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Naciones o religiones, ésa es la cuestión

Norberto Méndez y Mario Sznajder continúan su discusión sobre las causas del conflicto palestino-israelí. Méndez sostiene que es una cuestión nacionalista; Sznajder, que es el inicio de una guerra religiosa.

Por Norberto Méndez *.
Las cosas por su nombre

La descalificación no sirve para reforzar una argumentación, pero paso por alto la que utiliza el profesor Sznajder al denominar axiomáticos, personales, de ceguera política, etc., a mis comentarios, lo que considero su defensa del nacionalismo etnicista israelí.
Me parece más importante aclarar mejor mi calificación de conflicto nacional al que nos ocupa. Por otra parte, él mismo admite: “Es verdad que no se trata de fenómenos puramente religiosos. Quizás la expresión ‘guerra de religión’ contenga un elemento de exageración”. Chapeau. Pero sigo creyendo que insistir en la centralidad de lo religioso “que desborda los límites de las partes implicadas” es descontextualizar el conflicto tal como se desarrolla en los territorios de la ANP, Israel y las zonas grises entre ambos. En otro contexto, la solidaridad con los musulmanes palestinos que expresan algunos musulmanes en Asia sudoriental o Africa sí constituye la expresión de quienes se sienten identificados con los aspectos religiosos que contiene también el enfrentamiento palestino-israelí. Por otro lado, convendría observar qué función cumple la movilización vía solidaridad religiosa en esos países.
Pero, entre los palestinos, lo religioso ha devenido un elemento importante de su movilización en la construcción de su estado nacional porque Israel ha declarado a Jerusalén capital única e indivisa, excluyendo su inserción en Jerusalén. La hipersacralización del Jerusalén judío reformula la importancia del Jerusalén musulmán. A su vez, de la liberación de algunos prisioneros de Hamas y Jihad Islámica de cárceles palestinas no puede deducirse una adhesión de Arafat a la causa islamista sino, en todo caso, su reconocimiento de estos militantes en tanto palestinos y no su conversión a los postulados ideológicos de quienes pretenden erigir un estado islámico.
La OLP y primeramente el Movimiento de Liberación Palestino (que esto significa Al Fatah) siempre sostuvieron el principio de crear un estado palestino laico y no hay indicaciones de cambios en esta línea ideológica. Hamas y Al Fatah representan dos formas distintas (enfrentadas muchas veces con violencia, como se vio en la primera Intifada) de construcción de su estado-nación: una de base nacionalista occidental (en la interpretación de Hobsbawm o Gellner) o de estado de ciudadanos y la otra religiosa (oriental o etnicista dirían los autores citados). En el caso del partido de Dios o Hezbollah, mencionado también por Sznajder, no cumple rol alguno en la nueva Intifada palestina como no sea la expresión de una solidaridad verbal con sus correligionarios. Y en el contexto libanés en el que actúa, sus logros estuvieron fundamentalmente circunscriptos a su rol como luchador nacional contra el ex ocupante israelí de la Franja del Sur del Líbano.
Por ello está por verse cómo podría imponerse en el contexto general de un país donde ni siquiera concita el liderazgo de todos los chiítas libaneses, menos el de los sunnitas y todavía menos de los distintos grupos cristianos que suman alrededor del 40 por ciento de ese país. Es decir, Hezbollah creció cuando actuó como movimiento nacional de resistencia pero en el contexto interno actual debe competir como otro contendiente ideológico más.
El pensamiento fundamentalista utiliza términos tales como Islam, Occidente, Hamalek, Globalización, como identidades unívocas en las que todos se reconocen en cualquier circunstancia y lugar, pero esas representaciones no logran superar (hasta ahora) a las identidades nacionales como formas de movilización más incluyentes ante situaciones críticas. Es cierto que Israel, EE.UU. y otros se han convertido en los iconos de un “Occidente” condenable, pero no por representar la modernidad que condenan algunos religiosos extremistas sino por practicar, muchas veces, políticas de exclusión e injusticia.
* Profesor de la carrera de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Ex-becario del Instituto Truman para el Avance de la Paz de la Universidad Hebrea de Jerusalén


