Por Julián
Gorodischer
En una de sus escenas más
potentes, Betty, la fea mira a la linda que compite con ella
por el mismo puesto de secretaria. Relajada, la rubia admite su inexperiencia,
su mera condición de cara bonita, mientras Betty enumera
sus logros académicos. Otra vez me ganó una bonita,
dirá Betty a su confidente, también feo. Antes, la vio alejarse
en un auto moderno, contenta, recibiendo piropos que nunca le estarían
dedicados a una fea. Sobre esa dualidad (fama y belleza versus fealdad
y anonimato) se estructura la trama de esta recién estrenada y
revulsiva novela de Telefé (que se emite de lunes a viernes a las
19.30). A la fea le corresponde observar la vida de los otros: una fiesta
relatada en una revista frívola, un romance ajeno, ascensos que
implican su propio desplazamiento.
Aquí la fea no es, sin embargo, una heroína trágica.
Betty (la genial Ana María Orozco) cree que vale la pena insistir:
tiene una tesis laureada en economía, el mejor promedio,
experiencia en un banco de renombre, y va por más. Le gusta estar
viva, de eso no cabe duda. El problema que le ocasiona su fealdad no es
del orden del amor propio: es meramente funcional a la realización
que pretende para su vida. En la intimidad, incluso bromea: Mi padre
cree que alguien va a propasarse conmigo. No se ha dado cuenta de que
tiene una hija fea. Y estalla en una carcajada. El tono, en cambio,
no es gracioso cuando la máscara provoca la pérdida del
trabajo que buscaba, la soltería...
La novela escrita por el guionista de Café con aroma
de mujer, otra novela colombiana que se aparta de la estructura
de los culebrones tradicionales extrema todos sus trazos: en realidad
Betty no es fea; es monstruosa. Un flash back la muestra naciendo (la
enfermera emite un grito de espanto), en el jardín de infantes
(un compañero llora al verla), en la calle (confundida frente a
un piropo que le dedicaban a otra). El argumento es despiadado: la cámara
elige, muchas veces, el plano subjetivo. Betty camina y recibe las expresiones
que aparecen en pantalla: todas ellas de horror ante el defecto, los gruesos
anteojos, la barba incipiente, el flequillo pegajoso y renegrido, la ropa
pasada de moda. La protagonista pasó por 16 entrevistas truncas
en busca de un trabajo, y sólo le queda aspirar a secretaria. Finalmente
logra desplazar a la bonita (como se enuncian a las rivales)
por orden del jefe máximo, pero estará destinada a un reservado
sólo apto para feas.
La innovación de la novela aparece cuando la injusticia
no es vivida como ocaso. Ser fea no es, aquí, sinónimo de
ser pobre, o ser mucama (entre otros arquetipos
de telenovela). Ella apela a las estrategias de los débiles, que
aquí siempre son los más bajos en la escala estética
(tal vez porque la historia transcurre en una empresa de modas). No se
encierra a llorar su mala suerte ni su destino de horrible en los rincones.
No hace ningún esfuerzo para adaptarse al canon de la compañía:
el día de su entrevista se viste más fea que nunca, como
si algo en ella buscase despertar el gemido de asco de Don Armando, su
futuro y apuesto jefe. Ese énfasis que pone Betty en afearse parece
casi un grito para diferenciarse, destacarse del resto pero por cualidad
negativa.Betty, la fea tiene lo mejor que se le puede pedir
a una historia: un universo propio. No hay ninguna pretensión realista
en ese mundo en el que todo se evalúa de acuerdo con el nivel de
belleza. ¿Es más fea que usted?, pregunta Armando,
presidente de la compañía, al selector de personal. Es lo
único que importa. Los ricos son bellos y por eso salen en las
revistas. Los anónimos son feos, y por eso no hicieron nada de
sus vidas. Un simple par de opuestos que refuerza el grotesco y la crítica
social. Un esquema de clases excluyentes que Betty tratará de revertir,
a lo largo de la tira, pero nunca pasándose al bando de los lindos.
Es su dignidad como fea la que está en juego.
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