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ESTRENOS DE LA SEMANA

El director japonés vuelve con su primera obra maestra, filmada casi una década atrás y en la que no aparece frente a cámara. A su vez, Sharon Stone demuestra en una comedia de Albert Brooks (el Woody Allen de Los Angeles) que para el imaginario de Hollywood no hay otra diva que no sea ella.

“ESCENA FRENTE AL MAR”, UN FILM MAGISTRAL DE TAKESHI KITANO
La insoportable levedad del surf

El mar omnipresente preside un film tan lacónico como su protagonista, que es sordomudo.

Por Luciano Monteagudo

Los casi diez años de demora con que Escena frente al mar llega a Buenos Aires (si se exceptúan algunas exhibiciones especiales en la Sala Lugones) vienen ahora a confirmar que este tercer largometraje del gran director japonés Takeshi Kitano no sólo no envejeció, sino que en varios sentidos se adelantó a su tiempo. Rodado a continuación de Violent Cop y Boiling Point, los dos intensos thrillers iniciales con los que el realizador de Flores de fuego impuso su figura en el panorama del cine asiático, Escena frente al mar fue en su momento un film de ruptura con la imagen estereotipada que se podía tener de su personaje: fue la película a partir de la cual el comediante “Beat” Takeshi decidió finalmente ser el cineasta Kitano.
De hecho, el rostro impenetrable de Kitano no aparece aquí frente a cámara, como si hubiera querido experimentar –en términos de estilo, pero también de mercado– qué podía ser de su cine si provocaba el vacío de su ausencia, sobre todo considerando que “Beat” Takeshi ya era por entonces una superestrella de la televisión de su país. El resultado es sorprendente, porque Escena frente al mar es uno de esos films cada vez más raros en los que la forma no adorna el contenido, sino que directamente lo crea.
De hecho, resulta un tanto vano intentar resumir su trama, porque pareciera que es muy poco lo que se puede decir y que, al mismo tiempo, el análisis crítico más justo que se le pudiera hacer al film sería quizá, por el contrario, una descripción neutra y minuciosa de cada uno de sus pequeños momentos reveladores, de sus pudorosas epifanías. Para el caso, baste con saber que Escena frente al mar es en principio solamente eso, una escena, un motivo, un cuadro, que tiene como figura central un muchacho obsesionado por el mar.
Desde la primera toma, es el mar –en toda su inmensidad, en todo su misterio– el que preside un film tan lacónico como su protagonista, que es sordomudo. La contemplación del mar, parece decir Kitano, invita al silencio profundo y Escena frente al mar es esencialmente eso, un film contemplativo, una película que no necesita palabras y que por lo tanto tampoco necesita personajes que hablen (la novia del protagonista también es sordomuda). Por otra parte, casi no hace falta aclarar que no hay nada de melodramático en esta circunstancia: Kitano –en el que seguramente es su film más riguroso, más desnudo, más despojado– simplemente quiere ahorrarse cualquier explicación, de cualquier índole. Ni siquiera tiene por qué dar cuenta de la pasión que el surf despierta en su protagonista. Le resulta suficiente con seguir todos y cada uno de los pasos (y caídas) de ese recolector de basura devenido trabajosamente en surfista, a partir del encuentro de una vieja tabla que se convierte en el primer motor narrativo del film.
En un cine tan afecto a los rituales como es el japonés, aquí las ceremonias que están en el centro de la escena son las del surf, que dan pie a algunas situaciones de ese humor excéntrico tan típico de Kitano, que alcanzó su máxima expresión en la reciente Kikujiro, pero que aparece aun en sus films más sombríos, como Sonatine o Flores de fuego. Ese humor –muchas veces ingenuo, casi siempre revelador– no impide que Escena frente al mar sea finalmente un film de una indecible tristeza, de unainfinita melancolía, como si ya aquí Kitano hubiera empezado a sentir, de manera profunda, la aflicción por el paraíso perdido de la infancia, por una pureza que solamente el azul del mar pareciera capaz de reflejar.

