Por Alfredo Grieco y Bavio
Entre las muchas cosas que significaron estas elecciones norteamericanas, las más reñidas en las últimas cuatro décadas, se cuenta el haber extendido una partida de defunción a la Tercera Vía. Y esto no ocurrió por el avance desmedido del republicano George W. Bush. Fue Al Gore quien se apartó deliberadamente del terreno común que había permitido que los Nuevos Demócratas, curtidos por los fracasos de la era reaganiana, cantaran en el mismo coro que las centroizquierdas social-demócratas europeas. Clinton podía asistir a reuniones en pequeñas ciudades medievales italianas donde confraternizar con su clon inglés Tony Blair, con Gerhard Schroeder, con los anfitriones Romano Prodi o Massimo D�Alema. A partir de ayer, la presencia norteamericana ya no estará garantizada en esos cónclaves junto al clon de Blair, el alcalde romano Francesco Rutelli.
Gore hizo un giro discursivo a la izquierda, que refutaba la Tercera Vía buscada en el intersticio entre socialdemocracia y neoliberalismo. Un manifiesto estentóreo de que su posición era distinta de la moderación clintoniana fue oído en agosto cuando aceptó la nominación presidencial en la convención del Partido Demócrata en Los Angeles. Aun si no tuviera otras motivaciones, el desplazamiento de Gore estaba electoralmente justificado. Porque el candidato demócrata había advertido bien que, aplicadas durante ocho años en la economía nacional las recetas de un flexible Alan Greenspan, no le quedaba sino correrse a la izquierda en sus exigencias y objetivos programáticos.
La Tercera Vía había adoptado temas y preocupaciones de la derecha desde una perspectiva de izquierda. Esto fue especialmente visible en la versión más vulgarizada, la de Blair y su mentor el sociólogo Anthony Giddens, que encontraba su aliado preferido en el demócrata Clinton antes que en el francés Lionel Jospin, más cerrilmente socialista y obcecado con sus 35 horas y su Pac. La consecuencia había sido una despolitización de la economía �que en Europa ya anteriormente había alcanzado un clímax con las disputas franco-alemanas que llevaron al compromiso de designar a Wim Duisenberg al frente del Banco Central Europeo�. Esto animó al neolaborismo británico a internarse donde ni siquiera Margaret Thatcher se había atrevido.
Después de las dos presidencias de Clinton, que fueron la versión muy norteamericana y muy peculiar, pero exitosísima en sus propios términos, de la Tercera Vía, Gore sólo podía avanzar con el giro a la izquierda. Porque, si aspiraba a ganar la elección, iba a hacerlo no con la base de prósperas clases medias que, o bien eran demócratas, o bien habían advertido que podían votar demócrata sin riesgos, sino que precisaba también el voto de los menos favorecidos por la bonanza que proclamaban las Bolsas. En otro plano, Gore tenía que luchar contra la inercia acumulada en los años en que fue vicepresidente, con el consiguiente factor de cansancio del electorado; de ningún modo podía hacer suyo el lugar de quien viene a ofrecer la liberación de un largo y pesado yugo derechista, como sí hizo Clinton en 1992.
La nueva posición a la que apostaba Gore ocurría precisamente cuando Bush hacía del �conservadurismo compasivo� (con énfasis en el adjetivo) el slogan de una campaña cuyos resultados crecieron en forma visible. Era un signo de esa tolerancia que Bush siempre enfatizó en los debates y actos de campaña, después de una serie de gaffes iniciales en la época de las primarias. A pesar de todos los esfuerzos de sus adversarios, Bush no se apartó de una línea moderada en temas sociales divisivos como la raza, el sexo, la droga, la libertad de prensa y expresión. Los demócratas procuraron oscurecer su gobernación, pero durante ella la Corte Suprema estadual, con jueces supremos elegidos por el mismo verdugo de Texas, nunca restringió sino que incluso amplió el derecho de las mujeres al aborto. Bush procuró probar que no era un nuevo Ronald Reagan, y que ya no le preocupaba exhibir que su cuerpo cabía a la perfección en el molde de la estatua que el Alzheimer dejó vacante. Gore, en cambio, tuvo que apelar a la monumentalidad. Y lo hizo volviendo al pasado, a la década del 80 y aun la del 70. Prometió las bodas entre el idealismo de Jimmy Carter y el intervencionismo de Ronald Reagan. Frente a todo esto, Bush opuso un perfil obstinadamente bajo. Los que lo votaron creen que para presidir en la única superpotencia lo que importa no es saber el nombre del presidente de Moldavia o poder calcular la deducción impositiva de una madre soltera. Ese moderantismo muy espectacularizado por Bush había salido a buscar el electorado de centroizquierda. Fue el movimiento contrario, pero simétrico, al buscado en su momento con la Tercera Vía. Fue un movimiento invasivo en el campo que había asegurado las victorias demócratas de Clinton. La convención republicana en Filadelfia hizo todo lo posible �y lo logró� por parecerse a una publicidad de Benetton. No faltó tiempo para que hablara el único congresista republicano abiertamente gay. En su campaña, casi ningún niño afroamericano escapó a sus abrazos, ni casi hubo día sin que se recitaran consignas en español.
