Por
Isabel Piquer *
Desde Nueva York
Mañana
se cumplirá una semana de unas elecciones que parecían aburridas.
Y los únicos números que sí han quedado absolutamente
en claro en estas elecciones son los que demuestran que los norteamericanos
están profundamente divididos sobre casi todo. Sin problemas económicos
graves ni preocupaciones políticas serias, y ante dos candidatos
insulsos que han apostado por la moderación, los votantes estadounidenses
han mostrado su tedio discrepando en los temas que afectan sus vidas y
sus bolsillos. Un mapa ideológico complicado que dificultará
la tarea del futuro presidente a la hora de elaborar su programa de gobierno.
En algo sí coincide una gran mayoría: no quiere volver a
ver a Bill Clinton. Uno de cada cinco norteamericanos asegura haber votado
contra el presidente norteamericano, el gran convidado de piedra de estos
comicios. El 60 por ciento de los norteamericanos tiene una mala imagen
personal de Clinton, independientemente de su labor política, y
asegura que sólo recordará el escándalo Lewinsky,
y otros, de su paso por la Casa Blanca. Un 60 por ciento también
piensa que el país sufre una crisis moral. Unos resultados que
explican por qué Al Gore mantuvo al actual presidente lo más
lejos posible de su campaña electoral.
Aparte de eso, Estados Unidos va bien. En eso están casi todos
de acuerdo. El 84 por ciento de los norteamericanos estima que la situación
económica seguirá constante o mejorará en los próximos
años. Las diferencias surgen sobre cómo repartir la prosperidad.
Los votantes están divididos a partes iguales entre mejorar la
educación y reducir los impuestos. La mitad, la que ha sido más
sensible al mensaje de George Bush, piensa que el gobierno debe reducir
su presencia en la economía y privatizar en parte el sistema de
pensiones.
En estas elecciones se ha notado, más que en ninguna otra desde
1972, la gran diferencia entre sexos. Si sólo hubieran votado los
hombres, Bush habría sido elegido inmediatamente, al conseguir
el 53 por ciento de los votos masculinos contra el 42 por ciento de los
femeninos, unas cifras que se invierten exactamente para Gore.
El mapa electoral muestra que los dos candidatos no han conseguido convencer
a la parte más importante del electorado (el 40 por ciento del
total): los suburbios, las zonas residenciales donde viven muchos de los
indecisos e independientes que finalmente deciden el resultado de las
elecciones. En esta ocasión se repartieron: mitad republicano,
mitad demócrata. Gore y Bush se atrincheraron así en sus
feudos tradicionales. Rural, religioso, conservador, blanco y propietarios
de armas para Bush. Urbano, gay, moderado y étnico (dos tercios
de los hispanos y 90 por ciento del voto negro apostaron demócrata)
para Gore.
La falta de claros temas ideológicos desveló una visión
muy distinta sobre el reparto de poderes. El 53 por ciento de los norteamericanos
prefiere que el presidente y el Congreso sean del mismo partido, mientras
que el 40 por ciento asegura que la diferencia ideológica entre
los dos asegura un mayor equilibrio entre el Capitolio y la Casa Blanca.
*
De El País de Madrid. Especial para Página/12
OPINION
Por James Cohen*
Por
qué voté por el verde Ralph Nader
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A pesar
de todos los remordimientos que quieren crearme, defiendo haber
votado sin vacilar por el candidato verde Ralph Nader. Me decían
que un voto por Nader es un voto por Bush. ¿Seré
un aliado objetivo del candidato republicano? La tesis es absurda.
Yo no voté por Bush. Es un partidario de la pena capital,
y Texas es el estado que más oportunidades da a los verdugos.
Bush sostiene el libre comercio con México a pesar de las
consecuencias ecológicas y sociales dramáticas de
uno y otro lado de la frontera. Predica las reducciones masivas
de impuestos, que benefician a los más ricos, y parece decidido,
a pesar de su nueva retórica de conservadurismo compasivo,
a privatizar lo poco que queda del Estado Providencia norteamericano.
