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ESTRENOS DE LA SEMANA

Fusionando sofisticación y crudeza, fiereza y estilo, la ópera prima del joven director se convierte en una de las revelaciones de la temporada. En �Las mujeres arriba�, la española Penélope Cruz se luce en la cama y la cocina.

�AMORES PERROS�, ALEJANDRO GONZALEZ IÑARRITU
México como el infierno tan temido

Los personajes de �Amores perros� siempre parecen estar en el límite de sus propias fuerzas. El film arrancó ganando la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, en mayo pasado.
Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes) Un coche corre a toda velocidad, perseguido por una camioneta y esquivando autos en medio del tránsito enloquecedor del D.F. mexicano. Entre volantazos, arranques y frenadas, entre planos cortos y jadeantes cortes de montaje, el chofer y su acompañante se gritan, se insultan. En el asiento de atrás se entrevé a un perrazo que se desangra, enchastrando a los ocupantes del auto. Habrá un choque tremendo en una esquina. Como chocado también, el relato saldrá despedido entonces hacia atrás, reconstruyendo las circunstancias que llevaron hasta allí. 
El comienzo de Amores perros es de esos que toman al espectador por el cuello. En nueve de cada diez películas, esa clase de sacudones suelen ser apenas un maniobra de seducción, detrás de la cual no hay nada. No es el caso de Amores perros. A lo largo de dos horas y media, la película hilvana un ramillete de historias que se superponen y entrelazan y le toma el pulso nervioso a su ciudad y su tiempo, sin que la tensión decaiga un solo segundo. Conviene ir anotando el nombre del responsable, porque sin duda tiene mucho para contar y vaya si sabe cómo hacerlo. Se llama Alejandro González Iñárritu, es mexicano, tiene 37 años y debuta con esta película que batió records de recaudación en México, fue favorita de crítica y público en el reciente festival de San Sebastián y ganó ya una buena cantidad de premios. Empezando por el de la Semana de la Crítica en Cannes y terminando (por ahora) con el que obtuvo, el domingo pasado, en el Festival de Chicago. 
Ex disc-jockey, publicista, dueño de una radio, González Iñárritu resulta una de las revelaciones más estimulantes que haya dado, de un buen tiempo a esta parte, no ya el cine latinoamericano sino el cine a secas. De modo poco frecuente, Amores perros fusiona víscera y cerebro, sofisticación y crudeza, fiereza y estilo. Fresco exuberante, la película de Iñárritu es pura ficción, pero se parece también al electrocardiograma de un tiempo y una ciudad donde ricos y pobres conviven al borde mismo del estallido. Y el estallido ocurre, en esa esquina donde todas las historias chocan brutalmente. Como pedazos de un espejo hecho trizas, esas historias se reflejarán o refractarán entre sí. De todas las historias posibles, González Iñárritu y su guionista, Guillermo Arriaga eligen tres, que narrarán primero en forma sucesiva, para comenzar a esparcirlas y entrecruzarlas más tarde. 
Esos relatos atraviesan Ciudad de México como si fueran las capas de una cebolla. El primero es pura violencia contenida, una olla cuyo hervor no para de subir, en un barrio más o menos marginal. Allí, el delito parecería el único escape y las peleas de perros, donde se salta a la yugular, la representación última del odio entre hermanos. El segundo, bien distinto, narra el abandono de su familia por parte de un señor burgués, y su relación con una muñequita rubia, una modelo llamada Valeria Amaya. Si en el anterior el realismo sucio daba la tónica, aquí el registro vira a la sátira social, para derivar más tarde al cuento cruel de tradición sajona. Hay un perrito lanudo y unas ratas voraces, y en elcuerpo de la modelo, cada vez más estragado, parecerían materializarse los desastres de la guerra conyugal. Para más referencias, la actriz es española y se llama, sí, Goya Toledo. 
La última es la historia del Chivo, que en los 70 supo ser guerrillero y a quien ahora llaman así por su aspecto o por su aroma. El Chivo vive del cirujeo y acepta los �trabajitos� derivados por un policía astroso, que recuerda enormemente al Quinlan de Welles en Sed de mal. Hay un aire de fábula en la historia del Chivo, un inédito cruce entre cine político y cuento de fantasmas, entre policial negro y cuento moral, entre thriller y culebrón familiar a la mejicana, que le pone el rulo más barroco y audaz a Amores.... No sería igual el vasto fresco de González Iñárritu si no se viera propulsado por buena parte del rock más vital que se toca hoy del Río Grande para abajo, desde los Kuryaki hasta los Bersuit, pasando por Café Tacuba y Control Machete. Gentileza de don Gustavo Santaolalla, sintonía perfecta con un film tan vivo y contemporáneo, tan de acá y de todas partes como la música que en él se oye.

