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Por Noé Jitrik

Entrevista

En la tarde del miércoles 4 de octubre, con otros amigos �escritores, pintores, periodistas, religiosos� intentamos que nos recibiera el presidente de la República para decirle no sólo que estábamos preocupados por la suerte física de los presos llamados de La Tablada, aunque estén en Ezeiza, si no de qué modo lo estábamos. Secreta esperanza nos guiaba: saber por un lado si él entreveía alguna salida a esta difícil situación o, al menos, que nos dijera francamente, por el otro, por qué no la habría. Por atrás, una fantasía que yo tengo y que me parece que es compartida: hablar alguna vez mano a mano, con seriedad, con alguien que, por el lugar en el que está, por lo que millones han depositado en él, podría ser capaz de mantener un buen diálogo con gente que hace del diálogo una filosofía de la vida.
Pero no fue posible: o no estaba o estaba ocupado o no quiso o no advirtió quiénes éramos, porque para la guardia, ¿quiénes podíamos ser si no éramos estrellas de las finanzas o de la televisión? De modo que no nos recibió, nadie vino a poner la cara por él y ahí nos fuimos todos, un poco como chicos que no han entendido bien, mohínos y ciertamente frustrados, aunque algunos de entre nosotros piensan, de entrada, que tal diálogo es utópico, que las cosas suceden en otra parte y que si hay arreglos políticos de algún problema no es porque un grupo de gente bienintencionada, con cierto nivel de discurso, haga preguntas o proponga ciertas medidas.
¿Será por eso que no nos recibieron? En parte, puede ser, no hubo formal pedido de audiencia, lo que pone en tela de juicio nuestra omnipotencia: ¿qué nos creemos que somos para que un Presidente abandone lo que está presidiendo para atendernos con la perentoriedad con que nos presentamos? También puede ser porque supondría que veníamos a pedir, lisa y llanamente, por la libertad de los huelguistas y, ya lo dijo, eso no lo puede conceder; por lo tanto, ¿para qué hablar?
Me quedaron dando vueltas en la cabeza estas cuestiones, pero las preguntas que acabo de formular no me satisfacen. Hay más aspectos que indican que existe una desinteligencia lamentable: o no nos sabemos explicar o no se piden explicaciones y se actúa con presupuestos; el que puede haber operado es que veníamos a hablar en nombre de los presos de La Tablada y en ese nombre no hay nada que hablar. ¡Pero no veníamos a hablar en nombre de los presos! Veníamos a hablar del problema que implica que haya cierta cantidad de presos que están haciendo, por segunda vez, un ayuno prolongado. ¿Cuál es el problema? La experiencia histórica, nada menos, lo postula. Dicho de otro modo, cada vez que alguien deja de comer contra su voluntad �llámese pobre o anoréxico� o deliberadamente, algo se mueve en la sociedad, porque comer o no comer es un asunto serio, despierta fantasmas dormidos y opera unos efectos tremendos, tantos que, de una manera ingenua, se tiende a pensar que el que no come tiene razón, en algún sentido, no se sabe muy bien cuál. Y más si, como consecuencia de ello, el que no come se muere. Ese, precisamente, es el problema, y sus efectos, cuando no se lo resuelve a tiempo, son tan impresionantes como que se mueven imperios, tal como ocurrió con Gandhi, o con los irlandeses que, al no comer, quebraron el hierro de la Dama que cargaba con ese metal. ¿Los ignoran los políticos que dejan que una huelga de hambre local se prolongue?
Insatisfecho todavía con mi razonamiento, trato de ordenar las ideas. No es posible que no se den cuenta de la importancia del asunto; si no se toma una decisión en el Parlamento ni en el Ejecutivo no es porque lo ignoren e ignoren lo que puede pasar sino porque razonan de otro modo al no querer razonar con gente como los que fuimos a la Rosada. Razonan, me parece, suponiendo que al pedir que se atienda ese problema, y puesto que su solución beneficiaría a los que entraron a un cuartel situado en La Tablada, los que lo hacemos nos estamos ligando a ese hecho y no a los problemas derivados de ese hecho.
Está claro que entrar a un cuartel sin pedir permiso, así sea para salvar a la Patria en peligro, no parece haber sido una muy buena idea ni es muy defendible; obviamente, los que lo hicieron no entraron para jugar a los soldados, pero también se les puede atribuir, sin mayor esfuerzo, que no pensarían que esa operación iba a tener mucho futuro. Los encegueció una irresistible tendencia a la simbolización �de �Todos por la Patria a la Patria para Todos�� que persigue, como un fantasma, a muchos teórico-prácticos de izquierda: la respuesta que recibieron fue estruendosa, los masacraron, ultimaron a algunos y desaparecieron a otros, aprisionaron a los que quedaban y los juicios que se llevaron a cabo sobre estos sobrevivientes no parecen haber tenido como meta el fiel cumplimiento de los procedimientos legales, aunque sin omitir las menciones, grandilocuentes y patrióticas, a lo que significaba entrar por la fuerza a uno de los santuarios de la Nación, donde mora la esencia, ¡un cuartel de los custodios de la nacionalidad! ¿Quién discutiría que un cuartel lo es? Pero quizás no sea la única habitación de la nacionalidad: no lo es menos, por ejemplo, el Banco de la Nación, al que también penetró un grupo de personas, en los negocios con la IBM, y se apropió no de unas pobres armas que los atacantes al cuartel no consiguieron sino de un montón de dinero que, después de todo, es un rasgo igualmente sagrado de lo que es la Patria. Que se sepa, ninguno de los saqueadores del Banco Nación ha sido masacrado, torturado ni desaparecido ni, por supuesto, está haciendo huelga de hambre; es cierto que uno de ellos se colgó, en apariencia, en los fondos de la Ciudad Universitaria, pero tal vez lo hizo por algún remoto complejo de culpa, un malestar que de pronto acosa a un hombre de empresa y lo lleva a suicidarse o a ser suicidado, es imposible saberlo.
