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La ópera con la que Sergei Prokofiev
proyectaba seducir a Josef Stalin

¿Está bien hacer una obra que enaltece al Ejército Rojo? �Semyon Kotko�
 une un libreto lamentable con una música maravillosa.

Sergei Prokofiev escribió una ópera didáctica que pasó al olvido. Gergiev la rescata al frente del equipo del Teatro Kirov.
Por Diego Fischerman

t.gif (862 bytes) Si los héroes fueran los integrantes de la Gestapo o el final feliz se resolviera con la entrada de las tropas de ocupación a París, nadie tendría dudas. Ni la música más hermosa podría resistir tamaños despropósitos y, en ese sentido, es una suerte que el nazismo no contara con compositores demasiado talentosos. El stalinismo, en cambio, tuvo dos. La crítica occidental �léase capitalista� intentó disfrazar de oposición (o de impotencia frente al régimen) muchas de sus actitudes. Pero pocas músicas (y pocos autores) resultaron tan coherentes con los ideales del realismo socialista como Shostakovich y Prokofiev. Es cierto que el pesimismo de uno y el sarcasmo del otro resultaban un poco difíciles para los sencillos lineamientos de Stalin. Pero si sus músicas nunca fueron del todo aceptadas (aunque de hecho a ambos se los consideró los grandes músicos nacionales) no fue por falta de convicción de los artistas sino por ignorancia de los funcionarios.
Sergei Prokofiev, que había pasado su primera juventud en París y los Estados Unidos, que en muchos aspectos había sido contemporáneo de Stravinsky en su concepción del ritmo como motor de la narración (en sus Sinfonía Nº 2 y Nº 3, por ejemplo), decidió volver a la Unión Soviética en los años �30. Para él resultaba vital componer una obra que mostrara a las autoridades del partido cuán confiable podía ser y se dedicó a buscar un libreto. Si bien es cierto que en el llamado Occidente los compositores podían escribir lo que se les diera la gana, también lo es que sólo la Unión Soviética era capaz de pagarles para que hicieran exclusivamente eso. Prokofiev, en Occidente, debía tocar el piano, dar conferencias, pujar por un encargo. En su vieja patria era un compositor. O quería serlo. Romeo y Julieta, su genial ballet de 1936, no se tocaba por culpa de un malentendido burocrático, una cantata que había escrito en 1937 para conmemorar los 20 años de la revolución fue encontrada políticamente incorrecta y la obra por la que había obtenido un mayor reconocimiento era Pedro y el lobo. Intentó trabajar con el novelista Valentin Katayev y el resultado fue una especie de cuento popular ucraniano. Prokofiev lo revisó, lo corrigió y lo transformó en una historia en donde triunfa el sentido colectivo por sobre los vicios del individualismo y donde la escena final de festejo transcurre durante el desfile de un 1º de Mayo en la Plaza Roja, en que los protagonistas �Semyon y Sofya� alzan al hijo para que pueda ver al glorioso Ejército Rojo.
La ópera Semyon Kotko, como era de esperarse, cayó en el olvido. Y Valery Gergiev, al frente del equipo del Kirov, decidió exhumarla. La grabación causó escándalo. Los ingleses de Gramophone, que se la tomaron en serio, pusieron el grito en el cielo. Los más cosmopolitas (y más snobs) de Le Monde de la Musique y Diapason (las principales revistas especializadas de Francia), en cambio, cantaron loas. Lo que sucede es que la música es genial y la interpretación, en la que se destacan los cantantes Viktor Lutsiuk, Lyudmila Filatova y Olga Savova y el espectacular coro del Teatro Mariinsky, resulta memorable. Con mucho de Romeo y Julieta, una utilización brillante de motivos rítmicos de danzas populares y una orquestación riquísima, Semyon Kotko aparece como una de las grandes revelaciones del repertorio. Por lo menos para los que no entienden ruso.

 

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