Son muy diferentes los países, pero son muy semejantes las actitudes: Milosevic y Fujimori perdieron las elecciones y, sin embargo, ambos se exhiben como penosas muestras de adherencia al poder. En México sucedió lo mismo con la triste figura de Salinas de Gortari. En Brasil, la incapacidad y los escasos escrúpulos de un presidente armado a la medida de la publicidad electoral desataron una crisis política. Y más atrás aparecen Somoza en Nicaragua, Trujillo en Dominicana, Gómez en Venezuela, el tardío ejemplo de Stroessner. Todos inspiradores de Asturias, Valle Inclán o García Márquez. Todos, investidos como presidentes constitucionales de repúblicas siguiendo los ejemplos señeros de Porfirio Díaz, eternamente reelecto en teoría sobre la base de una Constitución liberal de texto admirable.
Esos fueron algunos resultados prácticos del sistema presidencialista, elogiado y casi intocable para la mayoría de los políticos latinoamericanos. Suele decirse que es el que corresponde a nuestra tradición. Probablemente sea cierto, pero las tradiciones no tienen valor por sí mismas sino por sus resultados: si no, la Asamblea del año XIII no debería haber abolido la tradición de la tortura.
Además, en política no existen personas infalibles: el gobierno parlamentario es más fuerte y estable que el presidencialista, en el que el sistema es débil porque está en constante dependencia de cualquier accidente de una persona. En un sistema parlamentario, si un jefe de gobierno es bueno puede ser reelecto indefinidamente sin poner en peligro la democracia. En el parlamentario el gobierno es más fuerte porque siempre cuenta con mayoría legislativa. Siempre es más fácil la tentación de usurpar el poder por parte de una persona que por parte de un cuerpo.
Los políticos de la región dicen que no tenemos experiencia en el sistema parlamentario. Es natural, porque nunca la tuvimos. Dicen que los parlamentos están desprestigiados. Lógico: los presidentes pretenden manipularlos, los eluden con decretos-leyes y apoyan a los candidatos más mediocres, elegidos por su obediencia al Ejecutivo y no por su capacidad.
En el fondo, los argumentos presidencialistas esgrimen dos razones de diversa índole. Por un lado el temor a la innovación: toda corporación mira con desconfianza cualquier modificación de sus reglas de juego. Por otra parte, parece difícil renunciar a la posibilidad de llegar a ejercer un día ese poder tan fuerte y concentrado con el que se ha soñado.
Pero las realidades que podrían llevar a un cuestionamiento del presidencialismo son más fuertes que esos argumentos.
La �globalización� es un nuevo momento de poder mundial cuyas características son, entre otras, la circulación de capital sin costo y en busca de mayores rentas en perjuicio de los salarios y la inversión social, la polarización de riqueza, el incremento de la conflictividad social, el hundimiento de las clases medias y, en lo político, la pérdida de poder de los Estados nacionales, que carecen hoy de interlocutores y por ende de la vieja y tradicional capacidad de mediación entre las fuerzas de producción.
Caben pocas dudas de que el objetivo actual de los Estados consiste en garantizar el tránsito por esta emergencia con los menores costos humanos posibles.
Esta nueva función de los Estados, condicionada por su debilitamiento mundial, tiene inevitables consecuencias políticas internas, como que los viejos antagonismos con frecuencia pierden vigencia ante la necesidad inmediata de proveer soluciones. No se trata de la muerte de las ideologías, ni de la invocación de un equívoco �pragmatismo�. Se trata de afrontar una situación realmente peligrosa para los pueblos, que desbarata toda red de contención social con consecuencias imprevisibles para los derechos humanos en general. Es natural que ese dato de la realidad del poder deba modificar el comportamiento y las actitudes de los políticos y, por ende, configurar nuevos mapas de coaliciones políticas en los planos nacionales. A ello obedece que en varios países se observe la sana tendencia a deponer los viejos antagonismos para conducir el buque en medio de la tormenta. No son pocos los gobiernos configurados hoy en forma que hasta hace unos años era inimaginable. Estas coaliciones políticas serían inconcebibles fuera de la situación de riesgo que genera el poder financiero anónimo e incontrolado en busca de mano de obra esclava y menor inversión social.
El alto grado de consenso necesario para moverse por la zona de riesgo de este nuevo momento del poder mundial sólo lo pueden obtener coaliciones más o menos amplias, e incluso no sólo políticas, sino abiertas también a la participación de sectores de la sociedad civil.
Como toda realidad de poder, esas coaliciones, integradas por personas que pueden disentir con aspectos puntuales de la gestión de gobierno pero que coinciden en las medidas centrales de corto y mediano plazo, requieren un marco que permita su adecuada canalización institucional. El presidencialismo, con la concentración de poder en una persona, no es ese marco, sino que, por el contrario, puede dificultar la configuración de gobiernos ideológicamente plurales y definidos por objetivos de corto y mediano plazo.
Sin duda que el paso del presidencialismo al parlamentarismo exige una reforma constitucional y esta perspectiva suele provocar en la Argentina reacciones poco racionales. Realmente una reforma constitucional es una cuestión seria, que debe ser meditada con cuidado, pero esto no significa que la Constitución sea intocable, pues se trata de un instrumento que es necesario adaptar a los tiempos. De allí que, por ejemplo, la Constitución de los Estados Unidos tenga un altísimo número de enmiendas.
Si cualquier reforma constitucional debe ser bien meditada, sería conveniente comenzar a hacerlo cuando no hay urgencia inmediata. Siempre es sano adelantarse a las coyunturas, justamente para evitar las reformas apresuradas.
* Interventor en el Instituto Nacional contra la Discriminación. Penalista. Profesor universitario.
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