Bush y su candidato a vice, Richard Cheney, martillaron a lo largo
de su campaña sobre el tema del debilitamiento de las fuerzas
militares, del que sería culpable la Administración
Clinton: si los republicanos triunfan, asistiremos a una nueva expansión
del presupuesto de las Fuerzas Armadas.
Los medios atribuyeron frecuentemente a Nader y a sus partidarios
la tesis según la cual no habría ninguna diferencia
entre los dos candidatos principales, republicano y demócrata.
Votante de Nader y lector asiduo del website de su organización
(www.votenader.com), puedo desmentir esta visión simplista.
Los votantes de Nader conocen bien, por ejemplo, las diferencias
sociológicas que existen entre los dos partidos. La base
electoral de los republicanos es más conservadora, más
blanca, más masculina. Pocos electores republicanos serían
receptivos de ideas como la de adoptar medidas firmes contra las
empresas que polucionan el medio ambiente y desperdician así
los recursos naturales del planeta, o de construir alguna plataforma
política eficaz para los movimientos sociales que aspiran
a un sistema socio-económico más integrador, menos
excluyente. Los dirigentes republicanos no tienen nada que ofrecer
a los trabajadores de tiempo completo que cuyas ganancias están
por debajo del umbral de la pobreza ni a las minorías víctimas
de la discriminación, ni a los sindicalistas y los estudiantes
que se movilizan para construir un sistema mundial más igualitario.
Sobre los demócratas también conviene dirigir otra
mirada. Han sido demócratas los que presidieron sobre los
grandes momentos de expansión del Estado Providencia en este
siglo, apoyándose sobre una amplia coalición popular
en la que era notable la presencia de sindicalistas y minorías
étnicas. Estábamos lejos de ser una socialdemocracia
tal como se entiende este concepto en Europa, pero durante mucho
tiempo existió la posibilidad de elegir nítidamente
entre los dos partidos.
Hoy las diferencias entre los partidos están en gran parte
erosionadas. Después de doce años de liberalismo desenfrenado
bajo Ronald Reagan y George Bush padre, el doble mandato de Bill
Clinton continuó con la liquidación de los programas
sociales puestos en funcionamiento en las décadas de 1930
y 1960. La administración Clinton ha perpetuado un modelo
social de exclusión reforzando las estructuras policiales
y carcelarias, facilitando el acceso a la pena de muerte, empujando
a los pobres a aceptar empleos precarios, encubriendo a las empresas
que más contribuyen en la polución del medio ambiente
a pesar de que el vicepresidente Gore se proclamaba una y
otra vez ecologista. En cuanto al progresismo
judicial de la administración Clinton, siempre fue exagerado
por razones electorales.
La diferencia proclamada por Gore se reduce entonces
a poca cosa. Muchos votantes lo entendieron y expresaron que estaban
dispuestos a marcar su distancia, a pesar de las presiones terribles
que se ejercen inevitablemente sobre ellos en un país con
un sistema de escrutinio sin ballottage. Tengo el honor de pertenecer
a ese 2,7 millones de norteamericanos que resistieron a esas presiones
con el fin de, modestamente, abrir el camino para un porvenir diferente,
más solidario en escala nacional e internacional. Porque,
en contra de todo lo que seescribe muy a menudo, Nader no está
en contra de la globalización. Lo que ocurre es que quiere
que la globalización ocurra en términos muy diferentes.
Aunque más no sea por cálculo electoralista, los partidos
mayores deberán, a partir de ahora, escuchar la advertencia
que lanzaron los votantes de Nader. Una advertencia que incluyó
algunos estados clave. Por todo esto, voté por Nader. Y,
sea cual sea el resultado que arroje el recuento final, lo volvería
a hacer.
* Profesor
de Ciencia Política norteamericano, residente en Francia,
enseña en la Universidad de París-VIII. Publicado
en Libération.
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