Por Esteban Pintos Once años, ocho discos, cientos de shows en sótanos y clubes de mala muerte y una cantidad incalculable de kilómetros recorridos a pie por el guitarrista y cantante Cristian Aldana �que repartía personalmente los CD�s en disquerías de Capital y Gran Buenos Aires�, le han costado a El Otro Yo para llegar a Obras, la meca del rock argentino. Este pequeño �triunfo� del cuarteto noise pop con base en el sur del Gran Buenos Aires, entre Temperley y Adrogué, es también una suerte de oficialización de un rock subterráneo y obstinadamente independiente, ajeno al fenómeno masivo del otro rock, el de las canchas de fútbol y la estética guevarista (La Renga, Los Piojos). Con las 15.000 copias vendidas del notable Abrecaminos y la edición del CD en vivo Contagiándose la energía del otro, El Otro Yo vive un momento de gracia artística que se refleja en su primera gran convocatoria en un estadio, luego de abarrotar durante años Cemento, su hogar en Buenos Aires, con 2000 personas por show. Liderado por los hermanos Cristian y María Fernanda Aldana y conformado además por el baterista Raimundo Fajardo y el tecladista y programador Ezequiel Araujo, El Otro Yo es el único emergente, vivo y de pie, del alguna vez bautizado �Nuevo Rock Argentino�. Aquello nació de un festival con pretensiones de Lollapalooza �modelo de festival impuesto en Estados Unidos� y tuvo cuatro ediciones entre 1993 y 1996, tres en Córdoba y una en Buenos Aires, pero sirvió para mostrar a buena parte de lo mejor de la generación del 90: Illya Kuryaki and the Valderramas, Los Caballeros de la Quema, Todos Tus Muertos, Los Brujos, Massacre, 2 Minutos y Babasónicos, entre los más destacados. De todos ellos, con la excepción de Los Caballeros, nada queda. Sólo El Otro Yo, ya famoso en aquellos años por un potente y anarquizado número vivo. La clave para entender esta banda que combina inocencia y perversión, melodía y ruido, ternura y violencia, está en la combustión entre las personalidades de los Aldana Brothers. Cristian, guitarrista y cantante, es un huracán, como electrificado desde la distorsión de su instrumento. Canta, o más bien aúlla las letras, que no siempre dicen algo que se corresponde con tal liberación de energía. María Fernanda, una versión local y más joven de la estrella alternativa Kim Gordon (de Sonic Youth), susurra sus canciones, pero también puede llegar alto en el grito primal. Alguna vez maestra jardinera, flamante mamá y pintora, la joven Aldana declara, desde su metro cincuenta y una eterna cara de nena, �mi primer show de rock fue uno mío, cuando tenía once años�. Todo un estilo. La historia oficial señala que el nombre nació de una frase de Antonin Artaud, parte integrante de otra historia del rock argentino (la del título de uno de los discos más importantes de Luis Alberto Spinetta). Y fue en el seno de una familia musical amateur �padre cantor de boleros, madre profesora de piano�, con el gusto por tocar canciones de Sumo, Virus y Soda Stereo. Los Aldana, como corresponde a los 80, fueron darks, jóvenes de aspecto sombrío, maquillados, de pelo batido y sobretodo negro. Aquel regusto por la oscuridad brutalmente electrocutada aparecía en el primer casete que registraron como banda, en 1993, Los hijos de Alien. Ese fue su primer antecedente de independencia plena, luego roto después de un contrato poco feliz firmado con un pequeño sello, también �independiente�. De esa época es Traka-Traka, un disco grabado de forma más profesional y con productor prominente: Guillermo Piccolini, que recién llegaba de su exilio musical en España, adonde había congeniado con el sinuoso Roberto Petinatto en el efímero Pachuco Cadáver. Aquel CD contenía un protohit, �La tetona�, que revelaba otro de los costados temáticos del grupo: el sexo, a partir de una fantasía que incluía bañera llena y una mujer de pechos prominentes para pasar una noche ideal. Ya resuelta su situación contractual y decididos al camino de la independencia, nació el sello Besótico Records �que también editó este año a pequeñas bandas como Sugar Tampaxxx, She Devils y Victoria Mil� y con él el lanzamiento de Mundo. Que fue grabado en el habitáculo de un viejo Dodge Polara, propiedad de la familia Aldana y abandonado en el barrio. En 1997, otro golpe de efecto y audacia artística, aún desde la libertad que da el terreno subterráneo. Un disco ¡triple!, El Otro Yo del otro yo: esencia, firmado cada uno por cada uno de sus integrantes, con un único antecedente válido en los famosos �solistas� de Kiss en 1980. Además de jugado, el proyecto mostraba el eclecticismo del trío: del alarido de Cristian a los climas ambient de María Fernanda y al purismo pop de Raymundo. Y de ahí, con la incorporación de Ezequiel Araujo, a la madurez pop de Abrecaminos. Un disco elaboradamente pop, con estribillos para guardar en el corazón y un delicado tratamiento instrumental, aun desde la furia. Y una frase, �la música que escuchan todos, yo no la escucho�, tal vez la última gran declaración de principios en el rock argentino. �¡La cumbia es una mierda!�, grita Cristian en el registro vivo. Y dice: �La cumbia es mala porque no incita a la rebeldía�. El sabor de El Otro Yo, una banda que no es promesa sino realidad, reside en la conjunción de factores que operan casi por oposición. Son de un barrio del gran Buenos Aires, pero no le cantan al barrio. Provocan fenomenales pogos con letras que rozan el infantilismo y la ingenuidad (que roza, a su vez, la perversión). Graban, producen y venden sus discos, pero organizaron una red de distribución de sus productos �una escudería de bandas� que son modelo. Provocan ensoñación o catarsis con su música y no consumen drogas y alcohol (vehículos habituales para arribar a tales estados). Aúllan y rompen todo, pero son más tiernos que un osito. Escribieron las mejores canciones pop de fin de siglo en el rock argentino y, tal vez, no lo sepan.
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