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el Kiosco de Página/12

 

Mármoles

Por Juan Sasturain

 

No hace mucho tiempo hubo un personaje mítico, un viejo canchero –entiéndase: encargado del cuidado de la cancha– que se llamaba José Campodónico, alias Campitos. Este Campodónico, del que me he ocupado fervorosamente en otro lugar, era ingeniero agrónomo, pero sobre todo hincha futbolero, y desarrolló una teoría basada en la soberbia intuición y en sorprendentes y minuciosas investigaciones de campo en el campo (precisamente). Según sus estadísticas hoy perdidas, los jugadores de fútbol no vienen de cualquier parte sino de algunos lugares en particular, y estableció cierto tipo de correlaciones entre las diversas zonas agrícolas de nuestro país, los cultivos específicos de cada una y la aparición de wines, zagueros, centrojás o centrodelanteros. Creer o reventar, los datos que acumuló Campitos en sus investigaciones durante dos décadas tenían –dicen– algunas conclusiones incontrastables. Y uno de sus puntos de partida fue, sin duda, la proverbial fertilidad de la Pampa Gringa, esa mancha productiva que se extiende desde el norte de la provincia de Buenos Aires y el sudeste de Córdoba a todo el centro y sur de Santa Fe, donde la colectividad tana afincada no sólo produjo incontables toneladas de trigo para los ávidos barcos sino centenares de jugadores para Newell’s y Central primero y para el mundo después. Cualquiera que se ponga –como se puso Campitos– a inventariar apellidos y orígenes, comprobará la proliferación de gringos peninsulares entre los jugadores de los equipos rosarinos desde décadas atrás. El meritorio trabajo en las inferiores de Ñuls de Jorge Griffa –dicen las malas lenguas– no fue otra cosa que salir al campo a juntar –o cosechar, casi- tanitos hábiles, fuertes, despiertos y bien alimentados. De Valdano a Batistuta con infinidad de escalas previas, intermedias y posteriores.
Y todo tiene que ver precisamente con la apoteosis todos los domingos renovada –ayer hizo tres más en su camino hacia una nueva hazaña en el calcio– del incombustible goleador de Reconquista, uno de esos emblemáticos, privilegiados, frutos de la Pampa Gringa para el mundo. Porque el fenómeno Batistuta plantea, además, otra cuestión que Campitos no consideró pero que también puede tener sus puntas para descular: no (sólo) interesa ver de dónde vienes sino saber adónde vas. Y Batistuta siempre ha tenido claro cuál era su destino, ese a donde llevan todos los caminos: Roma. Con todo lo que significa.
Se sabe: Batistuta estuvo nueve temporadas en la Fiorentina –llegó desde Boca tras pasar por River desde su Newell’s original– y allí batió todos los records de goles e idolatría. Pero no fue campeón. Se sabe: la Fiorentina es el equipo mediano de una ciudad entorpecida de belleza, inmovilizada por miradas de embeleso que la congelan. Era el ámbito y el contexto para Francescoli, por ejemplo. En una ciudad museo, con un equipo más para ver que para ganar, Batistuta fue la apolínea belleza del David encarnada y sujeta en tensión. El magnate Cecchi Gori –que lo atesoró en su jaula de oro casi una década– lo exhibía cada domingo, lo compraba cada año con el mejor contrato, pero él quería otra cosa: quería ganar, quería conquistar, quería la desprolija, desaforada apoteosis del Poder.
Y ahora está en Roma, donde ya no importa ser bello –que lo es– sino pisar y pasar por arriba –que lo hace–. Bati es más jugador de circo (romano) que de museo (florentino). La perfección estática del equilibrado David le sentaba, pero no daba cuenta de su alma caliente y ambiciosa. Cambió de mármol, bajó en el mapa, se calentó. Es el último de esa galería de bustos imperiales, desafiantes, tan humanos e imperfectos que hicieron y deshicieron el mundo conocido. Ha encontrado su lugar. De la Pampa Gringa al Imperio.


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