Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
ESPACIO PUBLICITARIO


Historias de una Argentina en la que ser negro no es nada fácil

Por H.C.

t.gif (862 bytes)  Antonio Mirasse y el color de su piel alcanzaron a la opinión pública por las derivaciones internacionales de su denuncia. Pero no es el único caso. En el país existen innumerables situaciones de violencia y discriminación racial que difícilmente salgan a la luz, y que no necesariamente quedan restringidas al área de Ezeiza. Página/12 tuvo acceso a algunos de ellos, casos en los que sus víctimas tienen, o tuvieron, un solo motivo en común con Mirasse y con el atractivo que generan en sus victimarios: ser negros. Emanuele N’taka tiene 22 años, es músico, toca guitarra y trompeta, y desde abril huye despavorido de los skinheads sudacas, después de haber sido molido a patadas en pleno día, en Cabildo y Monroe. Pero el principal atractivo para sus agresores era el color de su piel. También José Delfín Acosta ofrecía ese atractivo, pero tuvo menos suerte. En vez de skinheads fueron policías. Acosta murió a golpes, envuelto en versiones oficiales más oscuras que su piel negra. Elisa de Souza y su nieto de dos años fueron amenazados por un taxista en un supermercado. “A los negros hay que matarlos de chiquitos”, le espetó el tachero. Patricia Andrade es profesora y psicóloga social. Trabaja en una escuela para chicos discapacitados, una de aquellas instituciones destinadas a evitar diferencias. Pero Andrade es negra. Hoy mantiene una querella por discriminación contra sus autoridades. Su padre, también negro, es un caso paradigmático. Es suboficial del Ejército, y fue obligado a renunciar en 1969 sin alcanzar su último escalafón. Lo más paradójico es que Andrade tuvo que renunciar en negro. Las que siguen son las historias de los Mirasses locales.
En abril pasado, N’taka todavía trabajaba en Azúcar, una disco de salsa en Cabildo y Monroe. N’taka, además de negro, curte rastas en su cabeza. A metros de allí suele reunirse un grupo skinhead. Los vecinos aseguran que antes se juntaban en Juramento y Mendoza. De ser cierto, sería el mismo grupo del que tres de sus integrantes fueron condenados en primera instancia por agredir a un joven judío.
A N’taka lo sorprendieron comiendo un pancho, en un kiosco en Monroe, junto a la parada del colectivo que habitualmente tomaba para regresar a su casa. Eran las 7 de la mañana cuando recibió el primer puñetazo en la espalda. Alrededor de medio centenar de personas fue testigo de la paliza. “Es la hora de salida de un boliche que hay al lado del kiosco. Nadie dijo nada, nadie se movió para ayudar a un negro”, sostuvo.
“¡Volvete a tu país, negro de mierda!”, le gritaban los skinheads y seguían dándole. N’taka es argentino, pero ni sentido tenía aclararlo. No sabe cómo hizo para ponerse de pie y volverse a su casa. “Tenía la cara destrozada. Todavía tengo marcas en los ojos.” Durante una semana no se animó a presentar la denuncia, por miedo a una venganza. Ahora, su caso ingresó a la Justicia.
“Callate la boca, negro”
Espetó el uniformado, acentuando la palabrita “negro”. “Con vos no es la cosa”, le recomendó al músico José Delfín Acosta Martínez, que no tenía rastas como N’taka, porque era calvo, pero también era negro. La “cosa” a la que se refería el policía era un par de brasileños, los hermanos Wagner y Gonçalvez da Luz, negros ellos también, que eran objeto de una minirrazzia personalizada a la salida del boliche Maluca Beleza, en Rodríguez Peña y Sarmiento. Corrían las primeras horas del viernes 5 de abril del ‘96, y las últimas de la vida del músico, quien, por otra parte, no lo sabía. Militante de derechos humanos de la comunidad afroargentina, decidió intervenir en defensa de los dos hermanos y terminó trasladado a la Comisaría 5ª, vivo y en perfecto estado.
El entonces jefe de comisarías, Luis Fernández, anticipándose al resultado de las pericias, aseguró que Acosta ingresó a la seccional con una fuerte sobredosis de cocaína y alcohol, y que “le agarró un ataque y se empezó a dar con la cabeza contra el suelo”. La misma versión sostuvoque todo ocurrió en la guardia, frente a once policías que no tuvieron tiempo de impedir la furia que Acosta llevaba dentro. El mismo Fernández confesó que la víctima empezó a lanzar sus ropas por el aire antes de golpear repetidas veces su cabeza contra el piso. Acosta murió camino al hospital.
