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Patotas mafiosas, con saco y corbata

�El nuevo sueño americano�, de Ben Younger, se introduce en el mundillo de los �brokers�, desnudando el lado más patético del capitalismo.

El film de Younger es interesante por su mirada casi antropológica del mundo de las finanzas.

Por Horacio Bernades

t.gif (862 bytes)  “Si vivís en el ghetto tenés dos alternativas: vendés cocaína en la calle o te hacés músico. A mí ir a la facultad no me interesaba. Así que elegí lo que, para un hombre blanco, es el equivalente de vender cocaína: me hice agente de bolsa.” En el mundo feroz de los brokers, allí donde el capitalismo moderno muestra su rostro más salvaje, se instala Boiler Room, interesante ópera prima del jovencísimo Ben Younger, de sólo 27 años. Estrenada hace unos meses en Estados Unidos, el sello AVH la edita directamente en video por estos días, con un título irrefutable: El nuevo sueño americano.
Este mundo henchido de ambición y testosterona ofrecía dos alternativas: mostrarlo de modo casi antropológico, o hacerlo desde la más cerrada condena. La primera opción implica dejar de lado el juicio moral y embeberse de códigos y rituales privados de esa tribu, se trate de brokers o crackers, como quien estudia las costumbres de los polinesios o los indios seminolas. Claramente partida en dos, durante toda su primera parte El nuevo sueño americano logra meterse, y meter al espectador, en ese mundo estrecho y ajeno, como quien emprende un viaje en terra incognita. A partir de determinado momento, el realizador parece cansarse del esfuerzo y opta por levantar sobre el relato el dedo incólume de la moral. Obviamente, la primera parte del film es la que interesa, y es allí donde el joven Younger muestra sus mejores armas.
Seth Davis (el ascendente Giovanni Ribisi, que viene de ser el hermano de Nicolas Cage en 60 segundos) es un joven judío de Manhattan, hijo de un respetabilísimo juez, pero elegirá ser una clase atípica de oveja negra. Ni sexo, ni droga, ni rock and roll forman parte del credo de Seth. Capitalismo salvaje es la fórmula de ilegalidad elegida por este joven que parecería la encarnación misma de los valores del tercer milenio. Empieza por montar un casino ilegal, y no le va nada mal. Hasta que un día llega hasta allí la horma justa para su zapato: un tipo trajeado en alpaca y montado en una Ferrari descapotable, que chorrea éxito y dinero por todos los poros. La oferta no se hace esperar. Poco más tarde también Seth se uniformará de traje y corbata y estará formando parte de J. T. Marlin, agencia de brokers en la cual, para ser millonario, sólo parece necesario proponérselo.
Younger ingresa a ese mundo junto con el protagonista, metiendo de cabeza al espectador entre agentes de bolsa jóvenes y ansiosos, prepotentes y machotes, que se propulsan a base de cocaína y viven pegados al teléfono, apelando a esas típicas estrategias de venta de empresa yanqui. El realizador sobrecarga de cifras y jerga bolsera cada diálogo, estudia los rituales de esa trajeada tribu y reproduce cada uno de sus códigos. Lo hace con enorme energía, entrecortando el relato en veloces raps visuales y deslizando agudísimas observaciones. Los brokers se saben de memoria Glengarry Glen Ross, guión de David Mamet sobre el despiadado mundo de los vendedores inmobiliarios, y son capaces de reproducir a la perfección cada diálogo de Wall Street. Aunque ambas referencias anticipan hacia dónde apuntará la película en su segunda mitad, en aquella primera parte se hace sentir, de modo mucho más marcado, una influencia menos explícita pero más rica: la de Martin Scorsese.
La iniciación de Seth está puesta en escena como en Casino, El color del dinero o La edad de la inocencia: con largos travellings desde los ojos del protagonista, mientras ingresa en los ámbitos propios de ese círculo hermético. Sobre todo, el boiler room del título, el salón donde hierven ventas telefónicas y cifras millonarias, entre músculo, labia y transpiración. El relato en off del comienzo calca prácticamente el de Ray Liotta en Buenos muchachos, así como el grupo de jóvenes brokers se comporta exactamente igual que una patota mafiosa (allí está el hijo de James Caan, actuando como su padre en El padrino, para acentuar lassemejanzas). Hay otro paralelismo inteligentísimo, que Younger tiene la delicadeza de no explicitar jamás, y que emparienta rituales de iniciación con fajina militar. Esas escenas aparecen dominadas por un notable Ben Affleck, gritando órdenes y amenazas como podría hacerlo el típico sargento de los films de entrenamiento militar. Lucidos esos brillos, a Younger le da por una vena entre psicologista y moralista, y todo se vuelve obvio y previsible. Tiempo y talento no le faltan, si es que quiere corregir esos vicios.

 

 

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