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el Kiosco de Página/12

Lánguido cuerpo
Por Enrique Medina

Súbitamente el tipo siente que debajo de la costilla izquierda una bola se infla impidiéndole respirar y causándole fuertísimo dolor. Se acuesta sin lograr mejoría. Es peor: gire para donde gire el pecho duele feo y exige aire extra que el tipo no está en condiciones de ofrecer. Cree que le ha llegado la hora. Se tranquiliza. En un segundo hace el balance de su existencia y entiende que además de haber disfrutado de la vida, según sus particulares promedios, ya tiene edad suficiente como para morir. Fue auspiciosa la lectura de las cartas, gracias a ellas podría espichar en paz, sin reproches, �vida, nada te debo; vida, nada me debes�. Se acomoda sentado porque de esa manera el ahogo no es tanto, lo soporta. Pero no hay manera de ponerse en una posición determinada y efectiva para evitar el dolor fuertísimo; tiene que esforzarse de pie, caminar, abrir la boca como un cocodrilo para que el aire se digne a entrar. Así está unas dos horas atribuyéndole al tinto estar en mal estado o al pescado descomponerse sin respetar la fecha de vencimiento estampada en la base de la lata. Y como el tinto ha hecho su efecto, luego de atroces dolores y sofocaciones, se duerme con la idea de que al rato estará jugando al ajedrez con Dios o San Pedro. Pero despierta al día siguiente. El cansancio lo agobia tanto que cree que le falta la mitad de la humanidad. Se viste despacio y llama a Eduardo. Este, luego de escucharlo, le dice que llame urgente a emergencias, ya, ya. Cree que Eduardo exagera, así que antes de llamar decide ducharse y vestirse como para una entrevista seria. Llama. Ya se sienta a esperar. Como el suceso ocurre en Argentina, él piensa que tiene para largo. Pero la ambulancia llega casi de inmediato y la doctora de rulitos y anteojos con meridiana seriedad le dice que tendría que estar acostado, que no tenía que haber hecho nada, nada de esfuerzo, ni vestirse ni haberse duchado, sólo esperar. El enfermero abre una valija que se transforma en una máquina que le controla el corazón; luego abre una silla plegadiza que ha traído con disimulo y le pide al tipo que se siente para llevarlo a la ambulancia. El tipo se niega con timidez. Los vecinos, piensa. Ni loco. No quiero que los vecinos me vean y se maten de risa, no, me niego. Lo sientan y por suerte no hay nadie ni en los palieres, ni en el ascensor, ni en la vereda. Así que en un santiamén está acostado dentro de la ambulancia escuchando el ulular de la sirena que pide espacio para él, algo que jamás había imaginado pudiera sucederle; y se da cuenta de que es mortal como la más arrogante de las cucarachas. En el sanatorio lo llevan por pasillos de los que sólo recordará los tubos fluorescentes, y una morocha impresionante vestida de enfermera que lo mira como todo hombre sueña que lo mire una morocha como ella. Lo meten en la sala de unidad coronaria y otras enfermeras lo pasan a una cama, lo desnudan y le clavan agujas de suero, sangre y esas indiscreciones. Y todos se van y se queda tranqui tranqui sabiendo que ha zafado, esta vez. Lo pasa bien. Atención de primera. Médicos amabilísimos le juran y explican que no es un infarto sino una pericarditis, inflamación del pericardio, etcétera. Justo a su lado, hay un paciente de casi cien años, más entubado que red telefónica del subdesarrollo. Pregunta a las enfermeras y le dicen que está desde hace días, inconsciente. El cuerpo completamente desnudo no es simpático, sube y baja de acuerdo con las aspiraciones que el buen anciano puede marcar en su inconsciente. Colocan unos biombos bajos para que el tipo no vea el espectáculo del anciano en esa etapa insulsa-insípidainolora-inodora-vejatoria para él y los que lo ven. Pero de tanto en tanto tienen que correr el biombo por necesidad de espacio en función de trámites de mantenimiento, así que el tipo durante ese día de internación se entretiene viendo a médicos controlando la pantalla y a enfermeras cambiando tubos y cubriendo las necesidades más primarias en el lánguido cuerpo desnudo de transparente piel arrugada y sin color. Tiene necesidad el tipo de hacer pis. ¡Quédese quieto! Me pisho. No puede levantarse, tome esta chata. Imposible en una chata. Usted no se puede mover. Si no mepongo de pie no puedo hacer pi-pi, soy complicado para eso, necesito la posición natural de todo ser humano en uso de sus derechos ídem. Imposible, no se puede levantar, está prohibido. Me meo en la cama. Aguante. Luego de un tira y afloja algo insolente, la enfermera le trae una especie de florero que ella identifica como papagallo exigiéndolo que lo llene de pis. Siéntese. No es suficiente, debo bajarme. No puede pisar el piso. Usted parece un trabalenguas, tengo que pararme, sentado no puedo, no puedo ordenarle a mi cuerpo que envíe el pis a la uretra. Viene la doctora. Siéntese. No me siento. Se va, enfunfurruñada. El se harta, se baja, pisa las baldosas frías y espera que el líquido inicie el descenso. Si en situación normal tarda para hacer pis en un inodoro (ya que en los mingitorios comunitarios de los bares le es complicado), ni hablar sabiendo que toda la sala está pendiente de él. Tarda en llegar el pis, pero al fin aparece el chorrito. Es un chorrito bastante tímido y tartamudo, lejos de la petulancia y muy cerca del aviso fatídico. La cantidad sorprende a la enfermera. ¿Lo analizan? Sí.
Al mediodía no le dan de comer. Me viene bien, adelgazo. Levanta la cabeza y observa la distribución de las camas, unas veinte. Es un lugar demasiado apacible, así que empieza a contarles chistes a las enfermeras mientras la rayita de su monitor sube y baja, igual que el lánguido cuerpo del noble anciano entubado.


REP

 

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