 


 

“HIJA DE LA LUZ”, CON LA DIVINA KIM BASINGER
El autismo entendido como santidad

Por Martín Pérez

Cody es una chica divina. Y no sólo porque es encantadora en la sabia y sonriente sencillez de un autismo que le hace decir a su madre “parece como si viese y escuchase cosas que nosotros no vemos”, sino porque su divinidad va más allá del adjetivo. Cody llegó a los cuidadosos brazos de Maggie directamente de los picados antebrazos de su hermana Jenna, que volverá sospechosamente a buscarla seis años más tarde, justo cuando un asesino serial se dedica a cazar –y asesinar– en Brooklyn a niños de seis años nacidos el mismo día que Cody, reviviendo la matanza de los inocentes de Herodes.
Con la divinura de Kim Basinger encarnando a la santa Maggie y a una encantadora debutante llamada Holliston Coleman en el papel de la aún más santa Cody, Hija de la luz es uno de esos films que parecen tenerlo todo. Con buenos protagonistas, prometedores coprotagónicos (Christina Ricci, Ian Holm) y una trama que no puede menos que ir complicándose, el film de Chuck Russell –director de La máscara y Eraser– rápidamente se presenta como un film de terror que no cree en su trama ni en su audiencia. Por eso los énfasis y los subrayados cada vez más estridentes, en una película que habla demasiado de santos y demonios pero es la primera en blasfemar contra su propio género cinematográfico.
Del “veo gente muerta” de la exitosa Sexto sentido al “él no te ha abandonado” de Cody hay todo un camino que va del naturalismo del film de M. Night Shalaman a la proclamada santidad de Hija de la luz. Y lo peor de semejante derroche es que en Hija... también asoma un desdeñado camino costumbrista, tan bien señalado en escenas como la del amante capaz de abandonar a un bombón como Kim Basinger en medio de una prometedora noche al presenciar cómo su hija golpea su frente rítmicamente contra la pared del pasillo. Así es como también los cameos de Ricci y Holm son malgastados en apenas un par de destellos que no alteran el rumbo divino de una historia que es maniquea hasta no poder siquiera creer en sí misma. Alguien aconsejó alguna vez no invocar monstruos que no se puedan controlar, y eso es lo que parece evitar todo el tiempo Russell, que termina pareciendo asustado por todo lo que podría implicar su film. Por otra parte, Russell no se priva de ensuciar tanta luz con inútiles pincelazos “gore” aquí y allá, anunciando incluso un ridículo pedido final de rezos que no hace más que transformar todo en una trasnochada comedia edénica.

 


 

¿Qué guionista no quiere esta musa?

Sharon Stone se presenta como una semidiosa de Hollywood.

Por Horacio Bernades

”¿Qué es un premio humanitario, papá?”, le pregunta su hija a Steven Phillips, que acaba de recibir uno. “Es lo que se le da a alguien que nunca ganó un Oscar, nena.” Aunque las líneas de diálogo que él mismo desparrama demuestran que el hombre no tiene los cartuchos mojados, Phillips atraviesa algo mil veces peor que el simple bloqueo creativo. Productores, conocidos y, se diría, la comunidad hollywoodense en pleno, ya no parecen dispuestos a seguir dando trabajo a sus viejos lobos de mar. Aquellos que, como él, conocían el secreto. Guionista en problemas, Phillips anda necesitando una musa inspiradora, y eso es lo que hallará, para su suerte o desgracia.
El género “películas sobre Hollywood” suele ser, en manos de cineastas y guionistas desplazados, la flecha perfecta para apuntar sobre el corazón más grosero de la industria, y La musa no es excepción a esta tradición. Como antes Robert Altman en Las reglas del juego, los Coen en Barton Fink, Blake Edwards en S.O.B., más atrás Vincente Minnelli en Cautivos del mal y Robert Aldrich en The Big Knife, Albert Brooks se toma revancha en La musa. Lo hace en su propio terreno, el de la comedia. Desde hace décadas que Brooks, cincuentón largo ya, viene batallando en el género, como actor en películas de otros (Detrás de las noticias) o como realizador y autor de sus propios guiones. Nacido bajo el curioso nombre de Albert Einstein, Brooks bien puede ser considerado un Woody Allen de Los Angeles, que a lo largo de su obra supo reflejar con agudeza –en películas como Vida real (1978), Un romance moderno (1981) o Perdidos en América (1985)– las crisis personales de cierta clase media, junto con las del propio país que sus personajes perplejamente atraviesan.
Esta vez, el país se llama Hollywood, y la película es la más autobiográfica de todas. Se destila mucha bilis en toda la primera parte de La musa, cuando, necesitado de trabajo, Phillips/Brooks debe vérselas con toda una fauna de jóvenes productores, que bien pueden preferir un guión de Lorenzo Lamas, como intentar sacárselo de encima con cualquier excusa. El lastimero peregrinaje lo lleva hasta lo que cree son las oficinas de Steven Spielberg (como corresponde a todo “film sobre Hollywood”, se tiran aquí montones de nombres conocidos, además de una larga lista de cameos que incluye a James Cameron y Martin Scorsese). Allí, el guionista mendicante se topará con un absurdo digno de ¿Quieres ser John Malkovich?, luego de atravesar una larga y desternillante serie de humillaciones físicas, que recuerdan al mejor Jerry Lewis y constituyen el momento más alto del film.
“En Hollywood, todo el mundo puede creerse cualquier cosa.” Esa es tal vez la razón por la que Phillips termina dando crédito al relato de un colega exitoso (Jeff Bridges), quien sostiene conocer a una verdadera musa, como aquellas de la mitología griega. Quién otra podría ser esta semidiosa sino Sharon Stone, y cómo podría comportarse una semidiosa en Hollywood si no con los (peores) modos de una diva del cine mudo. Comienza allí la peor de las pesadillas para Phillips, y comienza también otra película, sostenida por una incógnita (“¿quién es esta Sarah y qué es loque quiere de él?”), pero seriamente amenazada por los peligros de la onejoke movie, la clase de films que se apoyan en un único chiste, reiterado al infinito. Al borde de la bancarrota económica y humana, el pobre tipo deberá ponerse al servicio de los inenarrables caprichos de Sarah/Sharon, que empiezan por la suite más cara y derivan en la lisa y llana invasión de la privacidad. No deja de ser paradójico que a partir del encuentro con La Musa, Brooks vaya perdiendo la suya propia. Esa musa ácida y filosa que brilla plenamente, a lo largo de buena parte de La musa.