Su hermano, Angel, sostuvo una versión absolutamente distinta. “¿Cómo sabía la policía el resultado de las pericias antes de que se hubieran hecho?” Curiosamente, las pericias coincidieron con el anticipo de Fernández. La causa recayó en el juez Raúl Irigoyen. La resolvió en tiempo record: en quince días la archivó por falta de delito. Angel Acosta logró reabrir la causa, deshizo las coartadas de los testigos policiales, pero el caso volvió a ser archivado. En febrero pidió un recurso extraordinario ante la Corte. Le exigen mil pesos de depósito para iniciarlo.
“Hay que matarlos
de chiquitos”
Fue la primera vez, en 27 años de permanencia en el país, que Elisa de Souza vivió una experiencia semejante. Pero fue suficiente. Mientras estaba de compras en un supermercado de Belgrano, con su nieto de un año, escuchó a sus espaldas: “A los negros hay que matarlos, de chiquitos como éste”. Era, según se comprobó más tarde, Facundo Mazzini Uriburu, de profesión taxista y de hobby, acérrimo defensor de la pureza blanca. Indignada y asustada al mismo tiempo, De Souza pidió ayuda. Después de dudas entre los custodios del supermercado, y mientras la mujer veía cómo el taxista intentaba desaparecer de la escena, llegó la policía. La primera reacción fue invitarla a desistir de la denuncia. “Señora, mire que esto va para largo, la van a citar del juzgado”, le decía un oficial. Su insistencia provocó un giro: “El policía me pidió documentos como si fuera la acusada”, aseguró De Souza. Finalmente, se abrió una causa en la Justicia y otra acción siguió a través del Inadi. De todos modos, para la mujer nada fue lo mismo. “Mi vida cambió totalmente. No quiero darle mi teléfono a nadie. Me mudé por el miedo que me daba encontrármelo, nunca más tomé taxi, con mi nieto no volví a salir tranquila, miro para todos lados, ya no soy la misma abuela.”
Patricia Andrade pertenece a la Comunidad Caboverdiana, es psicóloga social y trabaja como profesora en una escuela de chicos discapacitados en el conurbano sur. El último día de clases del año pasado, con un currículum intachable y muchas ganas de crecer, pidió que se le otorgara la función de maestra integradora, dedicada a facilitar el tránsito de los chicos discapacitados a escuelas comunes. Curiosamente, en su propio trabajo, fue discriminada. “Aunque me correspondía a mí, por puntaje, y aunque una inspectora me aseguró que en marzo (pasado) empezaba con la función nueva, jamás me designaron. Tuve que poner un abogado y presenté una denuncia ante el Inadi. Lo que no soportan es que esté bajo la misma ley.” La última novedad en la causa fue la declaración de la directora. “Dijo que tengo un perfil querellante, que tengo problemas interpersonales en todas las instituciones. Me vino bien. Ahora, va a tener que demostrarlo. Con sus afirmaciones, que no tienen base, queda demostrado que en la Argentina también existe una discriminación enmascarada y silenciosa.”
El caso de los Andrade tiene su propia historia. Patricio, el padre de Patricia, sudafricano, ingresó al Ejército en la década del 40, como suboficial de carrera. Sólo pudo superar las trabas racistas porque era un excelente boxeador que, representando al Ejército, fue campeón panamericano. Curiosamente, cuando abandonó los guantes, empezó a tener problemas para ascender. En 1969, estando en Campo de Mayo como suboficial principal, su jefe lo obligó a pedir su renuncia. Lo hizo, pero en el Edificio Libertador, donde Andrade no era un color sino simplemente un número, le rechazaron el pedido por inconsistente. El jefe lo retiró a la fuerza de la Fuerza, pero en negro. Es decir, lo despachó lejos, a Córdoba, sin cumplir servicio, firmando como si estuviera en funciones.Así estuvo cuatro años, hasta que le tocó el retiro con un grado menos del que le correspondía y que jamás fue reconocido. En el ‘78, durante el conflicto con Chile, Andrade recuperó el puesto que ostentaron los negros en los ejércitos de la Colonia: lo convocaron como subteniente de reserva.

 

KIOSCO12

PRINCIPAL