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“POR ESE PALPITAR” ABORDA EL TRAUMATICO
TEMA DE LA APROPIACION DE MENORES EN LA DICTADURA
Un juego de espejos en busca de la identidad

El episodio que se verá mañana por América se mete de lleno en un tema cuyas heridas están lejos de cerrarse: Andrea Pietra será una hija de desaparecidos ilegalmente apropiada.

Carlos Santamaría es vigilante de un country privado; Pietra, la chica con sospechas sobre su identidad.

Por Fernando D’Addario

t.gif (862 bytes)  “Soy Marta, tengo 24 años, tengo padres que me cuidan y me quieren, me voy a vivir a Nueva York, me gusta bailar clásico... y ésa soy yo.” El personaje que compone Andrea Pietra en el capítulo que se verá mañana a las 23 en “Por ese palpitar” incorpora otro plano a esa dualidad “realidad/ficción” que marcó desde sus comienzos al ciclo de unitarios de América TV: la “realidad ficticia”, que en este caso envuelve a la protagonista, le impone una coraza y parece neutralizar cualquier intento de recuperación de la verdad. Es que Marta no es Marta sino Lucía, sus padres –que la cuidan demasiado, al punto de asfixiarla– son sus apropiadores, su posible viaje a Nueva York no es más que un intento de huida de su pasado, y, definitivamente, ésa no es ella.
Es, seguro, lo que la siniestra historia argentina de los últimos 25 años diseñó para chicos y chicas como Lucía/Marta, para sus padres desaparecidos, para sus abuelas inclaudicables, para sus hermanos que fueron descubriendo, de a poco, y dolorosamente, el velo de una tragedia colectiva. “Por ese palpitar”, uno de los pocos espacios inteligentes que le quedan a la televisión argentina, incursiona esta vez en el tema de la apropiación ilegal de hijos de desaparecidos durante la última dictadura, con el mismo rigor conceptual con el que, en su momento, encaró otras cuestiones conflictivas y/o perturbadoras, como la historia de amor entre lesbianas o los vericuetos que se instalan en la relación entre un hombre golpeador y su mujer–víctima.
El guión de Paula Marcovich (integrante del equipo coordinado por Pablo Solarz) deja de lado ambigüedades sutiles para delinear con precisión dónde está y qué representa cada personaje: Marta parece tener la vida arreglada por sus padres. Estudia ciencias políticas (aunque sueña con ser bailarina clásica), vive en un country y está, aparentemente, a salvo de cualquier circunstancia que haga peligrar su previsibilidad. Cuando aparece en su vida (en el jardín de su casa, para ser más exactos) un tal Hugo (Antonio Birabent), su estrecho universo imagina para el intruso identidades y caracterizaciones que no escapan del estereotipo: “es un loco”, “es un asesino o un ladrón”. Fuera del barrio cerrado está el peligro, porque allá, pasando las fronteras de ese gueto, está la verdad.
Hugo es hijo de desaparecidos, vive con su abuela y está buscando a su hermana, dos años menor que él y apropiada ilegalmente durante los años de plomo. La realidad ficticia, esquizofrénica por naturaleza, sugiere que él es el desequilibrado y que esa familia tan bien constituida (tan breve como interesante es el aporte de la “madre”, Haydeé Padilla) representa la “normalidad”. La presencia de Hugo confunde a Lucía/Marta, le genera dudas que rozan el deseo femenino, la somete a una lucha interna que tardará en asumir como propia, y hasta provoca que vuelva a vivir las pesadillas que la acosaron durante la adolescencia y que una poco eficaz terapia psicoanalítica parecía haber borrado por completo.
La apuesta de Hugo pasa por una lenta recuperación de recuerdos infantiles (la chica fue secuestrada cuando tenía dos años), desde los juguetes que compartían hasta las fotos familiares que él le lleva a modo de disparador de imágenes archivadas en un inconsciente aparentemente hermético. La negación de ella a aceptar una nueva realidad (lo que le implicaría reformular todas las certezas que sus “padres” construyeron con engaños) provocará situaciones dolorosas, que repercutirán de modo diverso en su hermano y en su abuela biológica: él no puede resistir “mandarla al carajo”, y la abuela, vieja luchadora, le propone paciencia y calma, sabedora de la complejidad psicológica a la que está expuesta Lucía/Marta. El hilo narrativo no evita desnudar las previsibles miserias ideológicas de un “padre” que defenderá la apropiación, cuando se vea acorralado por los datos de la realidad, con el consabido argumento de la salvación de la chica de las garras de la “subversión atea”.
Más allá de la construcción arquetípica de los personajes, el rigor del relato y la carga de verdad que encierra consiguen atrapar al televidente, en tanto éste no imite la actitud que asume la protagonista en los primeros bloques: la de mirar para otro lado, mientras la historia la atraviesa por dentro.

 

 

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