Freud, el coleccionista
Por Marcelo Justo
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En 1938, Freud sabía que la suerte estaba echada. En marzo, Alemania había anexado Austria y Hitler había sido recibido apoteóticamente en Viena. El 14 de mayo le escribe a su cuñada Minna, que había partido unos días antes a Londres, una carta reveladora. �Los primeros días de la próxima semana serán decisivos. La comisión que decidirá el destino de la colección vendrá a visitarnos.� La ansiedad es palpable. Las antigüedades lo habían acompañado a lo largo de su vida y ahora, su futuro, como el de Freud mismo, estaba en manos de las oscuras fuerzas que asolaban Europa.
El creador del psicoanálisis era un apasionado coleccionista de antigüedades. Las primeras las había adquirido en 1896, poco después de la muerte de su padre. Cuarenta años más tarde tenía unas dos mil piezas. Estatuillas, jarrones, relieves, arte egipcio, romano, griego y chino, abarrotaban su consultorio vienés y una sala contigua de la casa de Bergasse 19. Su biógrafo oficial, Ernest Jones, cuenta que Freud llevaba las piezas recién adquiridas a la mesa para contemplarlas mientras comía. En el escritorio de su consultorio, enfrente del célebre diván, donde escribió la mayor parte de su obra, estaban sus favoritas, con Palas Atenea en el centro. Algunas tenían más de tres mil años de antigüedad, todas poseían complejas asociaciones mitológicas y antropológicas. Según el biógrafo estadounidense Peter Gay: �Interrogar la colección de antigüedades nos permite acercarnos a la solución de ese otro enigma mayor, Freud mismo, el fundador del psicoanálisis, el buen burgués decimonónico que subvirtió la misma filosofía que lo constituía�.
Esta pasión de coleccionista provenía en parte de la época. A partir de 1873, con el descubrimiento de la ciudad de Troya, la arqueología replantea las fronteras que separan el mito y la historia. El hallazgo del Laberinto de Minos en la isla de Creta en 1900 (el mismo año de la publicación de La interpretación de los sueños) o del Machu Picchu en 1911 son algunos de los hitos que demuestran en años subsiguientes que las leyendas, como los sueños, contienen una porción irreductible de verdad histórica. Cuando Freud le explica su técnica al famoso �Hombre de los Lobos�, dice que el analista, como el arqueólogo en sus excavaciones, �debe revelar capa tras capa de la psiquis del paciente antes de llegar a sus tesoros más profundos y valiosos�. Esta analogía didáctica reaparece en distintos textos con un propósito fundamentalmente ilustrativo, pero en Construcciones en Psicoanálisis, de 1937, el paralelo con la arqueología se convierte en una clave metodológica y técnica de la cura psicoanalítica: la reconstrucción del mítico pasado del paciente (mediante los tesoros que revela la excavación psicoanalítica) es un elemento crucial de la terapia.
Como era de esperar, desde el mismo psicoanálisis se han ensayado diversas interpretaciones de la pasión de Freud por las antigüedades. El francés Didier Anzieu relaciona las estatuillas con la serie de sueños romanos que aparecen en el capítulo cinco de La interpretación de los sueños. Hellen Handler Spitz las vincula a las ambiguas relaciones de Freud con el judaísmo y a una de sus obras más complejas y reescritas, Moisés y la religión monoteísta. Peter Gay apunta a la patología del coleccionista que el método freudiano tanto ayudó a comprender. �A Freud le gustaba mirar sus antigüedades cuando trabajaba en su escritorio. Muchas veces pasaba de la contemplación al contacto: tomaba sus estatuillas, las acariciaba. Como en todo coleccionista, había una relación de poder y posesión con los objetos que coleccionaba�, señala el biógrafo.
El nazismo podía cortar de cuajo esta relación, confiscando la colección con el argumento de que era un invalorable tesoro nacional. El 23 de mayo de 1938, Freud vuelve a escribirle a su cuñada Minna. En medio de tanta desolación, tiene buenas noticias: la comisión dio el visto bueno para quesus antigüedades lo acompañen en el exilio en Londres. �No confiscaron nada, y lo único que exigieron fue un pago de 400 marcos� (unos 100 dólares). Freud da a entender que, en gran medida, esto dependió de la buena voluntad del director del Museo de Viena, Hans Demel, quien le había elogiado la colección y, al mismo tiempo, la había tasado en unos 30 mil marcos, suma importante (unos 7500 dólares) pero muy por debajo del valor establecido por las autoridades para retener una colección de arte. Unos días más tarde, el 4 de junio, parte a Londres donde, después de una breve estadía en una residencia transitoria, se muda al 20 Maresfield Gardens, en el barrio de Hampstead.
En esa hermosa casa señorial, Freud muere un año más tarde, el 23 de septiembre de 1939, dos semanas y media después que Gran Bretaña y Francia declararan la guerra a Alemania tras la invasión de Polonia. En los años siguientes, Europa pareció desintegrarse y, más tarde, como el Ave Fénix, resurgió de las cenizas. En 1986, la casa de 20 Maresfield Gardens se convirtió en el Museo Freud, con la colección de antigüedades que el psicoanalista tanto amaba, hoy tasada en más de un millón de dólares. Una muestra selecta de 100 piezas forma parte de la colección itinerante que tiene el museo y que ya ha recorrido medio mundo, desde Estados Unidos hasta Japón. En 1994 estuvo en Brasil, en mayo de 2001 viajará a México. A la Argentina, curiosamente, no ha llegado. La directora de la casa Freud, Erica Davies, confiesa su desconcierto. �A pesar de la gran tradición psicoanalítica que hay, nadie parece haber mostrado gran interés.� Explicaciones no faltan �desde la economía hasta la desorganización, las internas y el ombliguismo�, pero seguramente Freud desdeñaría estas racionalizaciones y daría a ese no del psicoanálisis argentino una certera interpretación, develando en el mecanismo de la negación un nuevo retorno de lo reprimido.
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