Una cierta
atmósfera de levedad e irresponsabilidad planea sobre la
disputa demócrata-republicana por la presidencia de Estados
Unidos. El insólito empate electoral del martes 7 ha derivado
en una comedia de enredos que degrada al sistema político:
primero es Al Gore el que amenaza ir a los tribunales; luego es
George W. Bush quien lo hace; cualquier principio básico
es rápidamente sacrificado según cómo evolucione
el recuento de votos de Florida; los defensores del sistema de representación
indirecta del Colegio Electoral se vuelven sus críticos de
toda la vida cuando no los favorece, y viceversa. En este sentido,
la liviandad con que los dos partidos están tratando a la
institución política más poderosa del planeta
es la amplificación desmesurada del escándalo de Bill
Clinton por sus flirteos con Monica Lewinsky, en que un presidente
no vaciló en mentir bajo juramento aún cuando era
ultraprobable que la mentira fuera descubierta, y una rencorosa
oposición republicana se precipitó a su propio suicidio
político a través de una absurda moción legislativa
para destituir al presidente.
Lewinsky y Bush-Gore tienen por lo menos una cosa en común:
son posibles, entre otras razones, porque la Guerra Fría
ya no existe más. William Safire, comentarista republicano
y ex speechwriter de Richard Nixon, citaba en estos días
las memorias de su antiguo jefe, en que éste afirma que nunca
tuvo la menor sombra de duda de que la angostísima victoria
de John F. Kennedy en 1960 fue resultado de un fraude, pero que
él decidió no apelar los resultados para no descomponer
el sistema político norteamericano frente a la superpotencia
enemiga. Y se piense lo que se piense de la acusación de
fraude, es indudable que el alto disciplinamiento de la Guerra Fría
volvía impensable una frivolización de la presidencia
como la que exhiben las contemporáneas sitcoms de Monica
y la guerra civil en el estado de Florida.
Cuanto más se prolongue esta última, más desprestigiados
quedarán el sistema político, los dos partidos y los
dos candidatos, uno de los cuales será el próximo
presidente norteamericano. Y las secuelas de la pesadilla ya están
entre nosotros, a través de los pedidos de recuentos de votos
en otros estados como Wisconsin y Iowa donde la victoria
de Gore se produjo por márgenes menores. De no detenerse
esta guerra de guerrillas de la política, se puede llegar
a descomponer casi toda la elección. Y como el nuevo presidente
debe asumir recién el 20 de enero, hay tiempo de sobra para
hacerlo.
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