 


 

�YENDO AL COLEGIO CON PAPA SOBRE MI ESPALDA�
�La película de la semana�, en chino

Por Martín Pérez

Los personajes son tres: padre, hija con edad de ir al secundario, hijo con edad de primaria. La casa es humilde, y sólo uno de ellos podrá ir a la escuela. �La decisión la tomaremos como siempre�, dice el padre, y hace girar una gran cuchara sobre la mesa. El mango señala al pequeño Shiwa, que festeja su suerte. Aunque inmediatamente se arrepienta de festejar ante su sacrificada hermana. Shiwa irá al colegio todos los días, cruzando un peligroso río en pos de su educación. �No hay nada mejor que ir a la escuela�, dicen todos en el pueblo. 
Tercer opus en la filmografía del director chino Zhou Youchao �cuyo currículum lo presenta como un director del plantel de los estudios Xi�an, colaborador de los primeros films de Zhang Yimou�, Yendo al colegio con papá sobre mi espalda es un film basado en una historia real. Presentado por primera vez en el Festival de Mar del Plata de 1998, Yendo... es un despojado film rural que desarrolla una historia moral, la del sacrificio de una familia pobre en pos de la prosperidad del hijo más pequeño. Peludo y suave como Platero, Shiwa es un niño sonriente que trata de extraer lo mejor de la vida al tiempo que se da cuenta de que ese bien le llega por el sacrificio de sus familiares. �Todos somos iguales, nadie es mejor�, se le escucha decir a alguien en el pueblo cuando la educación de Shiwa da sus frutos y gana un premio en una olimpíada de química. 
Drama de tierra adentro, cuyo título anuncia la digna negativa final del protagonista en aceptar sacrificios que van en contra de sus sentimientos (y �¿por qué no?� principios), Yendo... es por eso mismo un film totalmente previsible a partir de que está planteada su trama. Su devenir es metódico cual reloj melodramático, en el que a las pequeñas alegrías le corresponden las grandes tristezas, y en donde la única dignidad es la de la tragedia. Retratando un universo tan pobre que la menor alegría es de una riqueza suprema, Yendo... termina funcionando cinematográficamente de la misma manera: sus pocos aciertos deben alcanzar para satisfacer al espectador con ganas de ver cine de otros lares. Y así olvida que sólo ha presenciado apenas una exótica �película de la semana�, el nombre que tenían los poco pretenciosos melodramas de la vida real que solía exhibir el viejo Canal 9.

 


 

Todos las miradas son para Penélope

Penélope Cruz interpreta a una virtuosa garota bahiana.
Como una semidiosa griega, también tiene un talón de Aquiles.

