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UNA EXPOSICION DE FOTOS RECREA LOS TEMAS DE SU CINE
Luis Buñuel en imágenes

En el centenario del nacimiento del genial cineasta, una muestra fotográfica analiza las obsesiones y alegorías de sus films. La exhibición sirve como introducción al festival �España, Francia, Italia: el cine del tercer milenio 3�, que se hará en el complejo Village Recoleta.

El autor

“Luis Buñuel es Freud con la cara de palo de Buster Keaton, Marx (Karl) con la mirada delirante de Marx (Harpo), Ignacio de Loyola perseguido por Ben Turpin.” Así lo definió alguna vez el mexicano Carlos Fuentes y sus palabras parecen ajustarse a este fotograma de Un perro andaluz (1928), en el preciso momento en que el propio Buñuel –hechizado por la aparición de la luna, por el llamado irracional de la noche– se apresta a seccionar (en uno de los momentos más célebres de toda la historia del cine) el ojo impasible de una mujer. España toda parece caber en ese rostro limpio, severo, en esa frente despejada y en esa mirada decidida del joven Buñuel. Hay algo irrevocable en su gesto, como si en esta imagen –inaugu-
ral de una obra– ya se pudiera inferir la voluntad de desafiar al mundo a través del cine.

El surrealismo

La rebelión contra todo orden establecido fue parte esencial del programa surrealista que Buñuel siempre hizo suyo. Pocas escenas de su cine lo ilustran mejor que esta escena de La edad de oro (1930), cuando el protagonista se lanza al ultraje de la triple identidad que se interpone en la realización del deseo: la propiedad, la familia y la moral. Es pura energía sexual lo que mueve a ese hombre enajenado, poseído, que no quiere sino encontrarse con su amante. Para ello no reparará en destruir y arrojar por la borda todo aquello que se interponga en su camino, ya sean muebles, puertas o ventanas. El discreto encanto de la burguesía será literalmente arrasado a su paso.

La muerte

Como todo buen aragonés, Buñuel era un hombre de ideas fijas y una de ellas era la muerte, que aparece una y otra vez en su obra, como un fantasma impenitente. No podía ser de otra manera, tampoco, para quien realizó la mayor parte de su obra en México, un país obsesionado con esqueletos y calaveras, a los que Buñuel –en La edad de oro, en La vía láctea– se divirtió vistiendo con atuendos papales. Aquí, en esta escena del que era su film favorito, Los olvidados (1950), aparece la muerte violenta, el espasmo social, los chicos de la calle enfrentados a sí mismos, traicionados y dispuestos a traicionar, como El Jaibo, quizás la única figura verdaderamente trágica del cine de Buñuel, un muchacho que mata y muere como nació, de un impulso, a la orilla de un basurero.

El erotismo

El erotismo en Buñuel siempre tiene una connotación subversiva, liberadora, pero nunca exhibicionista. “Mis películas son de un erotismo casto”, decía, burlón. Pero ateniéndose a la verdad: casi no hay desnudos en su cine. Sin embargo, un pie mórbido, una pequeña caja de contenido misterioso son capaces de despertar la imaginación. O como en este momento onírico de Subida al cielo (1951), cuando la pareja protagónica se encuentra en un ómnibus y el deseo latente se materializa en el súbito florecer de un invernadero y en la exultante aparición de unas cáscaras de papa, que el hombre y la mujer no pueden dejar de morder.

La religión

“Ateo, gracias a Dios”, gustaba definirse Don Luis. Lo cierto es que –como todo español– la religión formaba parte constitutiva de su inconsciente. Es así como no hay film suyo en el que no haya una monja, un cura, santo, una cruz, una Biblia, un escapulario. Claro, a la manera de Buñuel, como en esta imagen de Un perro andaluz, en la que dos clérigos perplejos son arrastrados como parte del pesado lastre cultural que impide el encuentro pleno entre un hombre y una mujer. Al director de Viridiana, de Nazarín, de Simón del desierto –tres films sobre la inutilidad de la virtud, sobre la masturbación de la santidad– le gustaba poner siempre junto al azar, su hermano gemelo, el misterio. “El ateísmo”, decía, “conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable”.

Las clases sociales

“La crueldad no es de Buñuel; él se limita a revelarla al mundo”, escribió el crítico André Bazin. De su cine se recuerda siempre, ante todo, esa cohorte de mendigos, prostitutas, ladrones, tullidos y leprosos que desde Tierra sin pan se ha identificado con su obra. Apenas un escalón más arriba de la pirámide social está la servidumbre de Diario de una camarera (1964) –en la foto, Jeanne Moreau– o de Tristana. Pero el mundo de Buñuel, no hay que olvidarlo, también está habitado por los satisfechos burgueses de El ángel exterminador, El fantasma de la libertad y por supuesto de El discreto encanto de la burguesía, observados en sus pequeños rituales cotidianos, al que la mirada libre del director descubre en toda su impostura.

 

 

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