Por D. F.
En 1971 alguien podría haber dicho �otra vez sopa�. A fines del 2000 la frase podría ser, más bien, �por fin, vuelve la sopa�. El nuevo disco de Radiohead tal vez no habría resultado demasiado sorpresivo en una época en que el rock se imaginaba a sí mismo como una música revolucionaria, en que los últimos discos de los Beatles y los primeros de Pink Floyd y King Crimson estaban ahí nomás. Después vino la extrema banalización de lo que el mercado denominó rock sinfónico y debió haber llamado seudoorquestal, la banalización de las reacciones contra tanta pretenciosidad y la banalización de quienes se cansaron del punk pero no tenían demasiado de donde agarrarse para hacer algo consistente con ese cansancio.
Hoy, perdida la memoria, la noción histórica y los puntos de comparación, y con el mercado dictando la novedad permanente como norma, un disco de rock que se postula como música antes que como ritual (aunque incluya el ritual) es todo un acontecimiento. Y si ese disco además es muy bueno y no sólo abreva en esa historia sino que logra, en muchos casos, sonar mejor, los motivos para festejar ya son muchos. Radiohead, por encima de las corporaciones, de la mirada interna del género, de las rivalidades o alianzas de entrecasa, produjo con Kid A (como ya lo había hecho con OK Computer pero profundizando la búsqueda) un CD digno de ser escuchado con atención. Es interesante, para quienes poseen la información pertinente, olvidarse de las cuestiones Oasis-Blur-Brit Pop y escuchar a Radiohead desde otro lado. Quienes carecen de tal información (nombres de los integrantes, peleas, quién tocó con quién, qué dijo uno del otro, de qué bandas son amigos y de cuáles no) tienen, desde ya una ventaja: la de poder poner Kid A en la bandeja láser y dedicarse a oír.
Radiohead no es el único, seguramente. Pero hay algo en su manera de arriesgarse con el sonido, de entender su materialidad, de subvertirlo, de animarse a cambiar de un disco a otro, que llama la atención. En este último CD hay una especie de culto a la amargura. Podría pensarse en ella como en un pequeño vicio burgués, blanco y británico. Sobre todo cuando todo rubrica con un aparente kitsch de arpas y coritos. ¿La redención? Nada de eso. En la depresión hay una especie de núcleo duro, una posición militante contra la alegría obligatoria y bailable que tanto mal le hizo a la música. Y las arpas y el coro, más que epifanía, tienen el sabor amargo de una ironía demasiado parecida a la del �Good Night� de los Beatles en el doble blanco. En �National Anthem�, la estructura se asemeja bastante a la de �Fomentera Lady�, del disco Islands de King Crimson. El sonido es otro (mejor, desde luego) pero esa hipótesis donde el formato de rock aguanta al grupo más jazzístico, a la manera mingusiana, o la experimentación con el timbre, remite necesariamente a una historia donde los hilos quedaron colgando en el aire.
Thom Yorke, líder visible del grupo, confiesa, sin embargo, una cultura del deshecho; una verdadera pasión por escuchar casi todo y por suponer que de casi todo puede salir algo. En ese sentido, tal vez se parezca mucho más a los Beatles de lo que él mismo cree. Si hay algo que posibilita que haya músicas nuevas es, precisaamente, la capacidad para convertirse en esponja, para absorber de cualquier lado y para mezclar lo que parecía inmezclable. En los 70 había una palabrita que se usaba con desaprensión y que le hubiera encantado a Theodor Adorno: �progresivo�. La idea de que había una progresión, una cierta relación de causa y efecto entre manifestaciones artísticas. Yorke, en una entrevista, aseguraba estar �bastante de acuerdo con pensar en una progresión, si eso significa ser ambicioso musicalmente y tratar de no repetirse�. Y agregaba: �Exigimos al máximo nuestras capacidades como músicos y nuestra creatividad�. En Kid A se nota.
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