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El lado oscuro del doctor Freud

�La boca lastimada� retrata la última noche en Viena del padre del psicoanálisis, enfermo y atormentado por imágenes de un pasado difuso.

Por Hilda Cabrera

¿Quién es este anciano Sigmund Freud en su vida privada? ¿Un creador de metáforas de la vida mental, un “viejo armador de sombras”, como dice de él mismo pensando que los nazis, el carcinoma de su boca, la vejez o la morfina pronto acabarán con él? En La boca lastimada, del dramaturgo y psiquiatra Eugenio Griffero, el padre del psicoanálisis es un hombre dolorido y temeroso. El futuro es incierto. Austria fue tomada por Hitler y él aguarda en Viena el permiso que lo conducirá al exilio. La ficción lo muestra en la noche anterior a su partida a Londres, donde morirá al año siguiente, en 1939. “La sensación de triunfo por la liberación está demasiado vinculada al dolor, porque siempre amé la prisión de la que me han hecho salir”, escribirá después a propósito de ese exilio forzoso.
El tiempo real de La boca... es de 45 minutos y describe someramente aspectos de la relación de Freud con su hija Anna y su mujer Martha Bernays, destacando la amargura de ésta y la sospecha de una antigua pasión amorosa entre el médico y su cuñada Minna. Pero lo central es el enfrentamiento que Freud sostiene consigo mismo, que se concreta a través de la figura de Julius. Este personaje no tiene en la puesta de Yusem la connotación homosexual explícita en el original. De modo que no existe aquí el beso dado en la boca lastimada ni la “milonga rápida con cortes y quebradas” (como pide el autor) en la cual el enfermo y octogenario Freud, repentinamente brioso, cumpliría el rol de mujer.
Es evidente que Yusem prefirió no distraer con golpes de efecto y remarcar en cambio la dramaticidad del entorno. Sublimado el aspecto sexual, la figura de Julius cobra otra dimensión. Se sabrá que simboliza al hermano que murió al año de nacer y que su aparición responde a ensoñaciones de Freud. En Julius se corporizan las sensaciones de abandono y castigo, el sentimiento de culpa por haber escapado del terror nazi. Esto no es suficiente para la directora, que introduce otro personaje, un oficial de la Gestapo que no emite palabra, pero gestualiza de modo exagerado. Sinónimo de autoritarismo y represión, de tortura y cataclismo social, el hombre pisa fuertemente, se desplaza a zancadas, se apropia del escritorio del sabio, busca y examina libros y papeles e inspecciona el diván, cama y cajón de mudanza cubierto con una tela oriental.
La figura del oficial (Leonardo Saggese) es el trazo grueso de una dramaturgia diseñada al detalle, con características de filigrana. Esa minuciosidad alcanza a los intérpretes que sí hablan: a Osvaldo Santoro, quien compone admirablemente a Freud; Andrea Garrote, que se desdobla conarte en los papeles de Martha y Anna, y Augusto Menahem, entregado al rol de Julius, el hermano muerto o “la sombra”, que además tilda a Freud de viejo mentiroso. En tanto voz interior, Julius es el único que cuestiona al médico.
La puesta de Yusem denota un creativo trabajo de equipo, con varios aciertos en los rubros técnicos, sopnido, luces, vestuario, maquillaje. A esa conjunción de disciplinas se incorporó un video cuyas imágenes, borrosas pero inquietantes, refuerzan lo dramático del momento que le tocó vivir al médico. Todos estos elementos, incluidos los previsibles, como el oficial, logran sostener un texto débil, especie de borrador sobre una situación que puede desvanecerse de modo inesperado. No es ésta la única obra inspirada en el Freud octogenario. Hubo otras en la década del 90, como El visitante, de Eric-Emmanuel Schmitt. Sólo que en esta tarea de retratar las contradicciones de una personalidad rica y compleja en sus días finales se corre el riesgo de que el espectador, en lugar de conectarse, se pierda en un mundo de referencias.

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