Por Fernando DAddario
Soy Marta, tengo 24 años, tengo padres que me cuidan
y me quieren, me voy a vivir a Nueva York, me gusta bailar clásico...
y ésa soy yo. El personaje que compone Andrea Pietra en el
capítulo que se verá mañana a las 23 en Por
ese palpitar incorpora otro plano a esa dualidad realidad/ficción
que marcó desde sus comienzos al ciclo de unitarios de América
TV: la realidad ficticia, que en este caso envuelve a la protagonista,
le impone una coraza y parece neutralizar cualquier intento de recuperación
de la verdad. Es que Marta no es Marta sino Lucía, sus padres que
la cuidan demasiado, al punto de asfixiarla son sus apropiadores,
su posible viaje a Nueva York no es más que un intento de huida
de su pasado, y, definitivamente, ésa no es ella.
Es, seguro, lo que la siniestra historia argentina de los últimos
25 años diseñó para chicos y chicas como Lucía/Marta,
para sus padres desaparecidos, para sus abuelas inclaudicables, para sus
hermanos que fueron descubriendo, de a poco, y dolorosamente, el velo
de una tragedia colectiva. Por ese palpitar, uno de los pocos
espacios inteligentes que le quedan a la televisión argentina,
incursiona esta vez en el tema de la apropiación ilegal de hijos
de desaparecidos durante la última dictadura, con el mismo rigor
conceptual con el que, en su momento, encaró otras cuestiones conflictivas
y/o perturbadoras, como la historia de amor entre lesbianas o los vericuetos
que se instalan en la relación entre un hombre golpeador y su mujervíctima.
El guión de Paula Marcovich (integrante del equipo coordinado por
Pablo Solarz) deja de lado ambigüedades sutiles para delinear con
precisión dónde está y qué representa cada
personaje: Marta parece tener la vida arreglada por sus padres. Estudia
ciencias políticas (aunque sueña con ser bailarina clásica),
vive en un country y está, aparentemente, a salvo de cualquier
circunstancia que haga peligrar su previsibilidad. Cuando aparece en su
vida (en el jardín de su casa, para ser más exactos) un
tal Hugo (Antonio Birabent), su estrecho universo imagina para el intruso
identidades y caracterizaciones que no escapan del estereotipo: es
un loco, es un asesino o un ladrón. Fuera del
barrio cerrado está el peligro, porque allá, pasando las
fronteras de ese gueto, está la verdad.
Hugo es hijo de desaparecidos, vive con su abuela y está buscando
a su hermana, dos años menor que él y apropiada ilegalmente
durante los años de plomo. La realidad ficticia, esquizofrénica
por naturaleza, sugiere que él es el desequilibrado y que esa familia
tan bien constituida (tan breve como interesante es el aporte de la madre,
Haydeé Padilla) representa la normalidad. La presencia
de Hugo confunde a Lucía/Marta, le genera dudas que rozan el deseo
femenino, la somete a una lucha interna que tardará en asumir como
propia, y hasta provoca que vuelva a vivir las pesadillas que la acosaron
durante la adolescencia y que una poco eficaz terapia psicoanalítica
parecía haber borrado por completo.
La apuesta de Hugo pasa por una lenta recuperación de recuerdos
infantiles (la chica fue secuestrada cuando tenía dos años),
desde los juguetes que compartían hasta las fotos familiares que
él le lleva a modo de disparador de imágenes archivadas
en un inconsciente aparentemente hermético. La negación
de ella a aceptar una nueva realidad (lo que le implicaría reformular
todas las certezas que sus padres construyeron con engaños)
provocará situaciones dolorosas, que repercutirán de modo
diverso en su hermano y en su abuela biológica: él no puede
resistir mandarla al carajo, y la abuela, vieja luchadora,
le propone paciencia y calma, sabedora de la complejidad psicológica
a la que está expuesta Lucía/Marta. El hilo narrativo no
evita desnudar las previsibles miserias ideológicas de un padre
que defenderá la apropiación, cuando se vea acorralado por
los datos de la realidad, con el consabido argumento de la salvación
de la chica de las garras de la subversión atea.
Más allá de la construcción arquetípica de
los personajes, el rigor del relato y la carga de verdad que encierra
consiguen atrapar al televidente, en tanto éste no imite la actitud
que asume la protagonista en los primeros bloques: la de mirar para otro
lado, mientras la historia la atraviesa por dentro.
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