Por Horacio Bernades

�Había una vez, en la tierra de la bossa nova�, se oye de entrada, como para que quede claro que lo que viene es un cuento de hadas. Un cuento de hadas alla Hollywood, con hermosas postales de Bahía (no Bahía Blanca, sino la de Jorge Amado) y una brasileña igualmente hermosa. Aunque en realidad es española y habla o champurrea en inglés, como el resto del elenco. Y que triunfará en Hollywood. O en San Francisco, que queda ahí nomás. 
Historia de triunfo en la que todas las miradas (las del resto del elenco y de los espectadores) se dirigen fatalmente en dirección de la refulgente Penélope Cruz, más que una rampa de lanzamiento para la madrileña en la Meca del Cine, Las mujeres arriba podría verse, por qué no, como un reflejo de su carrera. De su futura carrera, ésa es la curiosidad. Penélope, que da a la perfección el tipo latino, viene de atraer las miradas del mundo angloparlante gracias a Todo sobre mi madre. Donde, paradójicamente, hacía de monjita a cara lavada. En los próximos meses aparecerá nada menos que en cuatro películas habladas en inglés, en una de ellas haciendo pareja con Tom Cruise. Que es como decir top of the top. 
Anticipando todo eso, aquí Penélope es Isabella, garota bahiana que, como semidiosa de la mitología griega, tiene una virtud y un talón de Aquiles. Cocina como los dioses, pero sufre de mareos cada vez que se desplaza. Su virtud la hace llamativamente parecida a la mexicana Lumi Cavazos de Como agua para chocolate, todo un modelo de cinelatinoamericano-diseñado-para-triunfar-en-Hollywood. Basta con cambiar tamales y fajitas por pimenta malagueta y aceite de dendé para obtener la misma receta. En cuanto al mareo en los viajes, el guión lo relaciona con cierta compulsión por manejar cada situación de su vida, incluidas las posiciones amatorias. Un modo de darle barniz de �mujer moderna�. Sin embargo, el curso de la fábula la mostrará como versión aggiornada de la linda princesita de los cuentos tradicionales, con ollas y sartenes por ámbito natural.
Extrañamente firmada por el argentino Luis Bacalov (que había recibido una acusación de plagio por su partitura de El cartero), sería injusto negar que Las mujeres arriba tiene una preciosa banda de sonido, llena de bossas cantadas con la cadencia justa por el poco conocido pero excelente Paulinho Moska. Lo raro es que, según la gacetilla de prensa, la realizadora Fina Torres �pasó dos años en Brasil, haciendo una verdadera investigación de arqueología musical�. Al cabo de los cuales descubrió tesoros tan desconocidos como... Aquarela do Brasil, Falsa bahiana y Sonho meu. Que a Penélope Cruz la ama la cámara y que el color rojo le sienta de maravillas, no es ningún descubrimiento. Que al público estadounidense le encanta imaginar su patio trasero como una tierra de fábula, tampoco.

 


 

Los caminos magistrales del iraní Abbas Kiarostami

El director de �El sabor de la cereza� y �Detrás de los olivos� vuelve hoy a la cartelera de Buenos Aires con tres de sus films claves, que confirman su condición básica de pensador del cine.

