No hace mucho tiempo hubo un personaje mítico, un viejo canchero
entiéndase: encargado del cuidado de la cancha que
se llamaba José Campodónico, alias Campitos. Este Campodónico,
del que me he ocupado fervorosamente en otro lugar, era ingeniero agrónomo,
pero sobre todo hincha futbolero, y desarrolló una teoría
basada en la soberbia intuición y en sorprendentes y minuciosas
investigaciones de campo en el campo (precisamente). Según sus
estadísticas hoy perdidas, los jugadores de fútbol no vienen
de cualquier parte sino de algunos lugares en particular, y estableció
cierto tipo de correlaciones entre las diversas zonas agrícolas
de nuestro país, los cultivos específicos de cada una y
la aparición de wines, zagueros, centrojás o centrodelanteros.
Creer o reventar, los datos que acumuló Campitos en sus investigaciones
durante dos décadas tenían dicen algunas conclusiones
incontrastables. Y uno de sus puntos de partida fue, sin duda, la proverbial
fertilidad de la Pampa Gringa, esa mancha productiva que se extiende desde
el norte de la provincia de Buenos Aires y el sudeste de Córdoba
a todo el centro y sur de Santa Fe, donde la colectividad tana afincada
no sólo produjo incontables toneladas de trigo para los ávidos
barcos sino centenares de jugadores para Newells y Central primero
y para el mundo después. Cualquiera que se ponga como se
puso Campitos a inventariar apellidos y orígenes, comprobará
la proliferación de gringos peninsulares entre los jugadores de
los equipos rosarinos desde décadas atrás. El meritorio
trabajo en las inferiores de Ñuls de Jorge Griffa dicen las
malas lenguas no fue otra cosa que salir al campo a juntar o
cosechar, casi- tanitos hábiles, fuertes, despiertos y bien alimentados.
De Valdano a Batistuta con infinidad de escalas previas, intermedias y
posteriores.
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