Por Luciano Monteagudo
Los casi diez años de
demora con que Escena frente al mar llega a Buenos Aires (si se exceptúan
algunas exhibiciones especiales en la Sala Lugones) vienen ahora a confirmar
que este tercer largometraje del gran director japonés Takeshi
Kitano no sólo no envejeció, sino que en varios sentidos
se adelantó a su tiempo. Rodado a continuación de Violent
Cop y Boiling Point, los dos intensos thrillers iniciales con los que
el realizador de Flores de fuego impuso su figura en el panorama del cine
asiático, Escena frente al mar fue en su momento un film de ruptura
con la imagen estereotipada que se podía tener de su personaje:
fue la película a partir de la cual el comediante Beat
Takeshi decidió finalmente ser el cineasta Kitano.
De hecho, el rostro impenetrable de Kitano no aparece aquí frente
a cámara, como si hubiera querido experimentar en términos
de estilo, pero también de mercado qué podía
ser de su cine si provocaba el vacío de su ausencia, sobre todo
considerando que Beat Takeshi ya era por entonces una superestrella
de la televisión de su país. El resultado es sorprendente,
porque Escena frente al mar es uno de esos films cada vez más raros
en los que la forma no adorna el contenido, sino que directamente lo crea.
De hecho, resulta un tanto vano intentar resumir su trama, porque pareciera
que es muy poco lo que se puede decir y que, al mismo tiempo, el análisis
crítico más justo que se le pudiera hacer al film sería
quizá, por el contrario, una descripción neutra y minuciosa
de cada uno de sus pequeños momentos reveladores, de sus pudorosas
epifanías. Para el caso, baste con saber que Escena frente al mar
es en principio solamente eso, una escena, un motivo, un cuadro, que tiene
como figura central un muchacho obsesionado por el mar.
Desde la primera toma, es el mar en toda su inmensidad, en todo
su misterio el que preside un film tan lacónico como su protagonista,
que es sordomudo. La contemplación del mar, parece decir Kitano,
invita al silencio profundo y Escena frente al mar es esencialmente eso,
un film contemplativo, una película que no necesita palabras y
que por lo tanto tampoco necesita personajes que hablen (la novia del
protagonista también es sordomuda). Por otra parte, casi no hace
falta aclarar que no hay nada de melodramático en esta circunstancia:
Kitano en el que seguramente es su film más riguroso, más
desnudo, más despojado simplemente quiere ahorrarse cualquier
explicación, de cualquier índole. Ni siquiera tiene por
qué dar cuenta de la pasión que el surf despierta en su
protagonista. Le resulta suficiente con seguir todos y cada uno de los
pasos (y caídas) de ese recolector de basura devenido trabajosamente
en surfista, a partir del encuentro de una vieja tabla que se convierte
en el primer motor narrativo del film.
En un cine tan afecto a los rituales como es el japonés, aquí
las ceremonias que están en el centro de la escena son las del
surf, que dan pie a algunas situaciones de ese humor excéntrico
tan típico de Kitano, que alcanzó su máxima expresión
en la reciente Kikujiro, pero que aparece aun en sus films más
sombríos, como Sonatine o Flores de fuego. Ese humor muchas
veces ingenuo, casi siempre revelador no impide que Escena frente
al mar sea finalmente un film de una indecible tristeza, de unainfinita
melancolía, como si ya aquí Kitano hubiera empezado a sentir,
de manera profunda, la aflicción por el paraíso perdido
de la infancia, por una pureza que solamente el azul del mar pareciera
capaz de reflejar.
HIJA
DE LA LUZ, CON LA DIVINA KIM BASINGER
El autismo entendido como santidad
Por Martín
Pérez
Cody es una chica divina. Y no sólo porque es encantadora en la
sabia y sonriente sencillez de un autismo que le hace decir a su madre
parece como si viese y escuchase cosas que nosotros no vemos,
sino porque su divinidad va más allá del adjetivo. Cody
llegó a los cuidadosos brazos de Maggie directamente de los picados
antebrazos de su hermana Jenna, que volverá sospechosamente a buscarla
seis años más tarde, justo cuando un asesino serial se dedica
a cazar y asesinar en Brooklyn a niños de seis años
nacidos el mismo día que Cody, reviviendo la matanza de los inocentes
de Herodes.