Por Luciano Monteagudo

En sus ensayos La imagen-movimiento y La imagen-tiempo (Ed. Paidós), el filósofo francés Gilles Deleuze partía del supuesto de que �los grandes autores de cine pueden ser comparados no sólo con pintores, arquitectos, músicos, sino también con pensadores. Ellos piensan con imágenes en lugar de conceptos�. Ningún cineasta contemporáneo parece ajustarse mejor a esta descripción que el iraní Abbas Kiarostami. Su tardío descubrimiento en Buenos Aires, dos temporadas atrás, con El sabor de la cereza, permitió comprobar que para Kiarostami el cine es, ante todo, un medio de conocimiento, una forma de reflexionar sobre la realidad, una manera de convertir a la pantalla en un espacio para la meditación. Los tres films que ahora llegan de un solo golpe a Buenos Aires �por una audaz iniciativa de la distribuidora Contracampo� no hacen sino confirmar a Kiarostami como uno de los grandes creadores del cine contemporáneo, un director capaz de explorar una y otra vez las infinitas posibilidades de su medio de expresión, pero sin resignar por ello su capacidad de asombro ante el mundo y su profundo humanismo.
Es revelador, por ejemplo, enfrentarse ahora a ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987). Trece años después de su realización, este film magistral no sólo no ha envejecido en nada sino que, más aún, parece filmado hoy mismo, como si hubiera prefigurado el futuro del cine. Considerada la primera parte de la llamada �Trilogía de Koker� �que completan Y la vida continúa... y Detrás de los olivos�, ¿Dónde está la casa de mi amigo? es un Kiarostami clásico, en la medida en que la simplicidad de la historia que el director tiene para contar �y la increíble economía de sus medios expresivos� esconden una riquísima complejidad formal y conceptual, que el film irá revelando muy paulatinamente, en el transcurso de su desarrollo. 
Al regresar de la escuela, un niño llamado Ahmad descubre que se ha llevado por error el cuaderno de su compañero de banco y se empeña en devolvérselo esa misma tarde, para que su amigo pueda completar la tarea y no sea amonestado por el maestro. La empresa, sin embargo, no será fácil: ese chico vive lejos, en un pueblo vecino, y en el camino Ahmad irá sufriendo toda una serie de pequeños percances que irán obstaculizando su cometido. Ese recorrido de Ahmad tiene mucho de parábola, en la medida en que a partir de un relato breve de la vida cotidiana se plantea la posibilidad de iluminar una dimensión espiritual. Este vínculo entre la ficción narrada y la realidad a la que remite, este procedimiento �parabólico�, será una constante en toda la obra posterior de Kiarostami, pero aquí aparece quizás en su forma más pura, particularmente en los bellísimos tramos finales, cuando la noche se cierne sobre Ahmad, que parece a punto de ser arrastrado por la oscuridad y el viento.
Mucho menos lírico, pero sin duda aún más complejo es Primer plano (1990), el film que el propio Kiarostami considera como su favorito, una obra que en su cuestionamiento radical de las fronteras entre documental y ficción se convirtió en una influencia determinante para todo el cine iraní y muy particularmente para la obra de Jafar Panahi y Samira Majmalbaf, los autores de El espejo y La manzana respectivamente. A partir de un hecho real, extraído de la crónica diaria �un hombre se hizo pasar por un famoso cineasta iraní (Mohsen Majmalbaf) para ganarse el respeto y la confianza de una familia�, Kiarostami convoca a todos los involucrados en el caso y, con ellos como intérpretes de sí mismos, vuelve a poner en escena la situación. El resultado es tan inédito como inquietante, en la medida en que la realidad parece multiplicarse a sí misma, como si se tratara de una serie de espejos superpuestos que terminan reflejando infinitos puntos de vista. 
Primer plano es también un film crucial en la medida en que introduce en la obra de Kiarostami aquello que, desde una perspectiva occidental, podría considerarse un procedimiento socrático: la organización de preguntas y respuestas convenientemente orientadas para ir descubriendo las distintas capas de una verdad. Este método interrogativo, esta �conversación� entre sus personajes se extiende en toda su exigencia al espectador, que pasa así a ser parte activa del film, como sucedía en los distintos encuentros que pautaban El sabor de la cereza.
Aunque quizás más enmascarado, ese procedimiento también está en el corazón de Y la vida continúa (1992), el tercero de los estrenos de este fundamental ciclo Kiarostami. Un director de cine �el que habría filmado ¿Dónde está la casa de mi amigo?� vuelve a Koker, el pueblo donde se rodó aquella película, para tener noticias de su pequeño protagonista, después de un terrible terremoto. El cineasta viaja a bordo de un viejo Renault 5, acompañando por su pequeño hijo, que no cesa de hacerle preguntas. Y el cineasta mismo interroga una y otra vez a sus interlocutores, para saber si podrá llegar a Koker, qué camino debe seguir (a cuál más sinuoso) y quién le puede informar acerca de Ahmad o su familia. 
El sonido directo, la noción de tiempo real, la manera de encuadrar el paisaje, hacen de Y la vida continúa una road movie de una inmediatez absolutamente infrecuente. Nada más real, parecería, que un plano de Kiarostami, en el que la materialidad de sus imágenes es tal que da la impresión de que es uno mismo quien recorre un camino serpenteante a bordo del auto. Y, sin embargo, anclada en esa realidad, vuelve a aparecer la parábola, en este caso la idea que evidencia la voluntad demiúrgica del cine de Kiarostami: la noción de que el cine �no importa qué terremotos se interpongan en su recorrido� no es otra cosa que reconstruir el mundo a partir de sus fragmentos, de sus escombros.

 

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