Cantori Traditori
Por Roberto Cossa
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El actor Guillermo Rico, a los 80 años, asegura que puede recitar, sin vacilación alguna, 600 tangos. Lo cierto es que su archivo es mayor, pero Rico miente 600 para el caso de que alguien pretenda igualar el record. En cuanto algún cacatúa se le ocurra decir que alcanzó ese tope, Rico denunciará que su memoria almacena, en realidad, 630 letras.
Guillermo Rico fue uno de los integrantes de aquel célebre grupo de los años 50, �Los cinco grandes del buen humor�, que componía junto con Jorge Luz, el Pato Carret y los fallecidos Juan Carlos Cambón y Zelmar Gueñol.
Su rol en el equipo era el de galán, un papel natural que se apoyaba en su buena estampa y en su gran simpatía. Pero el talento de Rico aparecía a la hora de imitar a los cantores de tango de la época. Nadie logró tamaña precisión para reproducir las voces de Hugo del Carril, Alberto Morán, Roberto Rufino o Alberto Castillo, entre muchos otros.
En estos días de octogenario, Rico se instala todas las tardes en su pequeño despacho de la Asociación Argentina de Actores donde se ocupa de monitorear las cuentas de la entidad que agrupa a los cómicos. Su caminar es naturalmente más cansino y la vista no es la de antes. Pero Guillermo Rico conserva todas sus neuronas en movimiento, tanto para recordar anécdotas, citar frases ajenas o lanzar réplicas ingeniosas. Y en cuanto se afloja, frasea un par de versos para demostrar que mantiene intactas sus condiciones de imitador inigualable.
Pero, además, Guillermo Rico es un profundo conocedor de las letras tangueras, de su origen, de los errores de los poetas y de las traiciones de los intérpretes. �Los cantores no sabían lo que decían�, afirma con seguridad. Y lo ilustra.
Recuerda, por ejemplo, que Alberto Arenas, el cantante de Francisco Canaro, nunca entendió la palabra �silicio� que integra el acervo trágico de Enrique Santos Discépolo y en una versión del tango �Sin palabras� se mandó: �Es un silencio que abre heridas de una historia�. En el otro extremo, Carlitos Roldán creyó siempre que en el tango �Primero campaneala� el sustantivo �potiem�, tiempo escrito al revés, era una palabra francesa y entonces pronunciaba �le fotié�.
No son pocas las versiones del famoso �Padrino pelado� donde los cantantes no entendían que el salón del casamiento al que aludía el autor del tango estaba �alfombrado de minks� (algo así como el visón) y no de �minas�.
Pero la mayor traición la propinó Julio Sosa contra �Cambalache�. No sólo por la cantidad de estropicios, sino también porque se metió con una de las letras emblemáticas de la poesía tanguera. Y encima la consagró como su versión más famosa.
Quien conoce algo de la historia, sabe que a Discépolo los tangos no le salían como hongos, ni que los escribía en una servilleta de bar después de tomarse un par de ginebras. Trabajaba sus letras con el buril de poeta. Y si algo le obsesiona al poeta es la palabra. Y para el poeta, ninguna palabra es igual a otra, aunque se le parezca.
Puedo imaginarme el momento en que Discépolo tuvo que seleccionar los nombres donde se mezclaban �biblias� y �calefones�, es decir, símbolos opuestos del mundo desquiciado que asomaba allá por los años 30. Es muy probable que Discépolo haya elegido con gran cuidado los personajes emblemáticos de su época (debe haber anotado y tachado nombres una y otra vez) hasta escribir finalmente: �Mezclao con Stavisky, van Don Bosco y la Mignon/ Don Chicho y Napoleón/ Carnera y San Martín�. Es evidente que el Varón del Tango confundió a Stavisky (Alexandre, un estafador ruso de alto vuelo) con el músico también ruso Igor Stravinsky. Con ese convencimiento, reemplazó al supuesto Stravinsky por Toscanini (Arturo), un nombre más cercano al oído de su público que el del autor de La consagración de la primavera. De paso, sacó de la lista a Carnera (Primo Carnera, campeón mundial de box en la década del 30, de origen italiano) y lo reemplazó por Carrera (probablemente el billarista argentino casi contemporáneo de Sosa).
Pero ahí no para la cosa. Además del incalificable �se vamo a encontrar� (cuando el original decía �nos vamo a encontrar�), Julio Sosa traiciona la ideología anarquista del viejo Discepolín. En la última de las antinomias, el autor pone del lado de los �calefones� a los que �viven de los otros� y no a los �que viven de las minas�. Es decir, a los patrones y no a los cafishios.
Guillermo Rico no lo dice, pero cuando estigmatiza las traiciones de los intérpretes, le aparece su orgullo de imitador. Un imitador nunca es un traidor. Como el papel carbónico, es fiel al original. Puede mimetizarse con el ídolo, pero jamás traicionarlo.
El caso más notorio me lo contó la actriz Ruby Gattari y ocurrió en Río Cuarto, su ciudad natal, allá por los años 50.
Un día se anunció la presencia de un cantante que se decía hijo de Carlos Gardel y que cantaba igual que el Zorzal. A la hora de la función, todos los riocuartenses se apretujaron en el Parque Sarmiento para escuchar al forastero y, sobre todo, para examinar si lo que decía era verdad.
Llegado el momento, se hizo la oscuridad y una luz iluminó el tablado que se levantaba entre la arboleda. Fue entonces cuando un hombre de buen porte, morocho y peinado a la gomina avanzó hacia el micrófono. El silencio era total; el ambiente estaba cargado de expectativa, pero también de desconfianza. El cantor acomodó la viola y con voz firme anunció:
�Y para comenzar... de papá y Le Pera, �Mi Buenos Aires querido�.
Y cantó como Gardel, sin cambiarle una sola coma.
REP
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