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Toda la fatalidad en una sola habitación de hotel

Dirigida por un catalán y un argentino, �Hotel Room� es una pequeña rareza en blanco y negro, que utiliza las carencias de producción como arma creativa para contar múltiples historias.

Los directores consiguieron el dinero para filmar por puro azar.

Por Horacio Bernades

Una pareja de recién casados con un corto futuro por delante. Un viejo mago checoslovaco y una joven prostituta, que bien podría ser su hija. Un meteorólogo con veleidades de drag queen. Un fotógrafo que registra en imágenes su propio triángulo pasional. Un técnico de mantenimiento y su cuñado gay. Un vendedor de seguros para suicidas. Una mucama. Y, sobre todo, un gato negro, responsable quizás de que, en ese cuarto 426 de un hotelucho del Harlem latino, todas las historias terminen mal. O tal vez sea el azar. O quizás Cesc Gay, el catalán que firma el guión de Hotel Room y la codirige junto con el argentino Daniel Gimelberg (ambos debutantes), estaba pasando entonces por una fase dark.
Hotel Room es una película pequeña y curiosa. Como contó Daniel Gimelberg (36 años) a Página/12, fue el azar el que le permitió conocer a su colega Gay durante una estada en Nueva York. Arquitecto de profesión, Gimelberg se ganaba la vida haciendo trabajos de carpintería cuando se cruzó con el catalán, allá por 1993. Un llamado desde Buenos Aires les hizo saber que contaban con el dinero de una indemnización, en pago por una tragedia familiar. Veinticinco mil dólares y el living de la casa donde por entonces vivía Gimelberg, sumados al aporte de algunos actores del off Broadway y un par de vecinos del barrio, les permitieron filmar, en inglés, 16 mm y blanco y negro, Hotel Room, una película embebida de las peculiares circunstancias de su producción.
Si una muerte y el azar permitieron que Gay y Gimelberg pusieran a rodar la cámara, esos son también los ejes que estructuran la trama, organizada a la manera de un film en episodios. Pero con una particularidad: todas las historias que transcurren en esa única habitación (limitaciones de producción convertidas en espacio dramático) no tienen lugar en momentos sucesivos sino en una especie de tiempo virtual. En efecto, el modo en que se encadenen las circunstancias es lo que hace que a ese cuarto vayan a parar unos u otros pasajeros, determinando el curso de las distintas historias posibles. En lugar de optar por una u otra, Gay y Gimelberg eligieron contar todas esas historias, como quien gira un prisma y transcribe todas sus figuras.
En verdad, ideas semejantes estaban en la base de algunos films de Hal Hartley y sobre todo en Mystery Train, film inédito de Jim Jarmusch en el que se narraban, ya, tres historias que ocurrían en forma simultánea. No sólo el esquema elegido sino también el tono y la mirada característicos de ambos cineastas resurgen en Hotel Room, imbuida de una distancia entre aséptica, irónica y juguetona, desde la que se observa el modo en que el azar teje y desteje, para gracia de los realizadores y desgracia de los personajes. Si hay humor en Hotel Room, éste tiende a ser bien negro. Un empujón, en medio de una discusión aparentemente sin importancia, termina con un cráneo atravesado por una miniatura del Empire State. Un cadáver va a parar a un placard. Un vestido de novia se vuelve mortaja, y otro viste la intimidad de un pelado de gruesos bigotes. Un padre y su hija se reencuentran en circunstancias poco ortodoxas, y así.
El aire casual y descomprometido con que se narran estas historias, todas marcadas (como la propia génesis del film) por la fatalidad, remite inconfundiblemente al cine independiente neoyorquino de fines de los ‘80 y principios de los ‘90, el mismo tiempo y lugar en que Hotel Room pasó del papel al rodaje. Ese aire le da al film un carácter fechado, cierta sensación de ejercicio–hecho–a–la–sombra–de–otros. Hotel Room resulta así un pequeño artefacto curioso, disfrutable y ligeramente anacrónico.

 

 

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