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el Kiosco de Página/12

Ni por un millón de libras
Por Susana Viau

El domingo 1° de marzo de 1981 fue frío y lluvioso. En el bloque H de la prisión de Maze, que los independentistas irlandeses seguían llamando obstinadamente �Long Kesh Camp�, Robert Sands, Bobby Sands, de 26 años, dirigente de los militantes del IRA allí recluidos, iniciaba al frente de un grupo de sus hombres una huelga de hambre en reclamo del �status� de preso político. Las �cinco demandas� eran: el derecho de no hacer trabajo carcelario, el de vestir sus propias ropas civiles, mantener contacto humano entre ellos, tener una visita y una carta semanal, la quita del tiempo de condena adicionado a los detenidos por sus protestas. De eso se trataba. La �hungerstrike� se mantuvo hasta el 3 de octubre, con el pedido de intervención médica hecho por los familiares de los seis últimos relevos que se habían sumado a la medida y que se encontraban ya inconscientes. Bobby Sands no estaba entre esa media docena: había tirado la toalla por parada cardíaca irreversible a la 1.17 del 5 de mayo, después de 66 días de ayuno.
En papel higiénico, el joven jefe de los �Blanket� (el nombre que les daban por envolverse en mantas puesto que no se les autorizaba a usar sus propias ropas) había llevado un diario. En la primera jornada escribió: �Estoy parado en el umbral de un otro mundo estremecedor. Dios se apiade de mi alma�; a la siguiente: �63 kilos hoy, y qué... pusieron una mesa en mi celda y comida delante de mis ojos�; a la otra: �No me siento demasiado mal todavía... fui mostrado con el pelo corto. Diez años más joven, bromean los muchachos, pero yo me siento veinte años más viejo�; y a la otra: �No puedo ignorar los alimentos que me ponen directo en la cara todo el tiempo... pero me consuelo con el hecho de que haré una gran comida allá arriba�. Con Sands subieron a ese cielo en el que creían otros nueve irlandeses católicos: Patsy O�Hara, Raymond McCreesh, Francis Hughes, Kevin Lynch, Joe McDonnell, Kieran Doherty, Martin Hurson, Thomas McElwee y Michael Divine. 
Durante los seis meses de huelga, este mundo �o lo mejor de él� siguió expectante e incrédulo el boletín diario que anunciaba el deterioro de la salud de los presos. La primera ministro Margaret Thatcher fue inflexible. Quiso dar la lección que completaría un año más tarde en Malvinas. En el mismo lapso, Sands y algunos de sus compañeros habían sido elegidos miembros de la Cámara de los Comunes. A la muerte de Sands, George Thomas, speaker de la House of Commons, tuvo que poner la voz solemne de esas circunstancias y decir: �Lamento tener que informar a la Casa de la muerte de Robert Sands Esquire, miembro por Fermanagh y South Tyrone�. 
Thatcher es hoy una anciana odiosa y maldecida. Como Henry Kissinger, un cacharro que sirve para el lobby, el rostro desagradable de la iniquidad de los �80. El sacrificio de los diez jóvenes irlandeses es, en cambio, una gesta y Bobby Sands tiene una balada. Es que el camino de la inmolación es la única arma del preso político y sólo los presos políticos son capaces de recorrerlo hasta el fin. No es cuestión de elites: exige convicción, organización, fanatismo en la idea de que la mayor debilidad del cuerpo muestra la mayor fortaleza del espíritu. 
Por estas horas, un puñado de presos por el copamiento de La Tablada ha superado los cincuenta días de huelga de hambre. No tienen tras sí una antigua causa nacional, ni adeptos, ni una lengua que reivindicar, ni canciones tradicionales para entonar, ni el verde que simboliza el verdor del país. Tienen, apenas, sus familiares: sus madres, sus padres, sus hermanos, sus hijos. En eso sí, como los prisioneros de Maze, están acercándose a la frontera. Un poco más, unas semanas, y no hará falta la segunda instancia de juzgamiento ni el �dos por uno� que reclaman, ellos y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La gente corriente no lo sabe y si lo ha escuchado se encoge de hombros apremiada por otras formas del hambre; las clases medias ilustradas, salvo honradas excepciones, le dan la espalda a la realidad �tampoco es la primera vez�; losperiodistas llevan un calendario marcado por los fracasos de las sesiones convocadas para el tratamiento de la ley; los legisladores se niegan a dar quórum y pulsean con el gobierno para obligarlo a comprometerse con el indulto que empareje los tantos con el indulto menemista: es un interesante ejercicio tratar de adivinar cuál de ellos sería capaz de dar la vida por la democracia que defienden rehusándose a bajar al recinto.
El ingrediente que está faltando para que alguien tome nota de la gravedad de lo que se avecina es el primer síntoma de agonía, el fallo renal, el colapso generalizado, la ceguera precursora. Algo que tense los ánimos, recaliente las cámaras de televisión y agite a último momento las almas nobles. Falta el olor a una nueva tragedia, el primer muerto. Eso es lo que falta. Lo que sobran son crías de la vieja zorra del 10 de Downing Street, que están cerca, jugando a las escondidas en las bancas.
Gustavo Mezzutti, de 39 años, uno de los detenidos en huelga de hambre, dijo ayer a un periodista: �Ninguno de nosotros quiere morir, Pero tampoco queremos seguir viviendo así�. Tal vez todos los prisioneros políticos lleguen a esa misma conclusión al cruzar el puente de los cincuenta días. Al menos, recuerda al diálogo que uno de los �Blankets� de la huelga del �81 mantuvo con su carcelero. El guardia lo miró, escuálido, envuelto en la frazada, y le dijo con lástima: 
�Yo no estaría en tu situación ni por un millón de libras.
Habrá que comprender a ese individuo que sólo concebía el sacrificio a cambio de un montón de billetes. El preso contestó:
�Yo tampoco querría estar en la tuya ni por un millón de libras.
Si lo que tememos que pase, pasa, serán muchos los que sientan que no quieren estar en la piel de un legislador ni por un millón de libras. Aunque algún legislador sea capaz de cargar con eso y con mucho más por los seis ceros de moneda inglesa. 


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