjo Domínguez
le sucede algo parecido. En la última fecha del ciclo Los
viernes, música, organizado por Página/12 y Buenos
Aires Música (programa cultural del gobierno porteño), más
de un asistente habrá pensado que no podía ser tan complicado
pulsar las seis cuerdas, si ese tipo que estaba enfrente movía
su mano izquierda por el diapasón como si fuera lo más natural
del mundo. El juninense, todo un personaje, tiró caños,
gambeteó, hizo taquitos en el área y salió siempre
con la pelota dominada, ya fuera en tangos, milongas, valses, zambas o
chacareras. Y siempre jugó sonó inevitablemente
en argentino, como El Diego. Hasta cuando estuvo en inferioridad
de condiciones, con una cuerda menos (producto de su vehemencia en la
digitación), recordó al Maradona con el tobillo destrozado
que apiló brasileños allá por 1990.
Por supuesto, tocar como Domínguez no es nada fácil: no
en vano se lo considera uno de los mejores guitarristas argentinos del
momento. En su currículum aparecen los nombres más dispares:
ha tocado junto a Chabuca Granda, Armando Manzanero, Roberto Goyeneche,
Lucho Gatica, Horacio Guarany, Rosamel Araya, Los Quilla Huasi y María
Martha Serra Lima, entre otros. Lo han elogiado colegas de la talla de
Paco de Lucía y Narciso Yepes. Este año publicó dos
álbumes: Mis tangos preferidos y Pájaro Chogüí
(éste último, junto al acordeonista Raúl Barboza).
Ambos se han convertido en favoritos de la crítica y, por lo que
se vio a la salida del concierto, en un puestito donde la gente se agolpaba
para comprarlos, también lo serán de todo aquel que le preste
atención a la música de Domínguez.
El recital comenzó con el guitarrista solo, en una impecable versión
de Cuando tú no estás. Siempre empiezo
con don Carlos (Gardel), explicó el músico. No
voy a hablar mucho, porque ustedes no vinieron a verme hablar y además,
si lo hago, me desconcentro. De ahí en más, salvo
para algunas aclaraciones que él creyó necesarias (por ejemplo,
para dedicarle Zamba de Juan Panadero a su autor, el recientemente
fallecido Cuchi Leguizamón), Domínguez se abocó a
lo suyo: tocar la guitarra. Se le unieron su hermano Raúl en guitarrón
y Beto Solas en cajón peruano para tres tanguitos canyengues,
de esos que son el pasaporte de los argentinos en el mundo: El
apache argentino, Unión cívica y El
arroyito.
Hay momentos en que a Domínguez se le va la mano literalmente
con el uso del trémolo o con sus solos rapidísimos y algo
efectistas, pero enseguida vuelve a crear armonías complejas que
llevan al deleite. El repertorio que presentó el viernes fue entrelazando
los géneros de acuerdo a sus simpatías: del tango pasó
al valsecito criollo, de allí a valses venezolanos, al folklore
latinoamericano, las zambas y chacareras y de nuevo al dos por cuatro,
para una aplaudidísima La cumparsita. Porque Domínguez
es un todo terreno, que también se luce en el tango.
Por ejemplo, con su conmovedora versión de Adiós,
Nonino, o con su impactante lectura de Quejas de bandoneón.
Desde hace un tiempo, Domínguez amenaza con retirarse cuando cumpla
los 50. Quiere pasar más tiempo con su familia y le teme a la tentación
económica de las presentaciones internacionales. Pero todavía
faltan dos años. Entonces, quienes coreaban Oh, oh oh oh
(¡como en Woodstock!) al final del concierto y todos los otros que
aman su música, tienen tiempo para convencerlo de lo contrario.
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