Por Sergio Kiernan
Martin Andersen ama Argentina.
Si pudiera, volvería a vivir aquí. ¡Qué
ciudad que es Buenos Aires!, dice, mirando las cúpulas del
centro como si quisiera llevárselas. No es una frase de turista:
el norteamericano Andersen llegó a esta ciudad en 1982, vivió
varios años cubriendo su política para Newsweek y The Washington
Post, aprendió un castellano perfectamente coloquial y salpicado
de porteñismos, se sumergió en la vida nacional como si
hubiera nacido para eso. Vuelto a casa, no perdió el contacto,
escribió y escribe libros sobre nuestro país y hasta se
vio involucrado en el escándalo de las coimas parlamentarias, agregando
el detalle de denunciar a un diputado.
La historia ocurrió el año pasado, durante una de sus regulares
visitas, en un café de la Recoleta. Andersen andaba reuniendo datos
sobre la corrupción parlamentaria con la idea de fundar una ONG
para combatirla en toda América latina. El diputado Claudio Sebastiani
invitó el café para hablar sobre otros temas, pero
yo aproveché para preguntarle qué sabía del caso
de la ley de patentes. Había una versión de que las coimas
ascendían a 40 millones de dólares. Cuando se la estoy mencionando,
me corta y me dice `¡qué 40 millones! Eran 25. Yo sé
porque soy uno de los cinco tipos que los repartieron en sobres`.
Andersen, que en su vida profesional ya escuchó casi todo, confiesa
que se quedó helado, con mucha vergüenza ajena.
Igualmente tiesos estaban Roberto Azaretto y un empresario local cuya
identidad Andersen se empeña en proteger ya declaró
ante la Justicia, pero no quiere figurar en público.
Los tres se pusieron a hablar al mismo tiempo y en la confusión
se perdió el detalle de a qué se refería exactamente
Sebastiani cuando dijo que el recuento se había hecho en
la presidencia. Le empecé a preguntar si era la Casa
Rosada, Olivos, la presidencia de un bloque, pero la conversación
ya era diluida, atónita, explica el periodista. Cuando el
diputado y ex presidente de la Unión Industrial se retiró,
Azaretto se dio vuelta y miró a su amigo norteamericano. Mirá
a qué grado de degradación moral hemos llegado, le
dijo, hace treinta años, cuando uno decía que alguien
era corrupto el acusado saltaba a defenderse y negarlo, aunque fuera cierto.
Hoy no sólo asumen ser corruptos sino que te dicen qué corruptos
que son para que sepas que son importantes.
Sebastiani desmintió ferozmente lo afirmado por Andersen que
el empresario sin nombre y Azaretto confirman y apoyan. El se contradice
y cambia su versión de acuerdo a la información que va saliendo.
Pero para hacerla corta, le dije a Sebastiani que nos pongamos un detector
de mentiras aprobado por el FBI, sin vueltas en Tribunales, en un pacto
de caballeros. El que pierde, paga el costo de la prueba y admite que
es un mentiroso. Pero no aceptó.
El episodio en Recoleta no fue el único tema de corrupción
que tocó a Andersen en los últimos tiempos. De hecho, estaba
esperando ansiosamente un fallo administrativo del gobierno de su país
que le diera la razón en un enfrentamiento que le había
costado su nueva carrera en el Departamento de Justicia. Andersen era
oficial superior de planificación en la división penal del
Departamento de Justicia, y estaba a cargo de planes de entrenamiento
a policías y fiscales en el exterior, programas de ayuda técnica
a otros países. Tenía las mejores calificaciones,
excelentes evaluaciones, cartas de recomendación de mis jefes diciendo
que mi trabajo era muy bueno, que me recomendaban para ascensos,
cuenta con cierta nostalgia. Pero Andersen empezó a notar cosas
raras. Primero fue la contratación de una consultoría externa
en un área donde nunca se contrataba ayuda externa. Para peor,
el jugoso contrato era reservado al contrario que el común
de los contratos en el Departamento, nunca se hizo una licitación
y la beneficiaria era una amiga de la Fiscal General, Janet Reno.
Lo más grave fue que un alto jefe que era asesor principal
de la Fiscal cometió fraude de visas en Rusia, para traer a EE.UU.
a su amante y una amiga, relata Andersen. El funcionario iba seguido
a Moscú, supuestamente a trabajar, usó papel oficial del
Departamento para enviar notas presionando por las visas, y se expuso
a ser chantajeado por los servicios rusos. La seguridad no
era el fuerte del ministerio: Había un funcionario, otro
favorito de Reno, que repartía informes secretos de la CIA para
que los leyera cualquiera, gente que no tenía rango. Uno puede
ir a la cárcel por eso, pero lo hizo igual. De hecho, las
oficinas abundaban en informes top secret que quedaban sobre las mesas
y que no se guardaban bajo llave ni en los fines de semana.
Para hacer la denuncia, Andersen comenzó, por miedo, llamando anónimamente
al jefe de seguridad del Departamento de Justicia, y no a sus jefes. Hubo
una reunión con gente del FBI y ahí comenzaron los problemas
para el denunciante: se encontró congelado, sin credencial de seguridad,
sin trabajo que hacer, trasladado a una oficina lejana. Súbitamente,
era un mal empleado al que no le renovaron el contrato. En setiembre de
1997, sus jefes se libraron de él, y Andersen empezó a trabajar
como consultor de varios entes, entre ellos Freedom House, la organización
de derechos humanos de EE.UU.
Ahora espera resarcimiento por sus problemas económicos, ya que
la investigación de la Inspección General le dio plenamente
la razón y lo felicitó. Me alegré que mis hijas
y mis padres pudieran ver mi reivindicación, dice Andersen,
pero admite que nadie le va a devolver su carrera y ni siquiera todos
los salarios perdidos. Actuar por la transparencia te cuesta, pelear
contra la corrupción te termina costando mucho.
De visita en Argentina invitado por el Ministerio del Interior para participar
en jornadas sobre reforma policial su tema es la mala relación
entre policías y periodistas aprovecha para terminar de investigar
su nuevo libro: una historia de la policía argentina entre 1880
y 2000. Su título es Me va a tener que acompañar. La idea
le surgió cuando vio, en los años 80, el único
libro sobre policías disponible en el país. Eran las memorias
del comisario Alberto Villar. Yo tenía que escribir otro,
¿no?
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