A Gore sólo le quedó hacer lo que hizo. El precio fue el sacrificio de los ideales de la Tercera Vía. �Por favor, decí algo de izquierda�, le imploraba a D�Alema un Nani Moretti cómicamente desesperado en el film Aprile, que celebraba el triunfo del Olivo en 1996. En el horizonte de las elecciones 2000-01, todos hablan, o tratan de aprender, el lenguaje de la izquierda, incluso el derechista, ex fascista, Silvio Berlusconi, preocupado por el proletariado italiano.
opinion
Por Sandra Russo |
Televisión y desencanto
La ley electoral norteamericana no prevé espacios televisivos gratuitos para que los candidatos expliquen al electorado sus ideas. Esto, que podría ser una curiosidad, se convirtió en una de las razones principales no sólo de la creciente depreciación de la política, sino de un fenómeno que, si sigue su ruta, terminará degenerando el sistema democrático norteamericano hasta reducirlo a un simple juego entre ricos que donan dinero, ricos que están en el poder y ricos que exigen retribuciones por su colaboración en las campañas. En ésta, los candidatos a cargos nacionales recaudaron 1000 millones de dólares, casi el doble de lo que se gastó en las elecciones de l996. Más de dos tercios del dinero recaudado es destinado a propaganda de TV. Y el atronar de la propaganda televisiva es tal, que ni siquiera los programas políticos tienen en su agenda temas vinculados a las elecciones. En las emisoras de Filadelfia, por ejemplo, se contaron en los últimos días 30 avisos políticos por hora en el horario vespertino.
Esto no es inocente, sino más bien perverso. En los avisos nadie debate ni justifica sus denuncias ni explica sus ideas. Los avisos se basan en slogans. Los slogans son vacuos, repetitivos, agresivos, generalmente ridículos. La gente se harta de ellos. Y de lo que se harta, en el fondo, no es de los avisos políticos, sino de la política. En realidad, la política está pasando por otro lado. Por sectores de lobbistas que saben perfectamente que el círculo vicioso del aviso que supuestamente busca difundir la imagen de un candidato y logra lateralmente provocar un desinterés generalizado en las elecciones da huevos de oro para los pocos que ponen dólares y esperan recompensas.
Don Hewitt, una de las figuras más respetadas de la televisión estadounidense, artífice del histórico debate de l960 entre John Kennedy y Richard Nixon, actual productor de �60 Minutes�, afirma: �Todo lo que se ha deteriorado en la política se le puede achacar a la televisión�. Muchos políticos y ONGs han intentado cambiar la ley electoral y ofrecer gratuitamente a los candidatos el espacio televisivo por el que hoy pagan fortunas. Esos intentos fueron frenados en el Congreso. ¿Por qué? Porque conseguir dinero para una reelección es más fácil que conseguirlo si se es un nuevo candidato. De modo que es el poder en sí mismo �y quienes quieren retenerlo� el que sigue pudriendo el sistema. Mientras cien tipos ahí arriba recaudan y otros cien tipos ahí al fondo contribuyen, hay millones que están desencantados de la política. Se trata de un desencanto fabricado, de un desencanto funcional que alboroza a los cien de arriba y a los cien del fondo. |
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