 


 

“SOCIEDAD SECRETA”, UN PUBLICITARIO DE ROB COHEN
Muchachos en busca del éxito

Por Martín Pérez

“Todo lo que es secreto y exclusivo no puede ser bueno”, dice Will, el mejor amigo de Luke. Timonel y primer remo respectivamente de un equipo que no deja de batir a los mejores en cada regata anual de la secundaria a la que asisten, Will y Luke son amigos inseparables desde su ingreso a New Heaven. Sin embargo, después de tres años burlándose juntos de los niños ricos que se burlan de ellos, algo comienza a separarlos. Y ese algo es secreto y exclusivo: una sociedad llamada “The Skulls”, la más exclusiva de las hermandades, comienza a cortejar a Luke. Y eso lo separará de su amigo y su novia, aunque lo acercará cada vez más a todo lo que ambiciona pero piensa que está más allá de su alcance.
Film subrayado que cuenta la historia del vertiginoso ascenso de un niño pobre con juguete nuevo que sólo se da cuenta de lo malo de firmar un pacto con el diablo cuando el mal le cuelga frente a las narices, Sociedad secreta está filmada como si fuera un aviso publicitario de dos horas de duración. Pese a su proclamado interés en la verdadera historia de las sociedades secretas, antes que seducirlo con su trama, lo único que quiere el film de Cohen de su público es que comparta –e incluso envidie– los privilegios de pertenecer. Así es como su trama lineal acompañará a Luke en su iniciación, en sus primeros éxitos... y en la traición a sus seres queridos y la consecuente toma de conciencia.
Confusa antes que compleja, y apurada antes que vertiginosa, la trama de Sociedad secreta es tan manipuladora como el film, que de la nada se las ingenia para regalarle a su protagonista una escena romántica en la ducha, inyectarle rebeldía contestataria cuando sólo parece pensar en su cuenta bancaria e incluso hacerlo víctima de un perverso complot del que –en el momento en que el film pierde totalmente su verosimilitud, y también su último tornillo– saldrá más sencillamente de lo que entró.
Lo más curioso de un film como éste, sin embargo, es que –pese a todas sus pretensiones maquiavélicas– su linealidad a toda costa le obliga a anticipar verbalmente cada una de sus trampas. Para luego filmarlas, sin embargo, como si jamás hubieran sido anticipadas. Con lo que su devenir se termina acercando a la esquizofrenia, y las idas y vueltas de su trama aburran en vez de sorprender. Y el hecho de que sea el inexpresivo Joshua Jackson la estrella de turno que intente transmitir los sentimientos encontrados de su personaje protagónico es lo que termina de hundir el film de Cohen en el infierno de su subrayado devenir publicitario antes que cinematográfico.

 

 

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