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Se sabe
que al fútbol se juega diez contra diez, ya que a nadie se le pudo
haber ocurrido inventar un juego de once contra once, número rarísimo,
número primo o cuñado, acaso, si eso existe.
Así que son diez más el arquero, claro, uno que se sumó
para que se pusiera bajo el arco a cuidarlo y que juega a otra cosa muy
distinta y con la mano, además. Pero los estrictos futbolistas
son diez.
De ellos, incluso en esta época de desdibujadas identidades que
ya no permite asociar la cifra en la espalda con posiciones fijas dentro
del campo (pronto llegaremos a las camisetas de tres dígitos en
los planteles numerosos) hay dos números clave, irreductibles en
sus connotaciones: el nueve y el diez. Estos son, gruesamente, los números
de la esperanza que cada vez que se juega un partido le dan sentido al
juego: esperanza de fútbol en el diez y de victoria en el nueve.
Es casi irracionalmente así.
Como los equipos se dicen de atrás para adelante algunos
sostienen que se arman también así cuando la enumeración
va llegando al final, es como si se fuera subiendo una escalera hasta
alcanzar la cima. Por algo, en términos topológicos, jugar
adelante es jugar arriba. Y arriba y adelante, donde se pone el grito
y la bandera, están el nueve y el diez.
Ayer en el superclásico había muchos jugadores con camisetas
numeradas hasta el veinte e incluso más allá. Pero había,
como siempre, dos diez y dos nueve. Los diez eran una vez más la
ilusión del juego, de la belleza: Riquelme y Aimar, los talentosos
que crean y hacen jugar. Son patrimonio colectivo y más allá
de los enceguecimientos de momento, nadie los putea, tienen más
número que colores. Su aptitud que es innata e inexplicable:
un don intelectual está más allá de cualquier
consideración partidaria. Son el fútbol y contra eso nadie
que se anime a admitirlo puede manifestarse. Ayer, los diez hicieron lo
suyo de a ráfagas, mostraron un poco de brillo, pero no alcanzó
para el show. El de Boca se vio más porque debía hacer su
trabajo solo: si no lo hacía él, nadie. El de River pudo
descansar en otros, si no la tocaba se notaba menos.
Pero hubo también dos nueve en la cancha. Esquemáticamente,
encargados del gol: Palermo y Angel. Hay una expresión paradigmática
para definir a estos jugadores: goleadores de raza. Porque
los únicos jugadores de raza en el fútbol son
los goleadores. A nadie se le ocurre calificar a un marcador como de
raza; se dirá que tiene oficio saber adquirido,
que es otra cosa muy diferente. La aptitud del goleador no se adquiere
(no es una práctica laboral) ni es tampoco un don de iluminado,
como el talento inexplicable del diez: el goleador es de raza
porque tiene instinto de gol. Cualidades, calificaciones, imágenes
no casualmente animales. Porque el gol es una operación de caza:
apuntar, disparar, matar... El goleador opera donde mueren las palabras.
Está ahí como un revólver a sueldo: lo hace o no.
Y es una cuestión de instinto, de raza. Ya vienen así.
Ayer el partido terminó empatado porque los dos goleadores son
de raza, pero distinta. El nueve de Boca es un animal de área salvaje,
inarmónico pero altamente especializado: cuando lo sacan de allí
parece raro, fuera de su hábitat natural, casi equívocamente
torpe. Sabe hacer pocas cosas, pero las hace muy bien: cabecear, rematar
de primera. Ayer lo hizo una vez y fue gol: el instinto pudo más.
El nueve de River, en cambio, es un animal más fino y armonioso,
con un hábitat menos restringido, más dúctil pero
menos especializado: sabe hacer bien muchas cosas y nunca parece torpe.
Toca, cabecea, gambetea. Pero ayer tuvo dos muy claras y no convirtió.
Algo falló en el instinto, el refinamiento tiene esas cosas.
Por eso fue empate al final aunque River estuvo más cerca. La prueba
del nueve indica que la cuenta está bien y es justa: ayer, la raza
perro dePalermo le ganó apenas, por el hocico, a la raza
pointer colombiana de Angel, si es que existe.
REP
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