Y bien, ahora que lo pienso, deberíamos pedir una entrevista para hablar de la situación por la que pasan los saqueadores del Nación, esa tristeza de los niños ricos de la que hablaba, conmovido, el anterior presidente, y tal vez con ese tópico se pueda establecer con las autoridades el inteligente diálogo que gente como nosotros deseaba entablar en esta ocasión. Veremos si con esta clase de temas tenemos más suerte y nuestras, mis, fantasías se cumplen.
Pero también puede haber otra cosa: el problema que nos llevó a querer una entrevista en realidad no es tal, puesto que la Constitución prescribe explícitamente lo que hay que hacer. ¿Por qué, entonces, no se hace la aplicación correspondiente y se evitan males mayores, además de restablecer un criterio de justicia que, aunque sea formal, o sea que no considere la carga ideológica o mental de la falta, es sin embargo fundamental en el ordenamiento jurídico de un país?
Confieso que no lo comprendo, y vacilo en las explicaciones que me doy; por una parte, pienso, puede ser que tomar una decisión que afronte claramente un asunto que parece tan espinoso provoque temor. No me atrevo ni siquiera a pensar que peronistas y radicales temen la ira de los militares; tampoco a creer que los militares no perdonan la ofensa que se les ha inferido por entrar abruptamente, de cuando en cuando, a la Casa de Gobierno. Debe ser otra cosa; algo se dice por ahí: el temor sería al �costo político�. La palabra �costo� viene ligada, en la nueva jerga en curso, muy economicista, a la palabra �factura�: las facturas se pagan y cuanto más se tarda en hacerlo, es más difícil. De este modo, da la impresión de que definirse ahora sobre una norma impecable y cumplir con un compromiso internacional no sería aplicar la Constitución sino contraer una deuda que un adversario político puede convertir en acreencia. Pero todo buen comerciante contrae deudas, y si no puede pagar algunas ya se verá, pero, por el momento, no puede funcionar si no lo hace. Alfonsín, por ejemplo, contrajo una deuda grande con la expresión �obediencia debida� y para sancionar la ley correspondiente no faltó el quórum: hayan sido cuales hubieren sido sus razones y razonamientos, pensó que debía hacerlo y lo hizo y le fue como le fue, pero así es este negocio, la vida es dura, como lo fue para Menem cuando indultó o favoreció esas privatizaciones de las que se sigue hablando infatigablemente: la grandiosa finalidad que perseguía hizo milagros y ahí estuvieron, patrióticos, los que hoy no dan quórum porque no quieren cargar con el �costo político�.
El temor, entonces, puede ser eso y en realidad es deleznable, lo que no impide que se piense que es por eso que no se ha querido, en esta ocasión, hablar con gente que, como mis amigos y yo, solemos tratar de hablar más allá de un sentimiento tan magro como el temor. Pero estamos tan metalizados, tanto se nos ha metido dentro el lenguaje de supermercado que la del costo termina por parecernos una razón. ¿Se puede exigir a políticos que tienen que cuidar una carrera que se incineren aprobando una reforma cuyos inmediatos beneficiarios van a ser los que, �todos por la patria�, atacaron un cuartel de la Patria? También puede ser otro el temor: si unos dan quórum y otros buscan las vías para superar el actual inmovilismo, podrían ser acusados de ser benévolos con los tabladenses y hasta cierto punto cómplices: si hago algo que beneficie a los presos de La Tablada, quienes son peores que yo, me pueden acusar de simpatizar con ellos, razón por la cual tengo que ser tan peor como los peores para que los peores no me acusen.
Este trabalenguas sirve para entender por qué no nos recibieron para hablar de este tema: suponen que venimos a reivindicar héroes y no estado de derecho. Se establece así, implícitamente, lo que podemos llamar la �paradoja Dreyfus�: consiste en acusar a Zola de judío cuando dice que el famoso juicio estuvo fabricado, consiste en ser considerado homosexual si se defienden los derechos de los homosexuales, consiste en ser considerado ladrón si se defiende el procedimiento correcto para enjuiciar a un ladrón.
El temor, concluyo, me parece que es al contagio; es propio de personas inseguras o carentes de anticuerpos: muchos, movidos por ese temor, quemarían la televisión porque creen que atenta contra la lectura, pobre idea acerca de la lectura y del ser humano y su libertad. Tal vez esto no lo explique todo pero, al menos, explica el alto grado de desinteligencia que reina en esta sociedad, en la que hablar es comprometerse, discutir es quemarse y pensar por propia cuenta la marca del demonio en la frente.


 

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