Por Miguel Bonasso
Es notable y hay que decirlo de una buena vez: en este país de instituciones volátiles, poderes frágiles y famas vertiginosas, donde ni los vicepresidentes ni los rasputines logran llegar al año, �Polémica en el bar� se mantiene inconmovible, como una roca de tradición, como un monumento al revival que desafía las mudanzas de la globalización y los tartamudeos de video clip del posmodernismo.
Y eso se debe, también hay que decirlo, a un creador, Gerardo Sofovich, que dejó una profunda huella en el canal estatal, aunque muchos amargados se pregunten si dejó alguna otra cosa más.
Un televidente que hubiera entrado en profunda catalepsia viendo este programa hace treinta y cinco años y despertara cualquier día (entre lunes y viernes) a las ocho de la noche, podría creer que el tiempo no ha pasado desde que cerró los ojos. Sólo habría que explicarle quién es (o fue) De Santibañes; que el Chacho no es el caudillo de la cabeza en la picota y que De la Rúa no es un seudónimo de Arturo Illia. También habría que explicarle otras menudencias como las imágenes en color, el cambio de elenco forzado por la biología y la ausencia �esa sí notable� de Fidel Pintos, que ahora mira melancólicamente desde el sepia de una fotografía colgada en la pared. En esa escenografía de Ponchi Morpurgo y otro señor que no recuerdo, que acentúa la idea de permanencia, la ilusión de un café porteño que en la realidad ya fue reciclado o convertido en pizzería. Y donde se hace muy difícil encontrar parroquianos con el tiempo, el ánimo o las calorías necesarias, para pelearse a gritos aunque sea por pelotudeces, en un ersatz de la pasión. Y ni hablar de aquellas mesas académicas, donde Discepolín (que ahora funge de cortina y separador con su Cafetín de Buenos Aires) aprendió filosofía, dados, timba y la poesía cruel de no pensar más en él.
Superadas las referencias previsibles y banales a la coyuntura política, formuladas desde el neomenemismo de Radio 10 por Oscar González Oro, el televidente cataléptico de hace treinta y cinco años (que es un resucitado madurón, de clase media baja, pelado, gordo, porteño, machista y bastante facho, aunque no tanto como para vulnerar el digestivo �no te metás�) sonríe feliz, pensando que en todo este tiempo no se ha perdido nada. Ni un eructo.
Es verdad que hay personajes distintos: el �negro con gemelos� que compone González Oro o el rockero con el pelo rojo extraído de �Beavis and Butthead�, a cargo del ex Twist Pipo Cipolatti. Pero pronto, al ver y escuchar a los nuevos parroquianos que giran en torno al eje y certificado de continuidad del programa, ese Sofovich reconocible pese a los agravios del tiempo, nuestro cataléptico se tranquiliza: el año 2000 nos ha encontrado dominados, pero pedorreándonos juntos, lo más calentitos, en la astracanada y el chiste previsible que sólo hace reír a los carcajeantes en off de los sitcoms norteamericanos.
Seguimos peleándonos por pavadas (por la edad de la Membrives, como decían los comediantes españoles de otras épocas) y amplificando en los horarios centrales los disparates que muchas veces se le ocurren al hombre común y aquí corren a cargo de Rodolfo Ranni, que propone como solución la monarquía y cautiva la modestia intelectual de nuestro resucitado con referencias al mito de la Atlántida que tienen el inconfundible sello de fábrica del Selecciones del Reader�s Digest. En contrapunto con �la Bestia�, a cargo de Miguel Angel Rodríguez, que entra cantando �siga el baile, siga el baile�, bebe la sopa estruendosamente, amenaza con chorrearla sobre la mesa, agrede al solemne González Oro por confundirle �la riñonera negra� con �otro paquete� y se burla de una negritud adornada con gemelos de oro, que contiene tanta rebeldía como la del Tío Tom y hasta puede servir como salvoconducto en los micrófonos de Radio 10 para darle con un caño a los verdaderos �gronchos� del año 2000, esos �bolitas� y �perucas� que pierden los dientes en la revista La Primera y ni siquiera tienen la astucia de usar gemelos para compensarlo.
La Bestia no tardará en cautivar a nuestro cataléptico preguntando �¿Qué hizo ahora Beethoven?�, cuando Ranni exhume al autor de la Novena. Y reirá con todos sus dientes, cuando Rodríguez les pregunte a los contertulios: �¿saben quiénes derrotaron a los indios mayas?� y se responda enseguida: �los indios tangas�.
Tampoco el rockero pelirrojo y anteojudo sobresalta a nuestro cataléptico. Al comienzo le llama la atención su aspecto, que no parece el de un beatle, pero termina por conquistarlo con una extensa fábula sobre la jirafa que hablaba, donde hay memorables hallazgos como el chajá que gritaba �chajá de acá� y donde se recupera poéticamente al dios Poseidón �rescatado de las aguas por la erudición mitológica de Ranni� en versos que no merecen el olvido:
Cuando nada mariposa,
No le dicen Poseidón.
Todos los peces le gritan:
¡Trolo, gay, maricón!
Pero será el propio Sofovich, demiurgo de la �Polémica� y de las noches pre-Bolocco en el Polideportivo de Olivos, el que dará las mayores satisfacciones al hombre maduro que se durmió en los sesenta, al introducir referencias que harían necesario un glosario para las nuevas generaciones de televidentes. Como su chiste sobre la Corporación de Transportes, creada en los 40 por el viejito Castillo. O la actuación de la humilde mucama gallega que le pregunta a Sofovich dónde le pone �los eslises�, que el maestro no usa �porque oprimen� y se muestra lo suficientemente actualizada como para escuchar �cuentos pornográficos�. Un personaje más cercano a la postrera oleada migratoria de los años 50, que al desembarco contemporáneo de los ejecutivos treintañeros y codiciosos de Repsol, Telefónica e Iberia.
Anacronismos que tal vez expliquen el rating bajo que, según me dicen, está teniendo esta reedición de la histórica �Polémica�. A lo que cabría sumar un dato ineludible: hace mucho tiempo que discípulos aventajados de Sofovich avanzaron en la senda trazada por el maestro y lo aventajaron con creces en materia de vulgaridad y grosería. La televisión es pródiga en programas como �Café Fashion�, que harían avergonzar a Florencio Parravicini. Cada semana los telespectadores argentinos son educados por miles de horas-nalga de televisión chatarra donde la gracia deriva de la bestialidad explícita. Y donde los participantes (con o sin libreto) olvidan la sabia máxima de Groucho Marx: �es preferible permanecer en silencio y parecer un tonto, que abrir la boca y despejar toda duda�.
Por eso Sofovich, le dirá a González Oro, con ironía que tiene más de cinismo que de autocrítica: �Negro, la televisión es cultura�.
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