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UN DIA CON LOS PIQUETEROS SALTEÑOS, EN LA RUTA NACIONAL 34
“Si no nos dan trabajo, nos morimos acá”

El entierro de Verón, entre llantos de su mujer y sus hijos. El pedido de renuncia al gobernador Romero. Lo que vendrá.

Los piqueteros no se han movido de la ruta. Sigue el corte.

Por Felipe Yapur
Desde Tartagal, Salta

“Compañeros Piqueteros, soy la esposa de Aníbal Verón. Estoy con mis hijos. Lo único que pido es Justicia. Tengo cinco chicos por terminar de criar. Por defender su trabajo, sus sueldos perdió su vida en la ruta. Lo único que pido es Justicia”, gritó entre sollozos mientras se abrazaba con su prole, Enriqueta Gómez, la esposa del hasta ahora única víctima de la represión al piquete que corta la ruta 34, la vieja ruta de la miseria, allí donde los hombres y mujeres del norte salteño pelean por un trabajo digno.
La muerte. “Eran las ocho y media de la mañana. Los compañeros -recuerda el piquetero Rodolfo Peralta– con piedras y palos los habían hecho retroceder a los policías hasta la 34. Cuando me acerco a la cabecera de la movilización veo que Verón se desploma. Lo abrazo y les grito a unos changos que traigan la ambulancia. Verón tenía un agujero en el ojo, por la nariz y la boca la sangre le salía a chorros. Cuando llegamos al hospital de Mosconi el médico nos dice que lo llevemos a Tartagal. Pero ya era tarde, Verón ya se había muerto”, dice Peralta mientras ve cómo se aleja el cortejo fúnebre.
La sangre. Son las tres de la tarde. El sol del Trópico de Capricornio y algo más de 40 grados se desploman sobre el piquete instalado en el ingreso a General Mosconi. Desde Tartagal, distante unos diez kilómetros, traen el féretro. Los piqueteros lo sacan del coche, lo ponen sobre la ruta bajo una improvisada carpa ubicada a unos metros de los restos del camión hidrante de la policía que todavía humea el fuego de la bronca de los piqueteros. Todos rodean el cajón con flores blancas, amarillas y una corona que reza “Tus compañeros piqueteros”. Los rostros curtidos por el sol están serios, tristes, enojados, cansados. Una mujer se acerca al féretro y le grita: “Un día se va a pagar tu sangre”. Los hijos de Verón estallan en llantos cuando otro hombre, con su cara redonda de acullico y coca, grita: “Compañero Verón, presente”. Y todos repiten en letanía: “Presente, presente, presente”.
Los cortejos. Al mediodía, por un camino secundario que atraviesa terrenos de la petrolera Tecnopetrol, llegaron a Mosconi desde la capital salteña tres grandes camiones, cinco camionetas y dos Unimog atestados de gendarmes pertenecientes al Escuadrón Especial de Salta. Es el grupo que se encargará de la seguridad del lugar. Utilizaron las calles más alejadas para recién retomar la ruta 34 y acantonarse en Tartagal. Los que los veían pasar no decían nada, pero tampoco reflejaban alegría. Cuatro horas más tarde, desde la entrada a Mosconi, sobre la ruta del hambre, partieron cinco colectivos, ocho camionetas y otros tantos automóviles. Todos iban detrás del auto que transportaba el féretro donde trasladaban a Aníbal Verón. La gente se persignaba y saludaban con pañuelos. Verón descansa en Tartagal en un cementerio cercano al cuartel de la Gendarmería.
La distancia. Casi 400 kilómetros separan a Tartagal de Salta capital. Allí, lejos, funciona el Comité de Crisis. El secretario de Provincias, Walter Ceballos, el viceministro de Desarrollo Social, Gerardo Morales discuten sesudamente con el ministro de Gobierno salteño, Gilberto Oviedo, secretario de Seguridad, Daniel Nallar y la secretaria general de la Gobernación, Sonia Escudero, cuantos planes Trabajar –a razón de 140 pesos cada uno– le ofrecerán a los piqueteros para que despejen la ruta. Es sábado por la noche. Ceballos habla por teléfono con José “Pepino” Fernández, uno de los líderes del piquete. No hay acuerdo, Pepino le dice que los piqueteros no quieren planes Trabajar: “Acá queremos trabajos dignos”. A unos metros de allí dos piqueteros gritan: “Vivimos en el departamento más rico en gas y petróleo de la provincia. Pero sólo nos danmuerte. Pues bien, y se lo decimos a las autoridades, si no conseguimos trabajos, nos morimos en la ruta”.
La cabeza de Romero. “¡Queremos la intervención! ¡Queremos la cabeza de (el gobernador Juan Carlos) Romero!”, grita José mientras abre su boca en toda su extensión. Sus dientes teñidos de un verde amarillento producido por el constante coqueo ríen cuando recuerda el día de furia que fue el viernes. “Todo lo que tenía olor a Romero lo quemamos. Las oficinas del diario El Tribuno (de propiedad de la familia Romero), el hotel Portal Norte (atribuido al gobernador) y hasta las oficinas del diputado Víctor Belmont (PJ). Ellos son los responsables de nuestra miseria, somos ellos o nosotros”, advierte antes de volver a sonreír.
Maldita democracia. Marcelina Ríos es oficial de policía en Tartagal. Su padre, su abuelo, su madre, sus hermanos, su novio, todos en su familia son policías. El viernes se asustó cuando la gente tomó la comisaría de esa ciudad y la destruyó. No quedó nada y los 35 detenidos que había huyeron. Esta enojada: “Nadie nos respeta”, se queja. “Tenemos que andar de civil porque la gente nos escupe, los colectivos y los taxis no nos levantan si estamos con el uniforme. Durante el tiempo de facto había más repeto, más seguridad. No me convence la democracia porque el viernes, cuando la gente golpeaba a nuestros compañeros, los jefes nos decían que nos retiremos. Somos títeres, no nos dejan hacer nada”. Marcelina tiene apenas 30 años, está vestida de civil, abraza unos pocos expedientes que se salvaron del fuego y dice que no sabe cuándo la Policía volverá a hacerse cargo de Tartagal. Por ahora, la Gendarmería es la encargada de la seguridad de la ciudad.

 

 

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