Hoy es el Día D para Medio Oriente. El líder palestino
Yasser Arafat y el premier israelí Ehud Barak se entrevistarán
hoy en la localidad egipcia de Sharm el Sheij. El objetivo es terminar
con casi tres semanas de violencia, que dejó más de 100
muertos, más de 3000 heridos y la perspectiva, más cerca
que nunca desde por lo menos 20 años, de un conflicto entre Israel
y varios países árabes que trascendería incluso a
la región. Tan frágil es la situación, que los ofuscados
Barak y Arafat estarán rodeados de una verdadera corte de la calma:
el secretario general de las Naciones Unidas, el ghaneano Kofi Annan;
el presidente norteamericano Bill Clinton y su secretaria de Estado, Madeleine
Albright; el presidente anfitrión, Hosni Mubarak; el rey de Jordania,
Abdalá II; el representante de la Unión Europea para Medio
Oriente, Javier Solana; y quizás el canciller o el presidente de
Rusia. Somos realistas: buscamos una pausa en la terrible confrontación,
declaró Albright. Honestamente, yo no tengo muchas expectativas.
Esto va a ser una pesadilla, fue la opinión del funcionario
palestino Saeb Erekat. Ayer estalló una bomba en una sinagoga cerca
de Nueva York y la guerrilla islámica Hezbollah secuestró
en Suiza a un empresario y reservista israelí.
La cumbre llega en un momento en el que las partes están bastante
radicalizadas. Barak sigue negociando con el líder derechista Ariel
Sharon la formación de un gobierno de unidad nacional, que no significa
otra cosa que el congelamiento hasta nuevo aviso del proceso de paz. Por
su lado, el líder palestino se alió circunstancialmente
con los movimientos terroristas que él mismo combatió en
los últimos años y muchos consideran que Arafat ya no puede
controlar la furia palestina. La organización terrorista islámica
Hamas seguirá con la rebelión aunque haya acuerdo, según
dijo uno de sus jefes, Ismael Abu Shanab (ver pág. 18).
Tanto Arafat como Barak llegarán a Sharm el Sheij con una lista
muy completa de demandas. El líder palestino exigirá que
Israel confirme el retiro completo de sus tropas y tanques de los alrededores
de las ciudades palestinas y la apertura de las fronteras, dado que de
otro modo los palestinos quedan totalmente asfixiados económicamente.
A las autoridades internacionales, Arafat les pedirá la formación
de una fuerza de protección para los palestinos e insistirá
con la creación de una comisión de la ONU que investigue
la muerte de los palestinos en la Explanada de las Mezquitas el 28 y 29
de setiembre pasado. El premier israelí pedirá el inmediato
fin de la violencia palestina; el re-encarcelamiento de todos los terroristas
liberados por Arafat y una investigación internacional sobre por
qué fueron liberados; castigos para los efectivos policiales palestinos
y miembros de Al Fatah (el partido de Arafat) que abrieron fuego contra
soldados israelíes; censura a los medios palestinos que incitan
a la violencia; y la responsabilidad de velar por los sitios santos
judíos que permanecen en territorio autónomo palestino.
Algunas de estas exigencias se complementan, de manera que si una no se
cumple, la otra tampoco. Por ejemplo: si Arafat no accede a encarcelar
a todos los terroristas liberados, Barak le responderá que entonces
no puede ni reabrir la frontera ni mucho menos el aeropuerto de Gaza,
porque no quiere una ola de atentados suicidas dentro de Israel. En realidad,
difícilmente puedan decirse las cosas en estos términos,
porque los ánimos de ambos están muy caldeados. No
venderé no un gramo de arena de Jerusalén, declaró
Arafat en referencia a la cumbre de Camp David (ver pág. 21). El
proceso de paz de momento terminó, respondió Barak,
y aclaró que firmará la paz con los palestinos sea
con sus líderes actuales o con otros.