Con la divinura de Kim Basinger encarnando a la santa Maggie y a una encantadora
debutante llamada Holliston Coleman en el papel de la aún más
santa Cody, Hija de la luz es uno de esos films que parecen tenerlo todo.
Con buenos protagonistas, prometedores coprotagónicos (Christina
Ricci, Ian Holm) y una trama que no puede menos que ir complicándose,
el film de Chuck Russell director de La máscara y Eraser
rápidamente se presenta como un film de terror que no cree en su
trama ni en su audiencia. Por eso los énfasis y los subrayados
cada vez más estridentes, en una película que habla demasiado
de santos y demonios pero es la primera en blasfemar contra su propio
género cinematográfico.
Del veo gente muerta de la exitosa Sexto sentido al él
no te ha abandonado de Cody hay todo un camino que va del naturalismo
del film de M. Night Shalaman a la proclamada santidad de Hija de la luz.
Y lo peor de semejante derroche es que en Hija... también asoma
un desdeñado camino costumbrista, tan bien señalado en escenas
como la del amante capaz de abandonar a un bombón como Kim Basinger
en medio de una prometedora noche al presenciar cómo su hija golpea
su frente rítmicamente contra la pared del pasillo. Así
es como también los cameos de Ricci y Holm son malgastados en apenas
un par de destellos que no alteran el rumbo divino de una historia que
es maniquea hasta no poder siquiera creer en sí misma. Alguien
aconsejó alguna vez no invocar monstruos que no se puedan controlar,
y eso es lo que parece evitar todo el tiempo Russell, que termina pareciendo
asustado por todo lo que podría implicar su film. Por otra parte,
Russell no se priva de ensuciar tanta luz con inútiles pincelazos
gore aquí y allá, anunciando incluso un ridículo
pedido final de rezos que no hace más que transformar todo en una
trasnochada comedia edénica.
¿Qué
guionista no quiere esta musa?
Sharon
Stone se presenta como una semidiosa de Hollywood.
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Por
Horacio Bernades
¿Qué
es un premio humanitario, papá?, le pregunta su hija a Steven
Phillips, que acaba de recibir uno. Es lo que se le da a alguien
que nunca ganó un Oscar, nena. Aunque las líneas de
diálogo que él mismo desparrama demuestran que el hombre
no tiene los cartuchos mojados, Phillips atraviesa algo mil veces peor
que el simple bloqueo creativo. Productores, conocidos y, se diría,
la comunidad hollywoodense en pleno, ya no parecen dispuestos a seguir
dando trabajo a sus viejos lobos de mar. Aquellos que, como él,
conocían el secreto. Guionista en problemas, Phillips anda necesitando
una musa inspiradora, y eso es lo que hallará, para su suerte o
desgracia.
El género películas sobre Hollywood suele ser,
en manos de cineastas y guionistas desplazados, la flecha perfecta para
apuntar sobre el corazón más grosero de la industria, y
La musa no es excepción a esta tradición. Como antes Robert
Altman en Las reglas del juego, los Coen en Barton Fink, Blake Edwards
en S.O.B., más atrás Vincente Minnelli en Cautivos del mal
y Robert Aldrich en The Big Knife, Albert Brooks se toma revancha en La
musa. Lo hace en su propio terreno, el de la comedia. Desde hace décadas
que Brooks, cincuentón largo ya, viene batallando en el género,
como actor en películas de otros (Detrás de las noticias)
o como realizador y autor de sus propios guiones. Nacido bajo el curioso
nombre de Albert Einstein, Brooks bien puede ser considerado un Woody
Allen de Los Angeles, que a lo largo de su obra supo reflejar con agudeza
en películas como Vida real (1978), Un romance moderno (1981)
o Perdidos en América (1985) las crisis personales de cierta
clase media, junto con las del propio país que sus personajes perplejamente
atraviesan.
Esta vez, el país se llama Hollywood, y la película es la
más autobiográfica de todas. Se destila mucha bilis en toda
la primera parte de La musa, cuando, necesitado de trabajo, Phillips/Brooks
debe vérselas con toda una fauna de jóvenes productores,
que bien pueden preferir un guión de Lorenzo Lamas, como intentar
sacárselo de encima con cualquier excusa. El lastimero peregrinaje
lo lleva hasta lo que cree son las oficinas de Steven Spielberg (como
corresponde a todo film sobre Hollywood, se tiran aquí
montones de nombres conocidos, además de una larga lista de cameos
que incluye a James Cameron y Martin Scorsese). Allí, el guionista
mendicante se topará con un absurdo digno de ¿Quieres ser
John Malkovich?, luego de atravesar una larga y desternillante serie de
humillaciones físicas, que recuerdan al mejor Jerry Lewis y constituyen
el momento más alto del film.
