Por
Hilda Cabrera
¿A cuánto ascienden sus urgencias?, pregunta
el funcionario al supuesto inspector llegado de San Petersburgo a una
provincia de la Rusia zarista, cuyo gobernador se enorgullece de presionar
y recibir regalos de comerciantes, banqueros y de cualquier otro individuo
de su feudo dispuesto a que alguien cubra sus urgencias, a sobornar y
ser sobornado. Vista así, la corrupción es una línea
al infinito. No hay quién la quiebre, sobre todo porque en esta
historia cada cual sabe cómo parapetarse tras las máscaras
institucionales y mantener un siempre renovado espíritu de
cuerpo. De manera que, ante el imprevisto que amenaza quebrar la
bonanza burocrática, unos y otros superponen sus manos como si
fueran juramentados y se interrogan con deliberado cinismo: ¿Somos
una familia o una pandilla de delincuentes?. Si bien El inspector,
de Nikolai Gogol (1809-1852), transcurre en otro tiempo y lugar (la Rusia
del zar Nicolás I), el director Villanueva Cosse logra imprimirle
actualidad al poner en primer plano temas básicos como la corrupción
y la estulticia. En su puesta, la acción se inicia con una secuencia
de mimodrama, protagonizada por el mensajero de San Petersburgo encargado
de anunciar la llegada del encumbrado funcionario, cuya misión
es inspeccionar la provincia. La noticia desata temores y suspicacias
en los poderosos del lugar, retratados con humor socarrón por el
ruso Gogol, y vertidos aquí en igual tono, siguiendo la traducción
de Natalia Kovaleva.
Sin ser despiadada, la crítica enjuiciadora del autor de la famosa
Taras Bulba y de Almas muertas una amarga novela de 1842 y un texto
significativo del mundo literario ruso del siglo XIX, tanto como lo son
Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievsky, La dama
del perrito, de Anton Chéjov, o Padres e hijos, de Iván
Turguéniev desequilibra la superficial armonía de
un sistema anquilosado. En tanto autor de la versión, Cosse va
instalando de modo subterráneo esas situaciones de naturaleza perversa,
equiparables en más de un aspecto a las que se suceden en la Argentina
actual. Basta ver a los protagonistas de este equívoco apelar a
una gestualidad mecánica (¿acaso porque no se le puede pedir
ética a un autómata?) o simular una inocencia que no es
sino un síntoma revelador de la existencia de grandes falacias
y encubrimientos.
Como si la intención
del director fuera develar sólo a medias esos puntos oscuros, la
atmósfera es aquí invariablemente festiva. Un logro de quienes
están a cargo de los rubros técnicos (escenografía,
vestuario, iluminación y música) y de un elenco eficaz,
en el que se destacan Antonio Ugo (el gobernador), Roberto Mosca (el supuesto
inspector), Alfonso De Grazia y Jorge Suárez. Es fundamental en
este punto el ágil ritmo impuesto a la obra, opción que
atempera la extrema ingenuidad de algunos pasajes yla desproporcionada
duración de esta puesta, de algo más de tres horas, incluido
un intervalo. De todo esto resulta una versión esmerada y fresca
de la sátira que Gogol escribió a los 27 años, según
los estudiosos a instancias del poeta, novelista y dramaturgo Alexander
Pushkin. Se trata de una obra calificada de perfecta por su construcción
y de intención ética, en tanto describe comportamientos
que deterioran la calidad humana. En este sentido, la conexión
con la realidad actual es directa. Aquí se habla de lesiones sufridas
por los presos en las comisarías, de la basura desparramada por
la ciudad, de las telarañas burocráticas y de la urgencia
de los directores de hospital de librarse drásticamente de ciertos
enfermos en tiempo de inspecciones. Asuntos todos que, enumerados entre
sarcasmos, dejan constancia de la degradación y de la existencia
de un mundo subyacente de tristeza, dolor y miseria.
Renovando códigos, algunos tomados de la pantomima y de la Commedia
dellArte (popularizada en Europa a través de las compañías
itinerantes italianas de los siglos XVI, XVII y XVIII), la versión
presentada en la Sala Martín Coronado retrata sin pretensiones
didácticas un lugar en el que empiezan a fallar los cimientos.
Pero, si bien es tremendo el susto de los que van a ser investigados,
se presiente que éstos recuperarán pronto el status anterior.
Como advierte uno de los personajes, esto ocurrirá siempre y cuando
no hayan robado por encima de lo que le permite a cada cual su jerarquía.
Es indudable que los implicados saben operar de forma solidaria: reorganizarse,
reciclar el pasado y hacer de la corrupción un asunto atemporal
que, en vez de fragmentar, amalgama.
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