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OPINION

Chacho y la corporación

Por Miguel Bonasso

La Corporación lo va a triturar a Chacho. No va a poder contra la Corporación, comenta el amigo de Menem con el melancólico realismo del que ha visto cocinarse demasiadas conspiraciones. Viejo peronista que en el pasado ha participado de las grandes luchas, el hombre sabe valorar la belleza de un gesto. Especialmente de los gestos que considera inútiles. El autor de esta nota la escucha atentamente y se pregunta si tendrá razón. Si no existirá algún mecanismo idóneo para derrotar a la Corporación. La Corporación equivale a eso que en la Venezuela anterior a Hugo Chávez se llamaba “el Cogolo”: los dos grandes partidos erigidos en oligarquía política, que administraban el Estado y los negocios que pueden hacerse a su sombra, en sabrosa concupiscencia con el poder económico local y foráneo. Mientras el soberano los miraba hacer desde la miseria de los cerros. En Venezuela –el primer país de América latina donde Estados Unidos logró meter su concepción binaria de la democracia–, el Caracazo de 1989 hizo volar el Cogollo por el aire, el presidente Carlos Andrés Pérez terminó destituido y preso y una nueva forma de democracia, tumultuaria y malentendida por los observadores, llevó al poder a un nuevo líder popular sólo procreable en el Caribe: un paracaidista que no sólo lee a Gramsci, sino que además lo entiende y sabe que la hegemonía se construye con el consenso. Desde la base de la pirámide. En la Argentina, la Corporación es una rosca entre núcleos dirigentes de los dos grandes partidos, el radical y el justicialista, que se retroalimenta con pactos ostensibles o secretos, divide los beneficios inconfesables que proporcionan las principales leyes y –como cualquier estructura mafiosa– preserva a sus integrantes de los castigos que deberían merecer sus actos de corrupción. La crisis del Senado –disparada con encomiable valor por Antonio Cafiero– es una muestra importante de cómo funciona la Corporación, pero dista de ser la única. Tanto en el gobierno de Raúl Alfonsín como en el de Carlos Menem, Alfredo Yabrán tenía a sueldo a legisladores de los dos principales partidos que cobraban 10 mil pesos por mes, por no hacer nada, simplemente por si en algún momento los precisaba. Durante el menemismo, los beneficios de ciertos negociados descendían milagrosamente por el palo mayor de la Carpa y llegaban en forma de sobresueldo (literalmente un sueldo extra adentro de un sobre) a la oficina de muchos funcionarios que no habían participado directamente en el arreglo, pero eran premiados por su lealtad y su silencio. Algo parecido a la represión clandestina que unificaba en un pacto de sangre a todos los integrantes de las Fuerzas Armadas, desde los comandantes hasta los cabos. La Corporación, además, se redondea con jueces corruptos, periodistas chiveros, obispos que reciben buenas limosnas, militares que venden hasta el uniforme y empresarios que, aun con un Estado desmantelado por ellos mismos, siguen viviendo al calor de las concesiones y complicidades del poder de turno. La Corporación tiene intereses transversales (como se dice ahora) a los de las banderías políticas y eso explica –entre muchos otros ejemplos– la sociedad entre Enrique “Coti” Nosiglia y Luis Barrionuevo, el asesoramiento que Jorge Castro puede prestarle tanto a Menem como a Fernando de Santibañes y el no desmantelamiento, claro y rotundo, de escandalosas concesiones de la era anterior como el Proyecto de los DNI a cargo de la Siemens. La idea frentista (expresada en nucleamientos sucesivos: Frente del Sur, Frente Frande, Frepaso) nació justamente como una alternativa limpia de compromisos frente a la cordial entente de una clase política cada vez más alejada de los principios reivindicativos que dieron origen a los dos grandes partidos populares (la UCR y el PJ). Y en 1995 ese nuevo espacio, nacido en gran medida de la audacia de Chacho y sus compañeros del Grupo de los Ocho, fue premiado con cinco millones de votos. Muchos más de los que sacó aquel radicalismo terminal de Horacio Masaccesi. Radicalismo que volvió a crecer, con la savia nueva que le aportó la Alianza, hasta alimentar la idea (del Coti y otros más) de que se podía forrear alegremente a los compañeros de coalición. Con su espectacular renunciamiento, Chacho ya les ha demostrado que esto no esposible. ¿Pero alcanza para rescatar al país del marasmo en que se encuentra? Evidentemente no. Porque a la situación del viernes se llegó en buena medida por los errores cometidos por el propio Chacho en el modelo de construcción del Frepaso. Una estructura vertical y mediática, sometida excesivamente a las intuiciones (muchas veces brillantes de su jefe), antes que a la construcción rigurosa de ese nuevo espacio que la escena política reclama: un movimiento que restablezca el nexo entre representantes y representados, haciéndose cargo de la devastación económica, social y moral que padece la Argentina. Un movimiento que haga de la política algo distinto del pragmatismo de los resignados y los sinvergüenzas; una ingeniería social que solucione los problemas perentorios de las grandes mayorías, asumiendo sin temor la inevitable contrariedad de los poderosos. Chacho se ha colocado en una inmejorable posición para liderar ese espacio. Puede viajar de nuevo en colectivo y cosechar besos y aplausos, pero sólo logrará derrotar a la Corporación si cambia radicalmente el modelo de construcción de su propia fuerza. Así como la Alianza fue indispensable para derrotar al menemismo, hoy es fundamental lo que pueda ocurrir con el Frepaso y su relación articulada con la base social. Los radicales honestos, que los hay, se sumarán como muchos peronistas, cuando vean los resultados concretos.

 

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