Por Miguel Bonasso. |
El oficialismo opositor
Hace un año, una fracción mayoritaria de la ciudadanía argentina festejó �con moderada esperanza� el triunfo de la Alianza. Aun los votantes menos informados expresaron una alegría cauta, acotada por ciertos datos de la realidad, como el historial conservador de Fernando de la Rúa o los triunfos justicialistas en varios distritos importantes, especialmente el decisivo territorio bonaerense donde se impuso el inquietante Carlos Ruckauf. Un año más tarde, incluso los electores más prevenidos y realistas se sienten frustrados, enojados, y sobre todo desconcertados respecto del porvenir del gobierno que eligieron y de esa Alianza que veían como el único instrumento idóneo para acabar con el desempleo y la corrupción.
Aunque nadie fue tan ingenuo como para imaginar un cambio copernicano del modelo económico vigente (incluida la sagrada convertibilidad), nadie quiso suponer tampoco que se profundizaría el ajuste recesivo sobre las espaldas de los sectores más castigados del capital y el trabajo, aumentando �de manera perceptible en los datos del Indec� el proceso de concentración de la riqueza instaurado en los noventa por la dupla Menem-Cavallo.
El votante común de la Alianza tampoco quiso pensar que los corruptos seguirían libres con la única excepción de Víctor Alderete y que el nuevo gobierno sería protagonista de un escándalo mafioso como el del Senado que llevó al alejamiento del vicepresidente de la Nación. Que, por si fuera poco, es el jefe de uno de los polos de la coalición.
La mayoría de los ciudadanos que votaron por la Alianza, incluidos los más memoriosos y por lo tanto más desconfiados, quiso creer que esta vez se cumpliría el pacto básico entre electores y elegidos que tantas veces fue traicionado por la corporación política, con las honrosas excepciones del radical Arturo Illia y del peronista Héctor Cámpora, que hicieron exactamente lo que habían prometido. Se resistían a pensar �contra ciertas evidencias� que habría una estafa, muchísimo más grave que las que pueden perpetrarse en las transacciones entre particulares y están tipificadas por el Código Penal.
En ese contexto, muchos se alegraron con la renuncia-denuncia de Carlos �Chacho� Alvarez, que venía a decirles no a las tapaderas corporativas y a la perversa amalgama entre política y delito que viene siendo la constante de la vida nacional desde hace demasiados años. Pero ahora, los mismos que se ilusionaron, se preguntan con bastante lógica, cómo hará Chacho para apuntalar el gobierno de la Alianza (en el que sigue a través de interpósitos dirigentes) y practicar en paralelo, con vigor y éxito, esa libertad crítica que habría buscado en un regreso al llano, que sólo puede ser fructífero si es, ante todo, regreso a las bases.
La respuesta es ardua y hay malos antecedentes: Eduardo Duhalde perdió hace un año frente a De la Rúa por una razón muy parecida: el intento de ser Delfín y opositor al mismo tiempo. |
Por Beatriz Sarlo *. |
Conocimiento adquirido
Hemos hablado demasiado de la ruptura o la recomposición de la alianza UCR-Frepaso. Hace un año, se podía pensar que la victoria suelda las diferencias como si fueran huesos limpiamente fisurados, lo cual es una verosímil hipótesis política. Se podría pensar también, con igual verosimilitud, que las disputas en el poder se iban a agudizar en la medida en que habían sido reprimidas durante toda la campaña electoral. Hoy sabemos que las diferencias se agudizaron hasta la renuncia del ex vicepresidente Carlos �Chacho� Alvarez y que parecen haber sido temporariamente reprimidas en el nuevo gabinete.
Quisiera enfocar también otros asuntos. La Alianza llevó al gobierno a dos hombres muy diferentes. De Chacho Alvarez, líder del Frepaso, era previsible un acto como el que realizó, sustentado en la promesa de moralización política que la Alianza había enarbolado. Del presidente Fernando de la Rúa, en cambio, en estos meses transcurridos, pudimos comprobar que sabíamos bien poco. Conocíamos, por supuesto, su estilo reconcentrado y melancólico. Pero pocos podían suponer la desmañada necedad con la que manejó la crisis política de las últimas semanas. Quienes votaron el 24 de octubre de 1999 a Fernando de la Rúa y quienes no lo votaron ignoraban que su tozudez iba a poner en peligro al propio gobierno. Eso fue un aprendizaje.
