Todos
locos por lo poco
Por
Rafael A. Bielsa*
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Mi
amigo el Mono Soaya me contó que se encontró
con Andrés Oppenheimer en Miami, y que le hizo la primera pregunta
de toda liturgia cipaya: ¿Cómo nos ven desde aquí?.
Andrés Oppenheimer es un renombrado periodista del Miami Herald,
galardonado con el Premio Pulitzer por un libro sobre el affaire Irán-Contra.
Nació en Buenos Aires, pero se fue a Norteamérica hace más
de veinte años.
¿Que cómo los vemos nosotros?, dijo Oppenheimer.
Los fundamentals están bien, titubeó. (Los fundamentals
son cuatro o cinco principios básicos que la teoría económica
clásica y neoclásica prescriben para el buen funcionamiento
del capitalismo, tales como apertura y libre transacción en los
mercados, o disciplina fiscal y monetaria.) Hay ahorro argentino
en el país y en el exterior... pero, ¿sabés qué
pasa? Oppenheimer pareció haber encontrado una parte de sí
mismo, perdida hacía tiempo y desde entonces reclamada. Lo
que pasa, Mono, es que cuando están todos juntos los
argentinos son locos.
Es cierto que el cadavérico índice de crecimiento, la briosa
baja en la perspectiva de nuestra nota soberana a juicio de las calificadoras
de riesgo, las escarpadas tasas que pagamos para financiarnos, son capaces
de enloquecer a cualquiera, pero también cabe que nos preguntemos
si no habremos llegado a estos extremos de puro enloquecidos. ¿Se
puede gobernar pensando exclusivamente en los brokers y en el mercado,
este nuevo clisé para contestar a todas las preguntas, lo cual
es el mejor modo de no obtener ninguna respuesta?
El economista norteamericano Rudiger Dornbusch, quien calificó
a Fernando de la Rúa como un presidente para los domingos
a la tarde, afirmó que un ministro de Economía debería
tener la cualidad psíquica de la audacia mostrada por el de Defensa,
López Murphy, quien durante un ejercicio de salto nocturno se lanzó
al espacio sabiendo que el paracaídas había sido armado
por un oficial que, poco tiempo antes, había sufrido una reducción
de salario dispuesta por él mismo.
A su turno, el ministro Machinea dijo de Dornbusch que era tan inteligente
como frívolo. Alfonsín fue más modoso: cachafaz,
atorrante, contemporizó. Parecen charlas de escapados,
rezongó un porteño de postal, desde la atalaya de su mesa
de café.
El psicologismo arrasa en los titulares de los medios de comunicación.
claustrofóbica clase media, sintetiza James Neilson
el planteo según el cual muchos argentinos se sienten prisioneros
de un orden que sienten que les es ajeno. El Presidente de la Nación
afirma que la crisis de confianza es producto de una histeria adolescente.
De eso no se habla, prohíbe Enrique Zuleta Puceiro,
en relación con una deuda externa que se corresponde con el 62
por ciento del PBI, y que impone al país el aporte de 6 años
de exportaciones para cancelarla. Psicólogo ahí,
pide Horacio Verbitsky, al revelar que un número llamativo de encuestadores
del INDEC se habían quebrado, superados por la situación
social con la que se topaban.
Los economistas, politólogos y cientistas sociales bajan a Freud,
Jung y Lacan de los anaqueles, para luego no saber qué hacer con
ellos. Quienes comunican, integrantes de la clase media afligida por la
vecindad con el abismo de la nueva pobreza, hablan con el lenguaje entrecortado
y alarmista de la angustia. ¿Cómo podrían no hacerlo?
El propio mercado adquiere la identidad de inconsciente, esto es, algo
que no podemos ver ni tocar, pero que sin embargo está allí;
sólo podemos reconstruirlo a partir de nuestras pesadillas, y nos
tiraniza sin voz que se pueda reconocer.
Los casos de locura, a lo largo de la Historia, rara vez coinciden con
la abundancia. Por el contrario, ya en la antigüedad se asociaba
la hipocondría a la alimentación. El estómago
es el promotor de la alegría y la tristeza; es de él de
donde proceden el valor y el abatimiento.
En la segunda mitad del siglo XVIII se construyó en Inglaterra
un hospital modelo para alienados: el San Lucas. Para ser
admitido era preciso ser pobre, totalmente maníaco y que la enfermedad
no tuviese más de un año de antigüedad. No se admitían
sarnosos, mujeres encintas, variólicos, enfermos venéreos
ni imbéciles. Al cabo de 12 semanas de tratamiento se abandonaba
toda esperanza. Según estadísticas de la época, de
cada 100 locos se curaban 70, tanto hombres como mujeres.
A comienzos del siglo XIX, el alienado también era penosamente
relacionado con la cuantificación; para internar un enfermo mental
en Francia, había que discutir con la dirección del hospital
el precio: 24 boisseaux (unidad de medida) de trigo candeal, 2 barricas
de vino, una de blanco y otra de tinto Saintonge.
Para salir de los procesos de locura colectiva, a comienzos
del siglo XXI, existen dos recetas. Una, es la del mercado: si la Argentina
crece, todo el mundo querrá invertir aquí y a nadie le importará
el déficit del presupuesto; si no lo hace, dirán que la
deuda es alta. La otra, proviene de las ciencias morales y consiste en
superar el modelo graficado por expresiones tales como mientras
los argentinos duermen, la Argentina crece, Argentina, granero
del mundo, somos los campeones morales, Argentina
potencia, y otras alucinaciones por el estilo, en enterrar lo que
quisimos ser y no pudimos, en asumir qué queremos y qué
estamos en condiciones de ser, y en ponernos en marcha.
Estas vías no se excluyen, pero el futuro está cifrado en
cuál de ellas coloquemos el acento. El escritor inglés Lawrence
Durrell hace decir a un personaje: hay un destino ahora posible para nosotros.
Somos todavía de una raza no degenerada. No somos de ánimo
disoluto, pero aún tenemos la firmeza para gobernar y la gracia
para obedecer. Somos ricos en herencia de honor, cuyo aumento deberíamos
ansiar con una espléndida avaricia, de modo que los hombres, si
fuera un pecado ambicionar honores, serían las almas más
culpables.
Ambicionar una Argentina austera, responsable, solidaria, épica,
igualitaria. Si lo logramos, habremos enterrado otro eslogan: la
única salida que tiene este país es Ezeiza. Y podremos
vivir juntos, sin que por ello tengamos que volvernos locos.
* Titular de la SIGEN.
REP
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