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el Kiosco de Página/12

La prueba del nueve

Por Juan Sasturain

Se sabe que al fútbol se juega diez contra diez, ya que a nadie se le pudo haber ocurrido inventar un juego de once contra once, número rarísimo, número primo –o cuñado, acaso, si eso existe–. Así que son diez más el arquero, claro, uno que se sumó para que se pusiera bajo el arco a cuidarlo y que juega a otra cosa muy distinta y con la mano, además. Pero los estrictos futbolistas son diez.
De ellos, incluso en esta época de desdibujadas identidades que ya no permite asociar la cifra en la espalda con posiciones fijas dentro del campo (pronto llegaremos a las camisetas de tres dígitos en los planteles numerosos) hay dos números clave, irreductibles en sus connotaciones: el nueve y el diez. Estos son, gruesamente, los números de la esperanza que cada vez que se juega un partido le dan sentido al juego: esperanza de fútbol en el diez y de victoria en el nueve. Es casi irracionalmente así.
Como los equipos “se dicen” de atrás para adelante –algunos sostienen que se arman también así– cuando la enumeración va llegando al final, es como si se fuera subiendo una escalera hasta alcanzar la cima. Por algo, en términos topológicos, jugar adelante es jugar arriba. Y arriba y adelante, donde se pone el grito y la bandera, están el nueve y el diez.
Ayer en el superclásico había muchos jugadores con camisetas numeradas hasta el veinte e incluso más allá. Pero había, como siempre, dos diez y dos nueve. Los diez eran una vez más la ilusión del juego, de la belleza: Riquelme y Aimar, los talentosos que crean y hacen jugar. Son patrimonio colectivo y más allá de los enceguecimientos de momento, nadie los putea, tienen más número que colores. Su aptitud –que es innata e inexplicable: un don intelectual– está más allá de cualquier consideración partidaria. Son el fútbol y contra eso nadie que se anime a admitirlo puede manifestarse. Ayer, los diez hicieron lo suyo de a ráfagas, mostraron un poco de brillo, pero no alcanzó para el show. El de Boca se vio más porque debía hacer su trabajo solo: si no lo hacía él, nadie. El de River pudo descansar en otros, si no la tocaba se notaba menos.
Pero hubo también dos nueve en la cancha. Esquemáticamente, encargados del gol: Palermo y Angel. Hay una expresión paradigmática para definir a estos jugadores: “goleadores de raza”. Porque los únicos jugadores “de raza” en el fútbol son los goleadores. A nadie se le ocurre calificar a un marcador como “de raza”; se dirá que “tiene oficio” –saber adquirido–, que es otra cosa muy diferente. La aptitud del goleador no se adquiere (no es una práctica laboral) ni es tampoco un don de iluminado, como el talento inexplicable del diez: el goleador es “de raza” porque tiene instinto de gol. Cualidades, calificaciones, imágenes no casualmente animales. Porque el gol es una operación de caza: apuntar, disparar, matar... El goleador opera donde mueren las palabras. Está ahí como un revólver a sueldo: lo hace o no. Y es una cuestión de instinto, de raza. Ya vienen así.
Ayer el partido terminó empatado porque los dos goleadores son de raza, pero distinta. El nueve de Boca es un animal de área salvaje, inarmónico pero altamente especializado: cuando lo sacan de allí parece raro, fuera de su hábitat natural, casi –equívocamente– torpe. Sabe hacer pocas cosas, pero las hace muy bien: cabecear, rematar de primera. Ayer lo hizo una vez y fue gol: el instinto pudo más. El nueve de River, en cambio, es un animal más fino y armonioso, con un hábitat menos restringido, más dúctil pero menos especializado: sabe hacer bien muchas cosas y nunca parece torpe. Toca, cabecea, gambetea. Pero ayer tuvo dos muy claras y no convirtió. Algo falló en el instinto, el refinamiento tiene esas cosas.
Por eso fue empate al final aunque River estuvo más cerca. La prueba del nueve indica que la cuenta está bien y es justa: ayer, la “raza perro” dePalermo le ganó apenas, por el hocico, a la raza pointer colombiana de Angel, si es que existe.


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