Por Mario Sznajder *.
Más allá del bien y el mal

Creo que en la discusión con Méndez debemos acentuar los contenidos en vez de las formas o expresiones semánticas de una realidad compleja.
La misma cumbre de El Cairo refleja en forma clara las dos líneas políticas a lo largo de las cuales se mueve el conflicto del Medio Oriente: la de los Estados nacionales modernos y la de las sociedades tradicionales en las que lo religioso es un fundamento que guía toda acción. Las declaraciones del presidente Mubarak (contra quienes elementos islámicos radicales han atentado y desde la muerte de su predecesor, Anwar Sadat, gestor de la paz entre Israel y Egipto, son sus peores enemigos) señalan el punto central de la discusión: la paz es irremplazable y aunque Arafat y los palestinos puedan tener toda la razón, Egipto no se dejará arrastrar a una guerra en la que el extremismo musulmán está interesado y que probaría su razón de actuar.
Lo religioso –y otros componentes de origen étnico y comunitario, cuyas raíces se encuentran en el sistema imperial otomano que determinó los equilibrios y la composición demográfica del Medio Oriente– no es un elemento importante de la movilización palestina, porque Israel ha declarado a Jerusalén capital única e indivisa, excluyendo a los palestinos, como sostiene Méndez. Ya hace más de siete décadas, es decir un veintenio antes de la fundación del Estado de Israel y bajo mandato británico, el mufti de Jerusalén Haj Amin el Husseini predicaba la oposición palestina a la inmigración judía y proclamaba la necesidad de la jihad –guerra santa– contra los judíos, el sionismo y la modernidad occidental, desde el púlpito de la mezquita de Al Aksa, en Haram el Sharif-Monte del Templo, en Jerusalén, utilizando todos los elementos sacrales que desde el punto de vista islámico le proporcionaba Jerusalén, tercera ciudad santa del Islam, tras La Meca y Medina. No creo que sea discutible que Amin el Husseini era el líder de los palestinos y de su principal movimiento político en aquella época. Israel declara a Jerusalén capital única e indivisible tras la guerra de 1967 y, sin embargo, las propuestas de Barak sobre Jerusalén en Camp David venían a una oportunidad de satisfacer aspiraciones palestinas, pero fueron rechazadas de plano por el liderazgo palestino.
Yo no creo, ni dije, que Arafat adhiere a la causa islámica al liberar -no a algunos sino a todos– los activistas de Hamas y Jihad Islámica. Creo sí que, a nivel popular, está creando el tipo de imbalance que, aunque luego lo desee, le va a ser muy difícil o imposible retornar al camino de las negociaciones, pues en el terreno se ha creado una alianza de facto –sin mucha discusión ideológica ni teológica– entre el extremismo islámico, cuya tesis central es totalitaria e implica la eliminación física del Estado de Israel, y los activistas del Tanzim, brazo armado de Al Fatah, principal actor de la violencia preponderante en estos días aquí. Cuando Arafat quiera negociar –y esto ya sucedió en los días de la conferencia de Sharm el Sheij–, se encontrará enfrentado a todos estos grupos que amenazarán también su gobierno y su vida.
A la cita de Hobsbawm y de Gellner respondería citando a Orientalism, de Edward Said, quien ataca la simple extrapolación de modelos políticos, sociales y culturales al Medio Oriente, tanto desde el punto de vista analítico como funcional. Más allá de las consideraciones ideológicas (es verdad, tanto Arafat como Al Fatah y en general los grupos que compusieron la OLP pretenden crear un Estado Palestino basado en el modelo de la nación-Estado occidental, mientras que los grupos islámicos extremistas pretenden crear teocracias republicanas afines al modelo iraní), hay que revisar hacia dónde se inclinan las bases sociales palestinas. Aquí hay motivo más que suficiente para suponer que frustraciones sociales y políticas, en parte provocadas por una paz que se negocia pero no llega y no satisface necesidades urgentes de la población, le han dado mucho queganar al Islam radical. Hezbolá, inspirado, financiado y dirigido desde Irán, fue y es más que “un luchador nacional” contra la ocupación israelí del sur del Líbano. Ha actuado en más de una oportunidad como catalizador de violencia, donde a veces implica a la masa de refugiados palestinos allá, y se desborda hacia Cisjordania y Gaza, y a veces al revés, montándose sobre la Intifada, anterior o actual, con su propia violencia.
Véanse los incidentes comenzados por Hezbolá en los últimos días, meses después de la desocupación israelí del sur del Líbano, como simple muestra. Creo que el rechazo del sionismo, Israel, Estados Unidos y Occidente en general –incluyendo todo lo cristiano y no sólo lo judío– son factores centrales que han cobrado hoy la suficiente importancia como para indicar que el conflicto árabe-israelí ha tenido un serio vuelco en dirección a una guerra de religión, sin descalificar otros factores, aun los reactivos frente a injusticias/justicias, exclusiones/inclusiones de carácter histórico, difíciles de probar y de juzgar, ya que conducen no sólo a declaraciones morales de difícil aplicabilidad terrenal sino a preguntas sobre los causantes y comienzos del conflicto que no tienen respuesta. Pero, aun si la tuvieran, en lo personal, serían con respecto a personajes que ya hace muchas décadas han dejado de existir.
* Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

 

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