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el Kiosco de Página/12

Duraderos
Por Antonio Dal Masetto

Siempre se habla de los grandes políticos a nivel nacional e internacional pero se ignora la riqueza de individualidades políticas en las intendencias de los pequeños pueblos. Ese es el tema de esta noche en el bar.
–Si vamos a hablar de gran cintura política les puedo mencionar a don Boris Ciemenciuk, intendente eterno en Monte Carolina, Misiones. Tenía un arma secreta para mantenerse en el cargo y era el conocimiento sobre vida, obra y milagros de cada uno de los habitantes. Las intimidades mejor guardadas, los cuernos, las agachadas, todas esas cosas oscuras que tratamos de enterrar profundamente, él las sabía. Se decía que la información le venía del cura, único confesor en cien kilómetros a la redonda. Cuando alguno de sus leales pretendía crecer demasiado o alguno de la oposición se ponía levantisco, don Boris le hacía saber que él sabía lo que el otro no quería que nadie supiera. Tenía a todo el mundo agarrado de los testículos, incluso a las señoras. Duró para siempre.
–Yo puedo citar el caso de Benito Tiraboschi, intendente perenne de Villa Cantera, en el sur de la provincia de Córdoba. Su arma secreta era el celestinazgo. Arreglaba casamientos. Cruzaba hijos de aliados con hijos de opositores. Cruzó a sus propios siete hijos, tres varones y cuatro mujeres, además de una gran cantidad de sobrinos. También casaba gente de edades medianas y mayores. Siempre en beneficio de la Intendencia. En todos los casos don Benito era el padrino de bodas. En ese pueblo estaban todos emparentados y políticamente hablando nunca hubo divisiones. Don Benito duró para siempre.
–Yo podría hablar largo y tendido de don Erich Krenz, intendente de Nueva Berna, en Santa Fe, cerca de Esperanza. Su arma secreta era la participación. Tenía un lema: El deber municipal los reclama. Se la pasaba movilizando a la gente y la ponía a leer los reglamentos municipales. Después les tomaba examen. Los hacía participar en cada decisión, inclusive en las más insignificantes, la compra de media docena de biromes, un plumero, un tarro de lustrametales para el bronce de Guillermo Tell que estaba en la entrada. Cada expediente, para ser aprobado, debía ser leído por la población entera. No se salvaban ni niños ni ancianos. Llegó el momento en que los nuevabernenses no querían ver la Municipalidad ni en foto. Ni la nombraban. Daban rodeos para no pasar cerca. Era como una casa embrujada. Don Erich duró para siempre.
–No es por espíritu de competencia, pero me gustaría contar mi propia historia –interviene el Gallego–. También en mi pueblo hubo un alcalde duradero. Ustedes mismos deducirán en qué consistía su arma secreta. Ese tipo no era ni bueno ni malo, ni feo ni lindo, ni alto ni bajo, ni fino ni rústico, ni habilidoso ni torpe, ni honrado ni deshonesto, ni generoso ni tacaño, ni parco ni locuaz, ni inteligente ni ignorante, ni listo ni ingenuo. Lo que sí les puedo asegurar es que era muy lento. Una lentitud extraordinaria. Alrededor de él todo ocurría despacio. Los discursos no terminaban más, duraban días o a lo mejor semanas. Nadie podía decir cuánto, nos perdíamos en tanta morosidad. Cada letra de cada palabra parecía multiplicada por cien. Una a equivalía a cien a. El alcalde te saludaba y uno veía venir su mano despacio, no terminaba nunca de llegar. Tu mano se te dormía mientras esperabas la de él. Te decía buenos días y nos quedábamos mirando cómo lerdamente se iba separando el labio superior del inferior. Las decisiones en la Alcaldía se tomaban con mucho mucho mucho tiempo. La aldea terminó contagiada. La gente y las cosas. Hasta los relojes habían ralentado la marcha. A la mañana, en la iglesia, sonaba el primer campanazo de las siete y uno sabía que podía seguir durmiendo porque el segundo campanazo vendría recién dos o tres horas después. Y las siestas no les digo nada, eran gigantescas. Todos andábamos con presión baja, promedio de 4. Visitar a los parientes en la otra punta del pueblo no era una decisión fácil. Lo pensábamos, lo pensábamos. Y después era una travesía trabajosa, trabajosa, caminábamos como astronautas en la Luna, como si ya no hubiera gravedad. Cuando llegábamos los chicos habían crecido y casi no los reconocíamos, uno ya estaba por hacer el servicio militar. Hasta la naturaleza se había contaminado. En el campo la fruta no maduraba. Mi padre tenía unas hileras de durazneros y los duraznos estaban siempre verdes. Habrá que esperar hasta el año que viene, decía mi padre. Me acuerdo del día que fui a pescar con mi primo. El agua no terminaba nunca de pasar bajo el puente y eso que era un arroyo de montaña. Los pescados tardaban horas en llegar al anzuelo. Aquel alcalde duró y duró, siguió y siguió.
A esta altura hay por lo menos cinco parroquianos roncando con la frente sobre el mostrador. Todos los demás cabeceamos y no tardaremos en desplomarnos. Nos reanima la voz del Gallego que golpea las manos y sacude con energía una campanita de bronce.
–Arriba, perezosos, ánimo y alegría que no estamos en un salón dormitorio, café doble para todo el mundo y a pedir copas que éste es un lugar de esparcimiento y lo que se deja de beber hoy no se podrá beber mañana.


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