Los patrocinantes de la cumbre están asumiendo las posiciones de
cada uno para limar las asperezas con el otro. Mubarak, presidente de
un Egipto que en su momento firmó la paz con Israel por fuera del
acuerdo con el mundo árabe, pidió a Barak que retire las
tropas de los territorios palestinos, luego de reunirse con Kofi Annan
para tratar ciertos detalles de la cumbre. Mientras tanto, Albright y
otros funcionariosnorteamericanos le dijeron a Arafat que podía
hacer más para frenar la exaltación palestina.
Luego de tanta violencia, las noticias de ayer no ayudaron a crear un
clima de charla. El Hezbollah, que ya secuestró la semana pasada
a tres reservistas israelíes, repitió la operación
en Lausana, Suiza, capturando a otro reservista, el empresario Hanán
Tenenbaum. Por otra parte, Israel denunció un incidente entre soldados
jordanos y efectivos israelíes, que dejó a dos de éstos
heridos. En Syracuse, estado de Nueva York, una bomba estalló en
la sinagoga Bet El, sin que hubiera heridos. En Tolón, Francia,
tres personas atacaron una carnicería kosher. Y en Jerusalén,
la policía israelí le impidió la entrada a un grupo
de los Fieles del Monte del Templo, que querían colocar en la Explanada
de las Mezquitas la piedra de un templo judío; justo allí,
donde estalló la violencia actual hace casi tres semanas.
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EL
REVES DE LA TRAMA
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Por
Selim Nassib *.
La ficción sionista
No se puede negar la urgencia
absoluta de impedir lo irremediable, la carnicería a gran escala;
pero, dejando aparte las buenas intenciones, hay otra urgencia: comprender
lo que ha pasado. Porque tal explosión de violencia no puede explicarse
únicamente por el incidente que la desencadenó: la visita
de Ariel Sharon a la Explanada de las Mezquitas. Si el edificio pacientemente
construido desde los acuerdos de Oslo, es decir, desde hace siete años,
se ha desmoronado con tanta facilidad es porque la piedra angular que
lo sostenía estaba podrida.
Antes de 1948, la sociedad palestina, instalada en su tierra desde hacía
siglos, estaba persuadida de ser la realidad y observaba a los jóvenes
que desembarcaban de Europa para fundar un Estado judío separado
como una ficción casi risible, como una utopía irrealizable.
Compraban tierras, hacían venir a inmigrantes; se luchaba contra
ellos, pero no tenían ninguna posibilidad de crear una sociedad
totalmente judía en lugar de la sociedad árabe palestina.
Era inconcebible. Por su parte, los sionistas que vivían la utopía,
simplemente no veían la realidad es decir, a la gente
que tenían ante sí. Y contra lo esperado, gracias a su determinación
y a un concurso de circunstancias excepcionales, ganó la ficción,
y al ganar transformó la realidad palestina en ficción.
Vosotros no existís, jamás habéis existido, no erais
más que árabes indistintos que habíais plantado vuestras
tiendas en lo que desde la eternidad era nuestra tierra. En esa negación
está, en mi opinión, el nudo del problema, ese algo que
se produjo en 1948 y cuyo no reconocimiento se ha quedado atravesado en
la garganta y hace que casi todo sea imposible. En el fondo, los palestinos
han pasado medio siglo bregando para lograr una única cosa: volver
a la realidad, y no sólo geográficamente.
El estrechamiento de manos Arafat-Rabin, en 1993, fue el icono de lo tantos
años esperado. Pero la imagen resultó ser (parcialmente)
engañosa: no se trataba tanto de reconocer la verdad de 1948 como
de otorgar a los palestinos que vivían en los territorios
un status que permite a Israel desembarazarse de unas ciudades palestinas
ingobernables. Pero ese gesto histórico de Rabin se separó
de la coyuntura, permaneció como una brecha formidable en lo no-dicho.
