Por Eduardo Fabregat
Abrió la boca para algo que no fuera cantar sólo dos veces, y pronunció la misma palabra, un gracias bastante decente. Durante cien minutos fue una estatua de sí mismo, hierático héroe y sobreviviente de una generación arrasada por el exceso, capaz de disponer el pie de micrófono hacia un costado para que no se pierda nada de su estampa rockera. Pero en los últimos veinte demostró que aún las estatuas tienen algo blando adentro y modificó drásticamente la lista de temas para ofrecer lo que un público en llamas estaba, a esa altura, implorando. �Sweet Jane�. Y �Walk on the wild side�. Y �Vicious�, para colmo mezclado con �I�m waiting for the man�. Y una más, una sola más según su índice acusador, que pareció leer en cada par de ojos clavados sobre el escenario: �Perfect day�. Bonito final para un show de Lou Reed.
Esperar la segunda visita de Reed era una apuesta segura. No sólo por el notable nivel que viene exhibiendo el hombre de negro desde los ya lejanos tiempos de New York (1989), sino por los nombres de su banda, los mismos que lo acompañan desde un poco antes del Set the twilight reeling de 1996: Fernando Saunders y el gigante Tony �Thunder� Smith �quizá los defensores centrales más recios y a la vez sutiles del medio rockero� y Mike Rathke (quien en rigor acompaña a Lou desde aquel final de década), un guitarrista que no brilla tanto, pero es certero en su oficio. Esa banda ya había sonado como los dioses en los shows del mismo teatro en el �96: bastaba imaginar cómo podían sonar tras cuatro años de actividad intensa.
El ejercicio de imaginación se correspondió con la realidad. Una realidad que, además, no busca pintarse de lo que no es: lo que hacen Lou Reed y sus músicos es simplemente rock, pero tocado con una clase que lo aleja de cualquier interpretación lineal del concepto y ni hablar del rock estadounidense de guitarras actual que inunda los charts. Con la necesaria pizca de funk que puede ofrecer esa base afroamericana... y con canciones como las que puede firmar el Sr. Firbank. Para la ocasión, el veterano se concentró en Ecstasy, su disco más reciente, en un cuerpo de show que dio muy pocas concesiones y que sólo miró hacia atrás en �Turn to me� (de New sensations, 1984) o �Small town�, del homenaje a Andy Warhol de Songs for Drella. Lo que no quitó intensidad: hubo momentos de pura violencia eléctrica como �Paranoia key of E�, �Future farmers of America� (que, por alguna extraña razón, fue excluido de la edición local de Ecstasy), el mismo �Small town� y una hiperkinética versión de �Romeo had Juliette�. Y hubo momentos en los que ni siquiera fue necesario apelar a la furia, como �Ecstasy� (contrabajo con arco y una mínima percusión), �White prism� y los cruces entre Reed y el contrabajo eléctrico de Saunders en �Rock minuet�, que dieron una primera parte impecable y otra bastante discutible en cuanto a la afinación. De todos modos, el rock en semejante estado eléctrico, admite �incluso necesita� ciertas desprolijidades. Y teniendo una base como la de Saunders y �Thunder�, un curioso caso de baterista rebosante de técnica, potencia y un notable manejo melódico en su ejecución, todo pifie debe ser tomado en su contexto.
Para cuando el grupo se embarcó en la embestida final de �Mystic child� y �Tatters� �una letra de profunda melancolía que terminó envasada de un modo tan potente como para que Rathke destruyera su encordado�, el público ya estaba en la temperatura justa, pero esperaba el plus. �Set the twilight reeling� puso a Saunders al mando de un bajo fretless (la enésima nave que exhibió entre sus manos durante toda la velada) para un solodemoledor, que derivó en uno de los pocos gestos payasescos del protagonista para dirigir a su banda. Con eso se terminó el show, e instantáneamente todo el Gran Rex levantó como bandera el coro de �Walk on the wild side�. Desde camarines, Reed decidió que tanto esfuerzo valía la pena ignorar una lista que daba como bises a �Baton rouge� y �Busload of faith�, y metió mano al archivo.
La decisión, claro, era acertada de antemano: las canciones pertenecientes a Velvet Underground y la revisita final de Transformer, hicieron que �paradójicamente� el prócer abandonara el pedestal, concediera el gesto fácil de recurrir a los hits y cosechara una larga ovación final. Una ovación que no tuvo que ver con el único gesto de demagogia de la noche (un golpeteo en el corazón y el subrayado de la frase You made me forget myself, �hiciste que me olvidara de mí mismo�), sino con todo lo construido en dos horas vibrantes. Las canciones de Lou Reed pueden ser una paranoia en clave de mi. Pero ante todo son lecciones del rock más curtido, y a la vez sensible, que puede hallarse en la legión de veteranos que dejaron los tardíos 60. Más de treinta años después, su efecto sigue pegando como un directo a la mandíbula.
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