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el Kiosco de Página/12

Por Antonio Dal Masetto

Con la primavera llegó también el encanto de presencias femeninas al bar. Nuestra Nancy trajo dos amigas. Y la señora Florita nos visitó con una prima y una sobrina. El clima es amable, se deslizan frases galantes, se invitan copas. Todo bien hasta que Andrea, la sobrina de Florita, que desde hace rato está revisando su cartera, pega un tacazo en el piso y grita:
–La odio, me tiene harta.
–¿Qué le pasa, Andrea, podemos ayudarla en algo? –preguntamos los caballeros.
–Muchas gracias –dice Andrea–, pero es una cuestión personal entre mi cartera y yo. Hace una hora que la reviso buscando la agenda. Yo sé que la tiene escondida en alguna parte. No me la quiere devolver. No es la primera vez que me lo hace.
–¿Cómo que no se la quiere devolver? –decimos los caballeros.
–Entiendo perfectamente la situación –dice una de las amigas de Nancy. La mía dos por tres se rechifla y me esconde el espejito. Busco, busco y no lo encuentro. Me arruina las salidas, me hace llegar tarde a las citas. Hace poco por su culpa perdí a un futuro novio.
–A mí me pasa con el encendedor, me lo esconde siempre –dice la otra amiga de Nancy.– Primero opté por usar encendedores fosforescentes y ahora además le ato una cadenita con un cencerro. Y así y todo hay que ver cómo se las rebusca para confundirme.
–¿Dónde lo esconderá? –decimos.
–A mí me lo hace con los chicles. Soy adicta a los chicles. Y pareciera que ella también tiene la misma debilidad porque cuando meto un paquete adentro no lo vuelvo a encontrar más –dice Florita.
–¿Carteras golosas? –decimos.
–No tienen idea de los malos ratos que paso cuando subo al colectivo y busco el monedero –dice la prima de Florita–. Cinco minutos antes estaba y después ya no está. Me lo esconde. Me tuve que bajar un montón de veces. Y cuando estoy en la vereda, ahí aparece el monedero, arribita de todo.
–¿Por qué harán esas cosas las carteras? –preguntamos.
–A mí me volvía loca con la llave –cuenta Nancy–. Un día me enfurecí, agarré una tijera y le descosí el forro. Y como la llave seguía sin aparecer destripé toda la cartera y la tiré en el lavadero. Me hice un té, me fumé un cigarrillo, me serené y cuando fui a buscar los pedazos descosidos para meterlos en la bolsa de la basura ahí estaba la llave, al ladito. Me partió el alma, así que decidí perdonarla y la llevé al talabartero para rearmarla. Hasta ahora nos estamos llevando bien. Por lo menos las llaves no me las volvió a esconder.
–Amigas, desconozco todo respecto de sus inseparables compañeras .interviene Espoleta–, pero hay que tener cuidado con la sensibilidad de los objetos. Me pregunto si detrás de cada uno de estos casos no habrá carteras que se sienten ofendidas, ignoradas, desplazadas.
–No me interesa para nada lo que sientan –dice Andrea que sigue revolviendo la cartera–, lo único que les puedo decir es que ésta me va a devolver mi agenda sí o sí.
Da vuelta la cartera y desparrama el contenido sobre una mesa. Las otras damas intentan detenerla:
–Qué hacés, controlate. No estamos solas. Estás en público.
Forman un círculo protector a su alrededor. Los caballeros tratamos de espiar. El parroquiano Benjamín se trepa a la espalda del parroquiano Fernando y mira por arriba de la valla.
–¿Qué se ve? –preguntamos.
–Un bolsito de maquillajes, dos collares, anillos, aros, una estampita de primera comunión, tres bolitas de vidrio, un sacacorchos, un ovillo de lana verde, un tenedor, una banderita argentina, una esfera de cristalconteniendo un paisaje nevado, un sachet de mayonesa, un secador de pelos, ruleros, un carozo de palta, hebillas, un timbre de bicicleta, un cepillo de dientes, ropa interior, una pata de conejo, dos cordones de zapatillas, una lupa, un mechón de cabellos de cuando era beba, una aguja para crochet, un álbum de fotos, una vela, una llave inglesa, caramelos surtidos, una lata de betún, un caleidoscopio, un escarpín, un broche para ropa, un walkman, un pañuelito, una lamparita de 40 W., un cascanueces, un alfajor de chocolate, papel higiénico, una barrita de azufre, una pipa de jade, una pluma de tucán.
La voz furiosa de Andrea interrumpe el inventario:
–La vas a largar o no la vas a largar.
–¿Y ahora qué está pasando? –preguntamos.
–Está retorciendo la cartera –informa el vigía–. Le retuerce el cogote como a una gallina. Ahí saltó algo.
Vemos la mano triunfal de Andrea en alto mostrando la agenda.
–Yo sabías que la tenías adentro, a mí no me vas jorobar, ¿con quién te creías que estabas tratando?
Las damas abrazan a Andrea, los caballeros la felicitamos.


REP

 

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