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el Kiosco de Página/12

De la gallardía

Por Juan Sasturain

En el ‘97, durante las anteriores eliminatorias, Argentina fue a jugar un partido complicado –todos los son, pero ése lo era particularmente– al Defensores del Chaco. Esa tarde, que venía muy difícil porque los paraguayos estaban por entonces justificadamente agrandados, tuvo final feliz para el equipo argentino, que ganó y jugó bien sin entrar en detalles. Pero el dato fue una actuación memorable: la de Marcelo Gallardo. En esa tardecita asunceña, para algunos de los que estábamos ahí el Muñeco se recibió de jugador. Peló de una vez y para siempre una condición propia y definitiva: la gallardía.
Pero enseguida, tras el símil, la idea asociada al nombre y a la estampa, surgió la pregunta: ¿qué clase de gallardía, qué manera de ser gallardo tiene este Gallardo de entonces y de ayer? Porque si la gallardía es atributo asociado habitualmente a algún tipo de muñecos, no es a éste, precisamente. Gallardos son otros muñequitos, los soldaditos de plomo, los duros y erguidos granaderos de pecho recto y perpendicular al piso, la percha de los hombros, la vista al frente y la cintura sin usar. Cuando se transmitían los desfiles como si fueran epopeyas o partidos de fútbol –y los partidos como desfiles y/o epopeyas...– la palabra gallardía asomaba para describir la actitud y la apostura de combatientes triunfadores y rectilíneos de ciega direccionalidad única: el esternón delante de la nariz, la frente un poquito detrás del mentón. Y el paso firme, marcial es la palabra.
Nada más lejano a esa imagen estereotipada de la gallardía que la de este Gallardo. Este muñeco de trapo, de aserrín, de lona, un títere, una marioneta, que no debe tener una sola línea recta ni en su diseño físico, ni en su apostura, ni en el dibujo que deja su recorrido en el campo. El muñeco Gallardo cultiva una gallardía hecha de otras cosas, de diferentes atributos. Por ejemplo, este Muñeco todo los redondea. No tiene aristas. Ni en la cabeza redonda ni en la cara como de goma. Y de ahí baja hacia los hombros que parecen lijados, atenuados, con la curva mínima para que no se le escurra la camiseta que parece siempre demasiado grande para él. Si se pone rígido, debe ser para las obligaciones del himno o alguna cosa así, porque su postura es naturalmente curva, apenitas inclinado hacia adelante, casi agazapado. La mirada arriba, eso sí. Y las piernas, el perfil, la blandura de pies sutiles con por lo menos tres juegos de dedos para manejar la dirección de una pelota que es –no casualmente– redonda. El Muñeco redondea para ser homogéneo, estar a tono con la pelota, su vida y su elemento.
Porque a diferencia de los muñequitos sin dedos del metegol que, por ejemplo, ayer fueron mayoría en el Monumental, este muñequito no le pega a la pelota. No hay razón para pegarle; no ha hecho nada. El Muñeco la acompaña, la aconseja, la orienta, la conduce, la consulta, la entrega en pie, se preocupa por ella y pelea para recuperarla (tiene celos) y la deposita –a veces– en la red. En eso consiste su gallardía. En poder mirar a la pelota de frente una vez terminado el partido (un partido tan feo como el de ayer) y decirle: “A mí no me podés decir nada. Yo te traté bien”. Y ella, en un gesto de gallardía, sabe reconocerlo. Como buen gambeteador, como sabio fingidor, a todos les miente menos a ella.
Ante Uruguay, Marcelo Gallardo jugó casi solo entre picapiedras de camisetas propia y ajena. Por ahí andaba el pobre Recoba en la misma. Muy solos los dos. Daban ganas de decirles que se juntaran. Tenían más que ver entre sí que con los ocasionales compañeros. Pero la gallardía tuvo algunos momentos ejemplares. Quedémonos con tres. En el gol, hizo una cosa rara de describir de otra manera que no sea “un pase al arco”: estaba lejos, cortó en diagonal de izquierda a derecha y cuando lo vio al bueno de Carini irse en la lógica hacia su izquierda esperando el derechazo arriba, chanfleado al segundo palo, la puso bajita, débil, mirando dónde, en el primero. Rara cosa, muy rara y hermosa.
Al ratito, sobre la derecha del ataque argentino, fuera del área juntó a dos, se puso de espaldas al arco y al hueco entre ambos y tiró el autopase hacia atrás. Cuando se dio vuelta para ir a buscarla, lo bajaron. Foul y nada más que la gracia mayor de haberlo intentado. Y la última fue su amague final: Lembo –auténtico muñequito de plomo– le cepilló la oreja poniéndole la suela en el hombro. Amagó morir, como el zorro, para salvarse y condenar al cazador que quedó impune, pero le salió mal. Hasta en su banco creyeron que estaba muerto y lo sacaron ante su estupor...
La gallardía de Gallardo incluye, entre otras, estas sorpresas.


REP

 

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