48 o 47 por ciento contra un 44 por ciento: ésta era la ventaja que el gobernador republicano de Texas George W. Bush mantenía sobre el vicepresidente demócrata Al Gore al iniciarse ayer el tercer y último debate con vistas a las elecciones presidenciales del 7 de noviembre próximo, por lo cual la confrontación se cargaba de un sentido casi final. Del desenlace de este choque se encargarán las encuestas de los próximos días, pero dos cosas parecían ciertas al finalizar el duelo: Al Gore repuntó respecto a su performance anterior, donde la prudencia de sus asesores contra el negative campaigning lo redujo gran parte del tiempo a la pose de un león enjaulado; pero Bush no fue derrotado de modo claro en ninguno de los sucesivos rounds de la pelea, y hasta volvió a lograr la hazaña de presentarse a sí mismo como el outsider respecto del establishment y como al hombre de la gente pequeña ante la conjura de intereses especiales de Washington, DC. El mejor momento de Al Gore fue en la confrontación sobre política impositiva. En este debate, las preguntas corrieron por cuenta de unos espectadores que dijeron pertenecer a los indecisos del censo electoral, los que probablemente decidirán el resultado final, y a ellos apeló directamente Gore cuando sostuvo que era a �ustedes�, a la �clase media�, que el paquete impositivo de Bush perjudicaría, en beneficio de los segmentos más ricos de la sociedad. Bush, como es costumbre, eligió desviar los ataques e interrogantes directos de su adversario, o por lo menos confundir y desplazar los temas, como para dar la idea de que se trataba de materia opinable. Posiblemente su mejor momento haya sido en sus palabras de cierre, en que luego de presentarse como el candidato de la gente ante el �gran gobierno federal� defendió el refuerzo militar y sostuvo que el superávit fiscal existente �es dinero de la gente y no del gobierno� y que corresponde devolvérselo a la gente para que pueda �ahorrar, soñar y construir�. Gore, en sus declaraciones de cierre, había enfatizado �y no por primera vez en la confrontación� su enlistamiento en la guerra de Vietnam, que Bush evitó; Bush, a su turno, subrayó que cada vez que realizara un juramento como presidente se atendría no sólo a la verdad sino al respeto al �honor y la dignidad� del cargo, una alusión no demasiado indirecta a los devaneos de Bill Clinton con Monica Lewinsky. Aprovechando la crisis en Medio Oriente, Bush subrayó la defensa de Israel, pero también la necesidad de trabajar con las naciones árabes moderadas, mientras Gore destacó su actual desempeño en el Consejo de Seguridad Nacional, su participación en Vietnam y su experiencia como cartas fuertes en materia de política exterior. El resto fue la repetición en otro contexto de las posiciones conocidas de ambos candidatos sobre posesión de armas, salud, educación y protección al medio ambiente. Esta campaña se despliega como una inmensa anomalía: Gore, con la formidable prosperidad económica que atraviesa Estados Unidos, debería estar posicionado para ganar por una avalancha de votos, y sin embargo la puja es reñidísima y cada voto cuenta. En esto entra decisivamente el factor de �gustabilidad� de los candidatos: no es que Bush enamore, sino que Gore no convence. Le quedan tres semanas para hacerlo.
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