Por Horacio Bernades
Si vivís en el ghetto tenés dos alternativas:
vendés cocaína en la calle o te hacés músico.
A mí ir a la facultad no me interesaba. Así que elegí
lo que, para un hombre blanco, es el equivalente de vender cocaína:
me hice agente de bolsa. En el mundo feroz de los brokers, allí
donde el capitalismo moderno muestra su rostro más salvaje, se
instala Boiler Room, interesante ópera prima del jovencísimo
Ben Younger, de sólo 27 años. Estrenada hace unos meses
en Estados Unidos, el sello AVH la edita directamente en video por estos
días, con un título irrefutable: El nuevo sueño americano.
Este mundo henchido de ambición y testosterona ofrecía dos
alternativas: mostrarlo de modo casi antropológico, o hacerlo desde
la más cerrada condena. La primera opción implica dejar
de lado el juicio moral y embeberse de códigos y rituales privados
de esa tribu, se trate de brokers o crackers, como quien estudia las costumbres
de los polinesios o los indios seminolas. Claramente partida en dos, durante
toda su primera parte El nuevo sueño americano logra meterse, y
meter al espectador, en ese mundo estrecho y ajeno, como quien emprende
un viaje en terra incognita. A partir de determinado momento, el realizador
parece cansarse del esfuerzo y opta por levantar sobre el relato el dedo
incólume de la moral. Obviamente, la primera parte del film es
la que interesa, y es allí donde el joven Younger muestra sus mejores
armas.
Seth Davis (el ascendente Giovanni Ribisi, que viene de ser el hermano
de Nicolas Cage en 60 segundos) es un joven judío de Manhattan,
hijo de un respetabilísimo juez, pero elegirá ser una clase
atípica de oveja negra. Ni sexo, ni droga, ni rock and roll forman
parte del credo de Seth. Capitalismo salvaje es la fórmula de ilegalidad
elegida por este joven que parecería la encarnación misma
de los valores del tercer milenio. Empieza por montar un casino ilegal,
y no le va nada mal. Hasta que un día llega hasta allí la
horma justa para su zapato: un tipo trajeado en alpaca y montado en una
Ferrari descapotable, que chorrea éxito y dinero por todos los
poros. La oferta no se hace esperar. Poco más tarde también
Seth se uniformará de traje y corbata y estará formando
parte de J. T. Marlin, agencia de brokers en la cual, para ser millonario,
sólo parece necesario proponérselo.
Younger ingresa a ese mundo junto con el protagonista, metiendo de cabeza
al espectador entre agentes de bolsa jóvenes y ansiosos, prepotentes
y machotes, que se propulsan a base de cocaína y viven pegados
al teléfono, apelando a esas típicas estrategias de venta
de empresa yanqui. El realizador sobrecarga de cifras y jerga bolsera
cada diálogo, estudia los rituales de esa trajeada tribu y reproduce
cada uno de sus códigos. Lo hace con enorme energía, entrecortando
el relato en veloces raps visuales y deslizando agudísimas observaciones.
Los brokers se saben de memoria Glengarry Glen Ross, guión de David
Mamet sobre el despiadado mundo de los vendedores inmobiliarios, y son
capaces de reproducir a la perfección cada diálogo de Wall
Street. Aunque ambas referencias anticipan hacia dónde apuntará
la película en su segunda mitad, en aquella primera parte se hace
sentir, de modo mucho más marcado, una influencia menos explícita
pero más rica: la de Martin Scorsese.
La iniciación de Seth está puesta en escena como en Casino,
El color del dinero o La edad de la inocencia: con largos travellings
desde los ojos del protagonista, mientras ingresa en los ámbitos
propios de ese círculo hermético. Sobre todo, el boiler
room del título, el salón donde hierven ventas telefónicas
y cifras millonarias, entre músculo, labia y transpiración.
El relato en off del comienzo calca prácticamente el de Ray Liotta
en Buenos muchachos, así como el grupo de jóvenes brokers
se comporta exactamente igual que una patota mafiosa (allí está
el hijo de James Caan, actuando como su padre en El padrino, para acentuar
lassemejanzas). Hay otro paralelismo inteligentísimo, que Younger
tiene la delicadeza de no explicitar jamás, y que emparienta rituales
de iniciación con fajina militar. Esas escenas aparecen dominadas
por un notable Ben Affleck, gritando órdenes y amenazas como podría
hacerlo el típico sargento de los films de entrenamiento militar.
Lucidos esos brillos, a Younger le da por una vena entre psicologista
y moralista, y todo se vuelve obvio y previsible. Tiempo y talento no
le faltan, si es que quiere corregir esos vicios.
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