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Por Fernando D�Addario![]() ![]() Este juego, que en sus primeras presentaciones en Buenos Aires resultó agradable al gusto de un público que lo venera más allá de los palíndromos, quizás se manifieste anecdótico �aunque funcional� frente a la realidad integral de un artista que prefiere, a esta altura de su carrera, despojarse de la gravedad para desnudar su esencia más íntima. Es sin duda un Serrat auténtico el que eligió, readaptó y cantó cansiones (el �chiste� ortográfico sólo tiene significación en la fonética española) de origen latinoamericano, prescindiendo de entregarse plácidamente al cover e incorporándolas con naturalidad a su inconfundible manera de �decir� la música. Claro que también es sin dudas un Serrat auténtico (¿o un Tarrés?) el que resignó su ego de autor inspirado para dejarse atrapar por ritmos (vallenatos, rancheras, boleros, etc.) seductoramente ajenos a su naturaleza mediterránea. Una banda amable, correcta y por fortuna alejada de los efectismos sonoros que había evidenciado en la gira de presentación de Sombras de la China, cobijó la levedad artística de Serrat, que no debe entenderse como una liviandad de contenidos, sino como un aligeramiento de las formas. A saber: la �Mazúrquica modérnica� de Violeta Parra (esa que dice �No hay regimiéntico que los deténguica si tienen hámbrica los populáricos�) es un terrible alegato contra un sistema represivo, adornado con una estructura semántica graciosa, que Serrat potencia con sus guiños y sus mohínes. Cuando un mozo sube a escena y sirve en una mesa un vaso de vino, Nano descontractura la melancolía de �El último organito� y antes de empezar a cantar le dice a una platea dispuesta a aplaudirlo todo, pero mucho más si está Buenos Aires de por medio: �Este es el sueño de mi vida: traer el bar al escenario�. Su interpretación de �Fangal�, que no abusa de innecesarias posturas arrabaleras, pero deja entrever ciertas gestualidades canyengues, provoca risas cómplices, que nadie se atrevería a rubricar si el cantante en cuestión fuese el mismísimo Edmundo Rivero. Serrat/Tarrés cometió la osadía de dedicarle los primeros 70 minutos del show a las canciones de su último disco, que tiene buenos momentos y otros no tanto (fue imposible reemplazar en �La llamada� la participación de Hugo Fatorusso y la cuerda de tambores La Calenda Barrio Sur, que estuvieron en el CD, por dar solo un ejemplo). Esta decisión valiente incidió decididamente en las variables del aplausómetro, que se mantuvo en términos estándar durante la primera parte del recital y acusó un desbarajuste cuando el repertorio se dejó ganar por los clásicos, que fueron llegando de a poco, tal vez siguiendo una lógica de la temperatura ambiental que solo los grandes son capaces de manejar. �Una mujer desnuda�, �Mediterráneo�, �Cantares�, �La Saeta�, �Penélope� llegaron sólo para darle certificación al ritual y fueron la excusa para que miles de argentinos cantaran desde el principio hasta el final esas historias sin tiempo, que parecerían condenar a quien las escribió a una inmutabilidad de privilegio, pero también peligrosa. Serrat mostró en Buenos Aires sus anticuerpos, que prefirió revelar explícitamente sólo a través de un alter ego capicúa. Fue Tarrés, acaso, el que, sin deberle cuentas a la épica setentista (sólo hubo sobrias alusiones a Eduardo Galeano y Alejo Carpentier) le sugirió a su �socio� recostarse en músicas olvidadas de esta parte del mundo, que es otra manera de decir que sí, evidentemente, el sur todavía existe.
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