En Hollywood, todo el mundo puede creerse cualquier cosa.
Esa es tal vez la razón por la que Phillips termina dando crédito
al relato de un colega exitoso (Jeff Bridges), quien sostiene conocer
a una verdadera musa, como aquellas de la mitología griega. Quién
otra podría ser esta semidiosa sino Sharon Stone, y cómo
podría comportarse una semidiosa en Hollywood si no con los (peores)
modos de una diva del cine mudo. Comienza allí la peor de las pesadillas
para Phillips, y comienza también otra película, sostenida
por una incógnita (¿quién es esta Sarah y qué
es loque quiere de él?), pero seriamente amenazada por los
peligros de la onejoke movie, la clase de films que se apoyan en un único
chiste, reiterado al infinito. Al borde de la bancarrota económica
y humana, el pobre tipo deberá ponerse al servicio de los inenarrables
caprichos de Sarah/Sharon, que empiezan por la suite más cara y
derivan en la lisa y llana invasión de la privacidad. No deja de
ser paradójico que a partir del encuentro con La Musa, Brooks vaya
perdiendo la suya propia. Esa musa ácida y filosa que brilla plenamente,
a lo largo de buena parte de La musa.
SOCIEDAD
SECRETA, UN PUBLICITARIO DE ROB COHEN
Muchachos en busca del éxito
Por
Martín Pérez
Todo lo que es secreto y exclusivo no puede ser bueno, dice
Will, el mejor amigo de Luke. Timonel y primer remo respectivamente de
un equipo que no deja de batir a los mejores en cada regata anual de la
secundaria a la que asisten, Will y Luke son amigos inseparables desde
su ingreso a New Heaven. Sin embargo, después de tres años
burlándose juntos de los niños ricos que se burlan de ellos,
algo comienza a separarlos. Y ese algo es secreto y exclusivo: una sociedad
llamada The Skulls, la más exclusiva de las hermandades,
comienza a cortejar a Luke. Y eso lo separará de su amigo y su
novia, aunque lo acercará cada vez más a todo lo que ambiciona
pero piensa que está más allá de su alcance.
Film subrayado que cuenta la historia del vertiginoso ascenso de un niño
pobre con juguete nuevo que sólo se da cuenta de lo malo de firmar
un pacto con el diablo cuando el mal le cuelga frente a las narices, Sociedad
secreta está filmada como si fuera un aviso publicitario de dos
horas de duración. Pese a su proclamado interés en la verdadera
historia de las sociedades secretas, antes que seducirlo con su trama,
lo único que quiere el film de Cohen de su público es que
comparta e incluso envidie los privilegios de pertenecer.
Así es como su trama lineal acompañará a Luke en
su iniciación, en sus primeros éxitos... y en la traición
a sus seres queridos y la consecuente toma de conciencia.
Confusa antes que compleja, y apurada antes que vertiginosa, la trama
de Sociedad secreta es tan manipuladora como el film, que de la nada se
las ingenia para regalarle a su protagonista una escena romántica
en la ducha, inyectarle rebeldía contestataria cuando sólo
parece pensar en su cuenta bancaria e incluso hacerlo víctima de
un perverso complot del que en el momento en que el film pierde
totalmente su verosimilitud, y también su último tornillo
saldrá más sencillamente de lo que entró.
Lo más curioso de un film como éste, sin embargo, es que
pese a todas sus pretensiones maquiavélicas su linealidad
a toda costa le obliga a anticipar verbalmente cada una de sus trampas.
Para luego filmarlas, sin embargo, como si jamás hubieran sido
anticipadas. Con lo que su devenir se termina acercando a la esquizofrenia,
y las idas y vueltas de su trama aburran en vez de sorprender. Y el hecho
de que sea el inexpresivo Joshua Jackson la estrella de turno que intente
transmitir los sentimientos encontrados de su personaje protagónico
es lo que termina de hundir el film de Cohen en el infierno de su subrayado
devenir publicitario antes que cinematográfico.
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