Sin plata, la deuda
se paga con la política
La Convertibilidad es una cárcel, de la cual se sale, como
de cualquier otra, con el dos por uno. Lo primero lo afirmó
la diputada Elisa Carrió. Lo demás, un ingenioso vecino
de Haedo, Felipe Sarjoy, en una carta que envió al diario
La Nación. Su humorada es tan efectiva porque expresa lo
que en el fondo piensan o temen los argentinos, incluidos los economistas,
aunque no se animen a decirlo. Todo el país sintió
enorme alivio a partir de 1991, cuando quedó establecido
que el Banco Central no emitiría ya pesos sin contrapartida
de dólares. Esta fue una medida clave (no la única)
para herir de muerte a la inflación. Sin embargo, el país
continuó emitiendo deuda, y en este caso sin garantizar que
hubiese la correspondiente contrapartida de crecimiento económico
y de exportaciones, que son las dos vías para generar la
moneda de pago necesaria para cancelar después el endeudamiento.
Las exportaciones traen dólares, y el crecimiento produce
los recursos tributarios con que el sector público puede
comprar los dólares para pagarles a los acreedores. Es por
la falta de crecimiento y la debilidad de las exportaciones que
la deuda y los servicios financieros de ésta (intereses)
cobran una dimensión inabordable para el país. Esto
genera desconfianza y consiguientemente mayores tasas, con lo que
se ingresa en una espiral crítica, como la vivida estas últimas
semanas.
Como la Convertibilidad impide monetizar el déficit
fiscal es decir, cubrirlo con emisión monetaria,
se lo financia con colocación de títulos de deuda.
Por tanto, las políticas de ajuste fiscal (aumento de impuestos,
cortes del gasto o ambos) son presentadas como la manera de enlentecer
o frenar del todo la expansión de la deuda, para eventualmente
reducirla y escapar de su trampa. Sin embargo, si el ajuste traba
el crecimiento, al contraer la demanda, e impide otorgar estímulos
impositivos a las exportaciones para mitigar el retraso cambiario,
el efecto que produce sobre la solvencia del país, especialmente
a los ojos de los acreedores, es diferente del buscado. Si los mercados
juzgan la credibilidad de la Argentina (lo que determina su riesgo-país
o, en otros términos, el plus de tasa que debe pagar para
obtener financiación) por el cociente deuda/PBI, esta fracción
mejorará (disminuirá) cuanto menor sea la deuda y/o
mayor sea el PBI. Una política que desacelere o congele el
nivel del endeudamiento, pero al mismo tiempo provoque o agrave
la recesión, en el mejor de los casos mantendrá la
situación tan mal como al principio, o probablemente la empeore,
que es exactamente lo ocurrido este año.
Lo que además desnuda esta crisis, por si hacía falta,
es que la invulnerabilidad del régimen convertible es un
mito. Siempre se lo pintó como inexpugnable ante una corrida
contra el peso, ya que su única consecuencia sería
la espontánea dolarización de la economía,
resultado de que los tenedores de pesos los cambiarían por
dólares. Teóricamente, las reservas posibilitarían
una conversión no traumática de los medios de pago.
Tras la experiencia de 1995, Tequila mediante, también se
erigieron defensas de betón para defender al sistema bancario
ante una corrida de depósitos. Por las altas exigencias de
liquidez, por la extranjerización de los bancos y la concentración
del sistema se logró el objetivo de contar con una banca
que, aunque no le sirviera a los sectores productivos ni al desarrollo
de la nueva economía, alejara el fantasma de
una quiebra en dominó del circuito financiero. Sin embargo,
la Convertibilidad fue abriendo un tercer flanco, cada vez más
vulnerable a un ataque especulativo: la dependencia respecto de
la financiación externa, en montos que rondan los 20 mil
millones anuales, que han convertido a la Argentina en el principal
tomador de fondos de toda Latinoamérica, superando a economías
mucho más grandes, como la brasileña y la mexicana.
Esto significa que si los mercados se niegan a proveer esa financiación,
o exigen por ella tasas que el país no puede afrontar, la
Argentina cae en cesación de pagos. Antes de que esto ocurra,
el solo peligro de que acontezca dispara las tasas y puede provocar,
como en una profecía autocumplica, la quiebra nacional. Por
este borde del abismo vino balanceándose el país durante
las últimas jornadas.
Cuando quedó en evidencia la fragilidad del sistema por su
dependencia de los mercados financieros surgió el apremio
por agregarle un tercer blindaje, que se añadiese al que
guarnece al peso y al que protege a la banca. Como el nuevo blindaje
no puede ser fabricado localmente, hay que importarlo. Sus proveedores
serán el Fondo Monetario, el Banco Mundial y otros organismos,
que tenderán una malla de seguridad, tejida con dólares,
para tranquilizar a los acreedores y así descomprimir la
situación. El costo de la operación quedó explicitado
anoche mismo, cuando el presidente De la Rúa anunció
un paquete de medidas que implica un brusco giro a la derecha. La
factura más pesada deberán pagarla los nuevos jubilados,
que por la eliminación de la PBU (Prestación Básica
Universal) cobrarán bastante menos de lo que esperaban y,
además, pierden el derecho a optar entre capitalización
y reparto. Esa opción fue clave para alcanzar el consenso
político que condujo a la sanción parlamentaria de
la reforma previsional en 1994. Otras dos claves fueron la PBU y
la AFJP Nación con su garantía de rentabilidad mínima.
Con todo esto quiere ahora barrer el gobierno de la Alianza, quitándole
legitimidad a la reforma, además de volver a manosear un
régimen que, por ser previsional, debería ser previsible.
La decisión de congelar por cinco años el gasto estatal
primario, que excluye los intereses de la deuda, equivale a planificar
un achique del Estado en proporción al tamaño de la
economía nacional, que, hay que suponer, en algún
momento volverá a crecer. Los servicios financieros del endeudamiento
serán el único componente del gasto que se expandirá,
ya que la cuenta de intereses seguirá aumentando. Cada vez
que se corta un cupón de un Bónex o un Bono Brady,
la plata para pagarlo se toma prestada a intereses de mercado, que
son más altos. La congelación del gasto primario,
anunciada anoche en Mar del Plata por José Luis Machinea,
es en todo caso coherente con el compromiso que había asumido
Carlos Chacho Alvarez como vicepresidente: bajar los
impuestos si subía la recaudación. En este aspecto,
por ahora las reducciones tributarias apuntan, salvo alguna excepción,
a mejorar la rentabilidad empresaria, en línea con la estrategia
ofertista que impulsa un Domingo Cavallo.
La recaudación impositiva y la salud de los asalariados son
dos áreas de negocios que el Gobierno le abre como anzuelo
al capital privado, desplazando de ellas al Estado y a las obras
sociales de los sindicatos, en admirable demostración de
continuismo ideológico respecto de la era menemista. En otro
sentido, nada se ha dicho sobre temas menores como la recesión,
la falta de trabajo, la pobreza, la concentración del ingreso
o la desindustrialización.
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