Por Pedro
Lipcovich
Ya está en marcha el
proyecto de rescatar a las víctimas del lobizón. Sí:
las verdaderas víctimas de la leyenda del hombre-lobo son los aguará-guazú,
animales que, por su parecido con el de la superstición, fueron
perseguidos hasta su casi exterminio: quedan menos de mil en toda América
del Sur. Ayer, en el Zoo de Buenos Aires, fue presentada la primera camada
nacida en cautiverio. Pese a su aspecto que aun la veterinaria que
los ama define como tenebroso, el aguará se alimenta
sólo de insectos, fruta y pequeños animales y huye ante
el hombre. El Proyecto Aguará-Guazú incluye estudios de
ADN de cada ejemplar que se restituya a la vida silvestre.
Tuvimos que esperar la época de celo de la hembra, entre
junio y julio, para ver si los dos compatibilizaban explica Margarita
Mas, jefa de veterinaria del Zoo porteño. Los dejamos en
un pastizal alto en el zoo, y se gustaron. Un mes después,
hicimos la primera ecografía y detectamos las crías.
En los días previos al parto, ella empezó a hacer
madrigueras, en varios lugares, como para despistar, hasta que eligió
una: tapó la cuevita con pasto seco y ramas y dejó la cabeza
afuera, vigilando cuenta Mas. El 26 de agosto, en medio de
una tormenta, la vimos parir.
Los aguará-guazú (zorro grande, en guaraní)
son una especie en severo peligro de extinción, advierte
Mas. Quedan menos de mil entre el sur de Brasil, el sur de Paraguay y,
en la Argentina, las provincias de Chaco, Corrientes y el norte de Santa
Fe. Hace cien años, la especie se extendía hasta el norte
de la Patagonia. Pero, desde fines del siglo XIX, la inmigración
de Europa del norte trajo la leyenda del lobizón: el séptimo
hijo varón que se transforma en hombre-lobo. Pero en Sudamérica
no hay lobos y, entonces, la leyenda buscó un animal que
la corporizara.
Al aguará no lo ayudaron su aspecto tenebroso, su aullido,
sus hábitos nocturnos, señala Mas. Este cánido
tiene casi un metro de alzada gracias a sus extrañas patas, largas
y finitas. El cuerpo está cubierto por un pelaje rojizo de hasta
18 centímetros de largo, que cuelga desflecado sobre las patas
lampiñas. Las patas son raras también, con los dedos separados
y las plantas acolchadas. Todas estas características lo adaptan
para moverse en su hábitat de pantanos y aguas superficiales. Como
el lobizón, el aguará es de hábitos nocturnos y solitarios,
pero, en la época de celo, ella y él se buscan en la oscuridad
mediante un único ladrido seco, agudo, estremecedor, que se escucha
a varios kilómetros.
Ayer, las crías ya estaban en condiciones de ser presentadas
en público: se han independizado bastante de la madre. Son
dos hembras y dos machos. Siempre hay un líder en la camada
y en este caso ya detectamos que uno de los machos es el primero que se
asoma, el que tiene más disposición a investigar.
La madre, bautizada Checa, proviene del zoo de Praga, que
tiene una colección de animales sudamericanos. El padre, Iberá,
llegó al Zoo porteño después de que Prefectura lo
incautó en un operativo contra el tráfico ilegal de fauna.
Nos autorizaron a que ingresara en el Proyecto Aguará-Guazú,
que desarrollamos con organismos oficiales y no gubernamentales
para restituir la población de estos animales. Les hacemos
estudios de ADN porque, en las distintas poblaciones, los mapas genéticos
difieren: procuramos que cada uno vaya a una población que se le
asemeje, para no mezclar subespecies, explica la jefa de veterinaria.
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