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HERBIE HANCOCK Y WAYNE SHORTER EN BUENOS AIRES
Preludio a la siesta de un dúo

Lejos de lo que podría esperarse de dos músicos extraordinarios, en su debut porteño dieron un concierto sin matices ni sorpresas.

Shorter y Hancock bucearon en improvisaciones modales. 

Por Diego Fischerman

t.gif (862 bytes) Cualquiera que haya escuchado Free Form, el notable disco de Donald Byrd grabado en 1961 y el que Herbie Hancock y Wayne Shorter tocaron juntos por primera vez, no puede sentir otra cosa que decepción. Cualquiera que conozca discos como Juju o Etcetera de Shorter, o Maiden Voyage de Hancock, ESP de Davis, el tema �Lawra� en V.S.O.P. o, incluso, temas de 1 + 1 �el CD que grabaron en dúo en 1997� o de Gershwin World; cualquiera que tenga en cuenta que Shorter es el autor de �Nefertiti� o �Masqualero�, no podrá menos que sentir que, esta vez, dos músicos extraordinarios fueron mucho menos que lo que sus propias historias permiten esperar de ellos. 
El saxofonista Wayne Shorter y el pianista Herbie Hancock, en su primera visita a Buenos Aires como dúo, simplemente aburrieron. Su música fue pobre, poco imaginativa, previsible y �cosa imperdonable si se trata de esa clase de improvisación climática e impresionista que intentaron llevar adelante� cuadrada. Si lo que Hancock y Shorter quisieron, en vez de hacer buen jazz, fue hacer mal Debussy, sin duda lo lograron. Los dos tocaron muy bien (aunque el saxofonista esté lejos de ser el que era), pero no pasó nada, ni entre ellos ni con los oyentes. Con un poco menos de talento, todo hubiera quedado en la new age.
El esquema a partir del cual funcionó el recital (que duró 50 minutos exactos) fue el de pequeñas células modales sobre las cuales se tejían las improvisaciones, mucho más cerca de la exploración climática que de cualquier desarrollo de las células originales. En ese sentido, Shorter fue un poco más descontrolado, su estilo se pareció más al jazz (a pesar de haber pasado largos años de su vida en Weather Report) y tuvo momentos inspirados. Lo de Hancock, en cambio, fue de una mediocridad llamativa, sobre todo cuando se empeñó en querer imitar a Jarrett (Hancock tocó solo en varias oportunidades en que Shorter se retiraba hacia las bambalinas, y parece que un piano solo sobre un escenario significa una tentación irresistible). Tal vez el referente de Jarrett, en ese contexto, sea demasiado fuerte. O, tal vez, sencillamente, Hancock no estaba en su mejor día. Confuso, errático en sus ideas, fiel a ostinatos interminables, sin decidirse en cuestiones de estilo, Hancock fue una sombra (una sombra leve, debería añadirse) del gran creador cuyo último disco dedicado a Gershwin �y en el que cantan Joni Mitchell y Kathleen Battle� ganó todos los premios posibles. 
Con algún instante parecido a la excitación o a la sorpresa en el brillante uso percusivo de la mano izquierda de Hancock, en cierto vuelo ocasional de la derecha y en las escapadas a los sobreagudos de Shorter, todo transcurrió (tal como las muñequitas rusas, siempre iguales a las que aparecieron antes) de acuerdo con lo que se puso en escena en los primeros dos minutos: un pequeño �y lento� esquema obsesivo en el piano y notas largas y esporádicas en el saxo. Hancock volvió a recurrir al ya remanido recurso de tocar en el encordado �usado con éxito en el dúo de pianos con Chick Corea�, pero esta vez sin ninguna conexión con nada que se pareciera a una necesidad expresiva. Fueron evidentes el nivel técnico del pianista y la musicalidad de un saxofonista que, siendo casi contemporáneo de Coltrane, fue el único en lograr un estilo verdaderamente propio en su instrumento. Pero fue evidente, también, que con eso no alcanza. 

 

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