La crisis de la Alianza sirvió también para ajustar el juicio sobre otros políticos. Las pasiones del ex presidente Carlos Menem ya nos eran conocidas. Pero quizás fuera menos pública la atropellada impaciencia del gobernador bonaerense, Carlos Ruckauf, que dice estar estudiando la Ley de Acefalía y deja traslucir que está estudiando, en verdad, la forma de ser presidente antes del 2003.
En cuanto al tercer hombre de la Alianza, el ex presidente y presidente de la UCR, Raúl Alfonsín, su incursión en el tema económico, que escandalizó a todo el mundo, tiene un valor de catarsis.
¿Se podría alguna vez decir, sin escándalo de por medio, que hay que discutir fuera de los marcos establecidos por el combinado de megacapitalistas y técnicos en finanzas? ¿La economía podrá volver a ser un tema de la política?
* Ensayista. |
Por Nicolas Casullo *. |
Una ecuación difusa
El mayor error de cálculo sobre la Alianza gobernante es una ecuación tejida por aquellos votantes que creyeron que los datos económicos, políticos y culturales de una Argentina fin de siglo podían ser revertidos hacia un espacio o testamento ilusorio en el cual sobreviviese algo deseado, algo que era a la vez difícil de enunciar e insoportable de reconocer: lo �mejor� del menemismo.
El 24 de octubre del año pasado se votó una posible diferencia, que asegurase aquella continuidad. En realidad se votó la actual tumefacción de la política. Es decir, lo callado, lo inconfeso, un difícil �ismo� desplegado y silvestre, con marcas humorales y de identidades a la intemperie, pero que el acto comicial resolvía como �discurso� oscuro, errático y a la vez esperanzado. Pareciera ser que no hay, en el presente, un más allá de eso.
Había otra forma �más virtuosa� de hacer lo mismo que se hizo entre 1990 y 1996, que le otorgaría a eso mismo un acontecer histórico distinto en lo colectivo y personal. La ecuación era hija de una Argentina que había aprendido, en el fondo, a convivir con los destinos fatales (o no tan fatales) como una tómbola desde el �76 en adelante, por no decir desde el �73. Apuestas que podían darse, o no. Un país, �mayoritario� que aprendió a acordar y convivir con lo no pretendido.
La flamante coalición UCR-Frepaso permitía, en gran parte, legalizar la pasiva aceptación casi sin resistencia de la metamorfosis ocurrida durante la época menemista. Otorgarle a la nueva historia �inexorable� del país, la honorabilidad de un pasaje de la administración mafiosa a la de funcionarios honestos. La Alianza nace una vez que el grueso más �dinámico� de la sociedad verifica el éxito de un modelo, cuestionado en sus modos y formas. La masa de votantes que le otorga primero el triunfo interno a Fernando de la Rúa y luego la victoria a la fórmula, es la respuesta social no al fin de un proyecto al que se le exige cuentas, sino el reconocimiento de que había pasado el examen con bajas calificaciones éticas.
Si votar la fórmula del ex gobernador bonaerense Eduardo Duhalde con Ramón Ortega significaba asumir lo actuado en la década, pero desde las imprevisibles formas de confrontación social e ideológicas con el peronismo suele dar cuenta de sus propias criaturas y esperpentos, el claro triunfo de la Alianza representó, a lo largo de un año de gobierno, el simple languidecer de una política económica y social sin otras voces referentes que un gobierno apático en su salvataje y un massmediatismo ciego y atemorizante en sus mecánicas. Significó vaciar de dramaticidad el fracaso, ocupación de la que es experta nuestra brutalmente castigada �clase media� argentina, desde Isabelita hasta el presente.
El balance al cumplirse un año del triunfo de la Alianza, remite a una ecuación ideológica y cultural que edificó un perfil en aquella encrucijada. Dicho balance no es problema de una programática delarruista incumplida, de una oposición tajante al modelo hegemónico hoy traicionado, de un continuismo expresamente prometido que no se estaría cumpliendo.
La Alianza es hija de una época de profundo debilitamiento de la política en todos los planos. De un tiempo donde sólo los dispositivos salvajes del sistema económico y sus selectas figuras hacen política. Quizás la renuncia del ex vicepresidente Carlos �Chacho� Alvarez signifique, desde esta situación de extrema debilidad y confusión que definen el fondo de una época argentina, el regreso al menos de la discusión política. Retorno desde ese difícil lugar .-quizás ya desaparecido, o no� donde no sea colonizada o arrasada por el mundo de los poderes ciertos.
* Escritor |
|