Y, sin embargo, siempre falta algo, ese algo. Tras la euforia de Oslo,
los palestinos constataron que su vida era más difícil (por
ejemplo, la libertad de circular), que los israelíes no respetan
los acuerdos firmados (por ejemplo, las fechas de evacuación de
Cisjordania) y, sobre todo, que la máquina de apropiación
de sus tierras no había dejado de funcionar ni un solo día,
nieve o caigan chuzos de punta, esté quien esté en el poder
en Israel, la derecha o la izquierda.
Incluso lo que se les daba, jamás se les daba como un derecho sino
como una concesión generosa a cambio de otra concesión.
Y cuando llegaba el día de dárselo, si es que llegaba, siempre
se hacía con un respingo. Y todo porque los israelíes siguen
viviendo con su ficción, ésa es su tierra, tienen sobre
ella un derecho histórico legítimo, y lo que ceden
a los indígenas es como un regalo para lograr la paz.
Este foso imposible de cerrar entre las dos partes ha llevado a la explosión
de odio y violencia. Barak ha conminado entonces a Arafat a que logre
inmediatamente la calma, porque si no... ¿qué? ¿La
guerra? Pero, ¿qué guerra? ¿Cuántos muertos
para acabar con tamaña cólera y obligar a los niños
a no tirar piedras? Israel descubre de repente la terrible dialéctica
del fuerte y el débil. Su superioridad militar es tal que no puede
ser utilizada masivamente. Su ficción humanista no
soportaría una carnicería contra una población casi
desarmada ante las cámaras del mundo entero. Igualmente inquietante
para Israel es la rebelión de los árabes israelíes,
esos palestinos de 1948 que se quedaron y a los que se creía
prácticamente domesticados. Se han manifestado para solidarizarse
con sus hermanos de los territorios; les han disparado como a ellos. No
sé cuánto tiempo llevará, ni siquiera si es posible,
pero estoy convencido de que no habrá paz posible si no hay un
abandono formal de la ficción sionista. Las cosas cambiarán
únicamente, quizá, el día que un dirigente israelí
se levante para reconocer públicamente lo que se hizo a los palestinos
en 1948, para inclinarse ante ellos y pedirles perdón ogmat
nefesh (desde el fondo del alma) no sólo por la pérdida
de su tierra y de su país sino sobre todo por la negación
moral que desde hace medio siglo les ha transformado en fantasmas alelados
y violentos.
Parece imposible, sobre todo ahora. Pero la alternativa es una guerra
horrible, sin objetivo y sin fin. El ejército israelí ha
reconocido finalmente que mató al niño en brazos de su padre,
pero también era por su culpa: no debía estar allí.
En resumen, ésta es toda la historia: los palestinos no debían,
sencillamente, haber estado allí, hubiera sido mejor.
* Selim Nassib es escritor árabe. Publicado en El País de
Madrid.
Por
Robert Fisk *
Arafat es el culpable
Vanidoso, nepotista, dictatorial,
despiadado. Yasser Arafat es todo eso; un hombre que estaba dispuesto
a ver cómo mataban a su gente en el campo de refugiados de Tel
al Zaatar, Beirut, asediado por los cristianos libaneses aliados de Israel
en 1976, para poder demostrar al mundo la brutalidad de sus enemigos.
Declaró un alto el fuego. Luego lo rompió. Luego estableció
a los supervivientes de la matanza posterior en las ruinas de la aldea
cristiana de Damour y, cuando los visitó en 1976, le arrojaron
piedras y verduras podridas. Pero él había logrado su objetivo:
demostrar que los aliados de Israel aniquilaban a los palestinos.
Es un cínico, un manipulador, un hombre de zorrería campesina.
Nunca ha sido ningún Che Guevara, sino un hombre que ha sabido
cuál es la cualidad más importante en un dirigente guerrillero:
la capacidad de cambiar de opinión cuando todos los demás
han decidido qué va a hacer. En 1982, rodeado por el Ejército
israelí en Beirut, no le quedaba más posibilidad que rendirse.
