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La corrupción, como una constante de la historia

 

El director Villanueva Cosse logra imprimir clara actualidad a una obra que el ruso Nikolai Gogol escribió en 1836, en la era de los zares.

 

Por Hilda Cabrera

t.gif (862 bytes)  ”¿A cuánto ascienden sus urgencias?”, pregunta el funcionario al supuesto inspector llegado de San Petersburgo a una provincia de la Rusia zarista, cuyo gobernador se enorgullece de presionar y recibir regalos de comerciantes, banqueros y de cualquier otro individuo de su feudo dispuesto a que alguien cubra sus urgencias, a sobornar y ser sobornado. Vista así, la corrupción es una línea al infinito. No hay quién la quiebre, sobre todo porque en esta historia cada cual sabe cómo parapetarse tras las máscaras institucionales y mantener un siempre renovado “espíritu de cuerpo”. De manera que, ante el imprevisto que amenaza quebrar la bonanza burocrática, unos y otros superponen sus manos como si fueran juramentados y se interrogan con deliberado cinismo: “¿Somos una familia o una pandilla de delincuentes?”. Si bien El inspector, de Nikolai Gogol (1809-1852), transcurre en otro tiempo y lugar (la Rusia del zar Nicolás I), el director Villanueva Cosse logra imprimirle actualidad al poner en primer plano temas básicos como la corrupción y la estulticia. En su puesta, la acción se inicia con una secuencia de mimodrama, protagonizada por el mensajero de San Petersburgo encargado de anunciar la llegada del encumbrado funcionario, cuya misión es inspeccionar la provincia. La noticia desata temores y suspicacias en los poderosos del lugar, retratados con humor socarrón por el ruso Gogol, y vertidos aquí en igual tono, siguiendo la traducción de Natalia Kovaleva.
Sin ser despiadada, la crítica enjuiciadora del autor de la famosa Taras Bulba y de Almas muertas –una amarga novela de 1842 y un texto significativo del mundo literario ruso del siglo XIX, tanto como lo son Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievsky, La dama del perrito, de Anton Chéjov, o Padres e hijos, de Iván Turguéniev– desequilibra la superficial armonía de un sistema anquilosado. En tanto autor de la versión, Cosse va instalando de modo subterráneo esas situaciones de naturaleza perversa, equiparables en más de un aspecto a las que se suceden en la Argentina actual. Basta ver a los protagonistas de este equívoco apelar a una gestualidad mecánica (¿acaso porque no se le puede pedir ética a un autómata?) o simular una inocencia que no es sino un síntoma revelador de la existencia de grandes falacias y encubrimientos.
Como si la intención del director fuera develar sólo a medias esos puntos oscuros, la atmósfera es aquí invariablemente festiva. Un logro de quienes están a cargo de los rubros técnicos (escenografía, vestuario, iluminación y música) y de un elenco eficaz, en el que se destacan Antonio Ugo (el gobernador), Roberto Mosca (el supuesto inspector), Alfonso De Grazia y Jorge Suárez. Es fundamental en este punto el ágil ritmo impuesto a la obra, opción que atempera la extrema ingenuidad de algunos pasajes yla desproporcionada duración de esta puesta, de algo más de tres horas, incluido un intervalo. De todo esto resulta una versión esmerada y fresca de la sátira que Gogol escribió a los 27 años, según los estudiosos a instancias del poeta, novelista y dramaturgo Alexander Pushkin. Se trata de una obra calificada de perfecta por su construcción y de intención ética, en tanto describe comportamientos que deterioran la calidad humana. En este sentido, la conexión con la realidad actual es directa. Aquí se habla de lesiones sufridas por los presos en las comisarías, de la basura desparramada por la ciudad, de las telarañas burocráticas y de la urgencia de los directores de hospital de librarse drásticamente de ciertos enfermos en tiempo de inspecciones. Asuntos todos que, enumerados entre sarcasmos, dejan constancia de la degradación y de la existencia de un mundo subyacente de tristeza, dolor y miseria.
Renovando códigos, algunos tomados de la pantomima y de la Commedia dell’Arte (popularizada en Europa a través de las compañías itinerantes italianas de los siglos XVI, XVII y XVIII), la versión presentada en la Sala Martín Coronado retrata sin pretensiones didácticas un lugar en el que empiezan a fallar los cimientos. Pero, si bien es tremendo el susto de los que van a ser investigados, se presiente que éstos recuperarán pronto el status anterior. Como advierte uno de los personajes, esto ocurrirá siempre y cuando no hayan robado por encima de lo que le permite a cada cual su jerarquía. Es indudable que los implicados saben operar de forma solidaria: reorganizarse, reciclar el pasado y hacer de la corrupción un asunto atemporal que, en vez de fragmentar, amalgama.

 

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