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el Kiosco de Página/12

Aprendices
Por Juan Gelman

En la historia política reciente pocos son los episodios tan escasamente estudiados como la caída de Mijail Gorbachov y esos cuatro meses que corrieron entre el golpe de Estado que se le quiso propinar en agosto de 1991 y la disolución de la Unión Soviética en diciembre. Pese a que el golpe fallido mostró las enormes resistencias de la nomenklatura a la perestroika y la glasnost, Gorbachov no quiso dejar el cargo de presidente de la URSS y hasta declaró que seguía fiel a su convencimiento comunista. Pero el poder real estaba del lado de Boris Yeltsin, carismática figura que había desbaratado la intentona y que, curiosamente, insistía en que Gorbachov era un hombre en quien confiaba y con quien deseaba trabajar. Entretanto, las repúblicas no rusas declaraban su independencia en cadena.
Dos testigos privilegiados exploraron esos hechos en otros tantos libros: Los últimos 100 días de la Unión Soviética y Los días finales. Boris Pankin, autor del primero, embajador en Suecia y Checoslovaquia y luego fugaz ministro de Relaciones Exteriores después del golpe, no niega lo que considera méritos de Gorbachov, pero narra la historia con cierto desapego irónico. Andrei Grachev, autor del último, fue designado secretario de prensa de Gorbachov en setiembre de 1991, estuvo a su lado hasta la renuncia de éste y también lo acompañó en la reformulación de la política exterior de una estructura estatal agonizante. Ambos ex funcionarios conocieron lo ocurrido en sus entrañas. Y aún así, dejan preguntas en pie.
Pankin y Grachev pintan a un Gorbachov posgolpe totalmente disminuido, confuso y de eficacia mutilada. Solía decir: �Basta ya de marcar el paso en el mismo lugar. Hay que moverse hacia adelante de inmediato�. Pero su poder se estaba acercando a cero: ya no tenía un primer ministro y un gobierno propios. El Comité Económico Interestatal que sustituyó al gabinete golpista estaba encabezado por el primer ministro de la Federación Rusa que Yeltsin presidía. Se había disuelto el Parlamento soviético, pero no el ruso, el de Yeltsin, y éste logró que los legisladores decretaran el estado de emergencia y le otorgaran un año de facultades especiales para concretar las reformas económicas que había anunciado. Iban mucho más lejos que las de Gorbachov en materia de privatización y desmantelamiento de las prácticas centralizadas. El propulsor de la perestroika tenía tan poca labor de Estado que era fácilmente accesible para cualquier extranjero más o menos prominente que pasara por Moscú. En esas entrevistas repetía una y otra vez el relato del golpe y sus secuelas. �Gorbachov era su mejor oyente�, apunta Grachev. El fatigado Pankin confiesa que la reiteración del discurso lo internaba en indagaciones acerca de los trajes de John Major y otros altos funcionarios británicos.
Tal vez Gorbachov pensara que recibir a extranjeros conspicuos era prueba de una estatura internacional muy valorada. Poca mella hacía esto en sus compatriotas, agobiados por la creciente desocupación, el caos económico, la inseguridad y el desconcierto ante los cambios. Por lo demás, después de tomar el té con Gorbachov, los ilustres visitantes cenaban con Yeltsin. Las únicas reuniones de sustancia que el presidente vacío de poder de una URSS que se vaciaba mantuvo en esos meses tuvieron lugar con los dirigentes de las repúblicas soviéticas. En ellas se analizaba la manera de crear una nueva �unión�, apoyada en un ordenamiento muy distinto del soviético.
Gorbachov gozaba con esas deliberaciones: tenían la apariencia de un auténtico ejercicio de poder, sólo que se discutían imposibles. ¿Cómo crear una �unión� que fuera �Estado único� y a la vez �confederación�? Los asistentes escuchaban a Gorbachov con oreja distraída y vista clavada en Yeltsin, que proponía modelos para el después de la URSS. La �unión� imaginada debía, desde luego, contar con la participación de Ucrania, la república más poderosa y rica detrás de la Federación Rusa. Gorbachov estaba tan debilitado que cuando se le preguntó cómo lograrla apenas atinó a decir que quizá Yeltsin podría atemperar con su influencia la demanda ucraniana de independencia total.
Pankin no cree que la disolución de la URSS se debió exclusivamente a que Yeltsin quiso deshacerse de Gorbachov desapareciendo su cargo: explica que había perdido autoridad; los rusos empezaban a llamarlo �la Reina de Inglaterra�, y carecía de la fuerza política necesaria para resolver problemas de peso. Subraya que si Gorbachov hubiera renunciado inmediatamente después del golpe y traspasado a Yeltsin la presidencia de la Unión Soviética, ésta no hubiera sido reemplazada por la Confederación de Estados Independientes. Quién sabe. ¿Y qué fue la perestroika? ¿Producto de una necesidad política mal encarada? ¿Un experimento? ¿Fruto de una estrategia desconocida? �Les di la libertad�, dice con orgullo Gorbachov en sus Memorias. La situación creada habla más bien de un dirigente máximo de la que fuera gran potencia que aprendió a ser aprendiz de brujo.


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