Entonces, cuando parecía derrotado, decidió para desesperación
de los libaneses seguir luchando contra el ejército más
poderoso del Medio Oriente. En la invasión israelí de 1982
murieron 17.000 civiles. Dos mil civiles palestinos murieron en la matanza
de los campos de Sabra y Chatila, de la que tanto palestinos como israelíes
responsabilizaron al ministro israelí de Defensa Ariel Sharon.
Los palestinos perdieron. Arafat ganó. Para el mundo árabe,
Sharon sería ya siempre un criminal de guerra.
Estamos orgullosos de nuestra democracia en la revolución,
me dijo una vez Arafat. Es la democracia más ardua y difícil,
porque es una democracia entre pistolas. Pero hemos logrado crearla, y
los luchadores por la libertad a los que se les ha dado esa democracia
seguirán teniéndola en un Estado independiente. Qué
ilusiones.
Al final, cuando se le ofreció un Estado en Palestina, a Arafat
no le interesaba la democracia. Su policía secreta (entrenada por
la CIA) detuvo a los que se oponían a su paz con Israel. Sus familiares
disfrutaron de prebendas. Su erario desvió fondos hacia sus leales
acólitos. Había pasado a ser amigo de EE.UU. e Israel. Confiaba
en ellos. Habló de la paz de los valientes. Era el
presidente de Palestina.
En retrospectiva, Clinton debería haberse acordado de los años
de Beirut. Cuando todos pensábamos que Arafat iba a abandonar el
Beirut sitiado en 1982, superado en armas y efectivos por los israelíes,
decidió seguir luchando. Y ahora, superado en armas y efectivos
por los israelíes en Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este,
de nuevo ha decidido seguir luchando. Sí, ha condenado la crueldad
de los palestinos que han asesinado a sus adversarios.
En las conversaciones de julio en Camp David, se suponía que debía
hacer su concesión definitiva, dejar Jerusalén bajo la soberanía
de Israel, pero prefirió rechazar el acuerdo. Clinton le acusó
de arruinar la paz. Los israelíes le responsabilizaron
de la violencia provocada por Sharon. Pero Arafat, el obediente siervo
colonial, no responde ante nadie más que ante sí mismo.
Quería el Estado palestino que, en su opinión, le había
ofrecido el acuerdo de Oslo, negociado por esbirros que, en su mayor parte,
no hablaban inglés, y sin ningún abogado entre ellos. Le
habían engañado, pensó. Así que nada de tratos.
Arafat posee un rasgo muy familiar para los dirigentes guerrilleros e
incomprensible para los occidentales: cambiar de opinión sin ni
siquiera darse cuenta de que pretende hacerlo. Pero es un hombre que conoce
la brutalidad de la política. Si descubre el punto débil
de sus rivales, golpea. ¿Que israelíes y norteamericanos
le culpan de la violencia en los territorios ocupados? Que
le culpen. Que el mundo decida quién mata a los palestinos. La
responsabilidad ha sido de Estados Unidos y de Israel. Que mueran palestinos
y, de ese modo, prueben la crueldad de losisraelíes. Todo eso lo
aprendió en Beirut. Y ahora lo está empleando en Palestina.
A pesar de todo, es un hombre valeroso. Los israelíes intentaron
matarle bombardeándole en Beirut, aunque aseguraron que no le apuntaban
a él. Los israelíes intentaron matarle en Gaza hace unos
días, aunque aseguraron que no intentaban acabar con él.
En 1982, Arafat anunció que sus palestinos habían vivido
un milagro de heroísmo, un símbolo que
pasará a nuestra historia. En 1982, pidió el reconocimiento
y la protección internacional. Al final, buques de guerra norteamericanos
escoltaron a sus guerreros fuera de Beirut, mientras los civiles permanecían
en Sabra y Chatila para ser aniquilados. Ahora pide ese mismo reconocimiento
y esa misma protección, pero no puede irse. Arafat sabe cuál
es el juego definitivo. Que los israelíes ataquen y maten a los
palestinos. El mundo comprenderá. Es un juego peligroso pero que
los israelíes no han entendido aún.
* Analista inglés. Publicado en El País de Madrid.
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